Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
La biblioteca del barco que me lleva hacia Anchorage es pequeña y pulquérrima. Salvo una colección de clásicos cuya letra microscópica los pone fuera de mi alcance, sus novelas de aeropuerto, de autores desconocidos, me dejan frío, tanto como sus biografías de beisbolistas, ases de las carreras o del ring, los libros de autoayuda y las chismografías de Hollywood. Pero, extraviado en el estante de Current Affairs encuentro un libro de un joven profesor de Harvard, Kevin Birmingham, que no tiene desperdicio: El libro más peligroso. James Joyce y la batalla por Ulises.
Versa sobre mucho más de lo que dicen su título y su subtítulo, es decir, las pellejerías que pasó James Joyce con sus libros, por la ceguera y cobardía de los editores del Reino Unido y Estados Unidos que, temerosos de la censura, las multas y los juicios, no se atrevían a publicarlos. El caso de Joyce es único: fue famoso antes de tener un solo libro editado.
Y, en buena parte, ello se debió a ese extraordinario cazador de talentos literarios que fue el poeta Ezra Pound. Se conoce bastante bien lo que él hizo por T. S. Eliot y el tiempo que dedicó (renunciando al que le tomaba escribir) a corregir La tierra baldía. Pero probablemente hizo todavía mucho más porque el genio de Joyce fuera reconocido y, sobre todo, publicado. Supo de él por primera vez en 1914, por el poeta W. B. Yeats, quien le aconsejó que pidiera una colaboración de aquél para una antología dedicada a la literatura irlandesa que Pound preparaba. Lo hizo y Joyce, que era totalmente desconocido, además de su colaboración, le envió varios cuentos de Dublineses y fragmentos del Retrato del artista adolescente, para los que estaba buscando editor. El deslumbramiento de Pound al leer esos textos está documentado en sus cartas. Hombre práctico, como lo era, de inmediato inundó de informes a los mejores editores ingleses y norteamericanos, exhortándolos a publicar esos primeros libros de Joyce que, les aseguraba, eran de altísima calidad literaria y de una gran originalidad. Las respuestas que recibió dan asco: ninguna reconocía a Joyce el menor talento literario. Aseguraban que habían rechazado sus libros porque estaban mal escritos y peor organizados, eran de estructuras deficientes, además de vulgares y ramplones. ¿Para qué arriesgarse a ser multados o procesados por esos libros que no pasarían ninguna censura si, encima, eran tan mediocres?
Pound no dio su brazo a torcer. Respondió a todas esas objeciones con argumentos literarios, acusando a los editores de ciegos y mediocres y afirmando que ese joven escritor irlandés estaba revolucionando la literatura de su tiempo y, en especial, la prosa literaria de la lengua inglesa. Su entusiasmo contagió a dos mujeres extraordinarias: Harriet Weaver, directora de una pequeña revista literaria inglesa, The Egoist, donde aparecerían los primeros cuentos de Dublineses y capítulos de Retrato del artista adolescente, y Margaret Anderson, que en 1918 comenzó a publicar episodios del Ulises en la revista que dirigía en los Estados Unidos, The Little Review. Ambas debieron enfrentar por su osadía acciones judiciales. Impertérritas, continuaron empeñadas en hacer conocer la obra de James Joyce, e, incluso, le enviaron dinero para ayudarlo a sobrevivir pese a sus crónicas crisis económicas y a lo que gastaba en oculistas.
A diferencia de los editores de entonces, muchos escritores y libreros (entre éstos, la primera editora del Ulises, Silvia Beach, la creadora de Shakespeare and Company, la librería estadounidense de París) quedaron muy impresionados al conocer aquellos textos de Joyce. Aunque probablemente ninguno llegó a demostrarlo como Valery Larbaud (que sería el primer traductor al francés del Ulises) que, luego de leer en The Little Review aquellos fragmentos de la gran novela de Joyce, le escribió una carta ofreciéndole su casa (con una sirvienta) y su gran biblioteca, además de su célebre colección de soldaditos de plomo. Joyce se mudó allí con Norah, su mujer, y sus dos hijos y por un buen tiempo pudo continuar trabajando con tranquilidad en esa novela que le tomaría más de siete años.
Aunque la primera edición en libro del Ulises apareció en París en 1922, gracias a Sylvia Beach, sólo 12 años más tarde —1934— un juez de Nueva York —John Woolsey— en una memorable sentencia autorizó la circulación de esa novela, que aparecería poco después en la edición de Random House. La sentencia de Woolsey fue reproducida en esa nueva edición y sentaría desde entonces un precedente decisivo para todos los intentos de prohibir la circulación de obras “atrevidas o desvergonzadas” en los Estados Unidos. Una sentencia semejante tuvo lugar en Inglaterra ese mismo año.
En ambos países la reacción de la crítica fue muy semejante. Casi todos quienes escribieron sobre la novela, reconocían —algunos a regañadientes— el genio de Joyce y las extraordinarias novedades que el libro traía tanto en el dominio de la lengua como en la estructura de la narración de ese día tan minuciosamente descrito de Leopoldo Bloom. Pero casi todos ellos denunciaban la vulgaridad atroz de la palabrería “pestilente” con que se expresaban no sólo los personajes sino el propio narrador y , sobre todo, en el largo monólogo final de Molly Bloom, que algunos tacharon de “insolente” e incluso “demoníaco”.
Tarde o temprano todos ellos llegarían a reconocer que la novela sería a partir de entonces algo radicalmente distinto gracias a Joyce y a su prodigiosa realización. Este éxito se debió en buena parte al instinto y a los esfuerzos de Ezra Pound. En el extraordinario ensayo que dedicó al libro fue el primero en reconocer que desde la aparición del Ulises todos los novelistas contemporáneos, incluidos los que nunca lo hubieran leído, serían discípulos de Joyce; y así lo reconoció también William Faulkner, otro novelista fuera de lo común que probablemente nunca hubiera escrito su saga sureña sin las lecciones que recibió leyendo a Joyce.
El servicio que Ezra Pound prestó al autor del Ulises no consistió solo en encontrar editores para sus textos; también consiguió mecenas que lo ayudaran económicamente y le permitieran, por ejemplo, operarse tantas veces del ojo derecho. Cuando se conocieron personalmente, en París, en 1918, Ezra Pound llevaba ya cuatro años multiplicando esfuerzos para dar a conocer a quien llamaría el “renovador de la cultura de Occidente”. Pound es la figura más simpática que aparece en el libro de Kevin Birmingham.
Resulta difícil identificar a este hombre generoso y altruista con el Ezra Pound que, durante la Segunda Guerra Mundial, arengaba desde la radio italiana a los jóvenes conscriptos norteamericanos para que desertaran de filas y repetía todas las fechorías que los nazis atribuían a los judíos. Por eso fue capturado por el Ejército norteamericano y paseado por todo Italia en una jaula, como un loco furioso. Luego, en los Estados Unidos, un tribunal, para no hacerlo fusilar por traición a la patria, lo declaró loco. Y pasó un buen número de años en un manicomio. En nuestros días, en la Italia fascistona de Matteo Salvini, una de las sectas más radicales de la ultraderecha antidemocrática se llama nada menos que CasaPound. Georges Bataille escribió que el ser humano es una jaula donde anidan los ángeles y los demonios. En pocas personas aquello fue tan evidente como en el caso de Ezra Pound.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2019.
© Mario Vargas Llosa, 2019.