Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Rackete, la capitana del barco Sea Watch 3, que hacía 17 días andaba a la deriva en el Mediterráneo con 40 inmigrantes a bordo rescatados en el mar, atracó en la madrugada del viernes pasado en la isla italiana de Lampedusa, pese a la prohibición de las autoridades de ese país. Hizo bien. Fue de inmediato detenida por la policía italiana, y el ministro del Interior y líder de la Liga, Matteo Salvini, se apresuró a advertir a la ONG española Open Arms, que anda por los alrededores con decenas de inmigrantes rescatados en el mar, que “si se atreve a acercarse a Italia, correría la misma suerte que la joven alemana Carola Rackete”, quien podría ser condenada a 10 años de cárcel y a pagar una multa de 50.000 euros. El fundador de Open Arms, Óscar Camps, respondió: “De la cárcel se sale, del fondo del mar, no”.
Cuando las leyes, como las que invoca Matteo Salvini, son irracionales e inhumanas, es un deber moral desacatarlas, como hizo Carola Rackete. ¿Qué debería haber hecho, si no? ¿Dejar que se le murieran esos pobres inmigrantes rescatados en el mar, que, luego de 17 días a la deriva, se hallaban en condiciones físicas muy precarias, y alguno de ellos a punto de morir? La joven alemana ha violado una ley estúpida y cruel, de acuerdo con las mejores tradiciones del Occidente democrático y liberal, una de cuyas antípodas es precisamente lo que la Liga y su líder, Matteo Salvini, representan: no el respeto de la legalidad, sino una caricatura prejuiciada y racista del Estado de derecho. Y son precisamente él y sus seguidores (demasiado numerosos, por cierto, y no sólo en Italia, sino en casi toda Europa) quienes encarnan el salvajismo y la barbarie de que acusan a los inmigrantes. No merecen otros calificativos quienes habían decidido que, antes de pisar el sagrado suelo de Italia, los 40 sobrevivientes del Sea Watch 3 se ahogaran o murieran de enfermedades o de hambre. Gracias a la valentía y decencia de Carola Rackete por lo menos estos 40 desdichados se salvarán, pues ya hay cinco países europeos que se han ofrecido a recibirlos.
Sobre la inmigración hay prejuicios crecientes que van alimentando el peligroso racismo que explica el rebrote nacionalista en casi toda Europa, la amenaza más grave para el más generoso proyecto en marcha de la cultura de la libertad: la construcción de una Unión Europea que el día de mañana pueda competir de igual a igual con los dos gigantes internacionales, Estados Unidos y China. Si el neofascismo de Matteo Salvini y compañía triunfara, habría Brexits por doquier en el Viejo Continente y a sus países, divididos y enemistados, les esperaría un triste porvenir a fin de resistir los abrazos mortales del oso ruso (véase Ucrania).
Pese a que las estadísticas y las voces de economistas y sociólogos son concluyentes, los prejuicios prevalecen: los inmigrantes vienen a quitar trabajo a los europeos, acarrean delitos y violencias múltiples, sobre todo contra las mujeres, sus religiones fanáticas les impiden integrarse, con ellos crece el terrorismo, etcétera. Nada de eso es verdad, o, si lo es, está exagerado y desnaturalizado hasta extremos irreales.
La verdad es que Europa necesita inmigrantes para poder mantener sus altos niveles de vida, pues es un continente en el que, gracias a la modernización y el desarrollo, cada vez un número menor de personas deben mantener a una población jubilada más numerosa y que sigue creciendo sin tregua. No sólo España tiene la más baja tasa de nacimientos en el año; muchos otros países europeos le siguen los pasos de cerca. Los inmigrantes, querámoslo o no, terminarán llenando ese vacío. Y, para ello, en vez de mantenerlos a raya y perseguirlos, hay que integrarlos, removiendo los obstáculos que lo impiden. Ello es posible a condición de erradicar los prejuicios y miedos que, explotados sin descanso por la demagogia populista, crean losMatteo Salvini y sus seguidores.
Desde luego que la inmigración debe ser orientada, para que ella beneficie a los países receptivos. Conviene recordar que ella es un gran homenaje que rinden a Europa esos miles de miles de miserables que huyen de los países subsaharianos gobernados por pandillas de ladrones y, encima, a veces fanáticos que han convertido el patrimonio nacional en la caverna de Alí Babá. Además de establecer regímenes autoritarios y eternos, saquean los recursos públicos y mantienen en la miseria y el miedo a sus poblaciones. Los inmigrantes huyen del hambre, de la falta de empleo, de la muerte lenta que es para la gran mayoría de ellos la existencia.
¿No es un problema de Europa? La verdad es que sí lo es, por lo menos parcialmente. El neocolonialismo hizo estragos en el Tercer Mundo y contribuyó en buena parte a mantenerlo subdesarrollado. Por supuesto que la falta es compartida con quienes adquirieron las malas costumbres y fueron cómplices de quienes los explotaban. No hay duda de que, en última instancia, sólo el desarrollo del Tercer Mundo mantendrá en sus tierras a esas masas que ahora prefieren ahogarse en el Mediterráneo, y ser explotadas por las mafias, antes que continuar en sus países de origen donde sienten que no cabe ya la esperanza de cambio.
Lo fundamental en Europa es una transformación de la mentalidad. Abrir las fronteras a una inmigración que es necesaria y regularla de modo que sea propicia y no fuente de división y de racismo, ni sirva para incrementar un populismo que tan horrendas consecuencias trajo en el pasado. Es preciso recordar una y otra vez que los millones de muertos de las dos últimas guerras mundiales fueron obra del nacionalismo y que éste, inseparable de los prejuicios raciales y fuente irremediable de las peores violencias, ha dejado huella en todas partes de las atrocidades que causó y que podría volver a causar si no lo atajamos a tiempo. Hay que enfrentar a los Matteo Salvini de nuestros días con el convencimiento de que ellos no son más que la prolongación de una tradición oscurantista que ha llenado de sangre y de cadáveres la historia del Occidente, y han sido el enemigo más encarnecido de la cultura de la libertad, de los derechos humanos, de la democracia, nada de lo cual hubiera prosperado y se hubiera extendido por el mundo si los Torquemada, los Hitler y los Mussolini hubieran ganado la guerra a los aliados.
Escribo este artículo en Vancouver, una bella ciudad a la que llegué ayer. Esta mañana me he desayunado en un restaurante del centro de la ciudad en el que trabé conversación con cuatro “nativos” que eran de origen japonés, mexicano, rumano y sólo el último de ellos gringo. Los cuatro tenían pasaporte canadiense y parecían contentos con su suerte y entenderse muy bien. Ese es el ejemplo a seguir en Europa, el de Canadá.
Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga. Estoy seguro de que no seré el único en pedir para esa joven capitana el Premio Nobel de la Paz cuando llegue la hora.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2019.
© Mario Vargas Llosa, 2019.