Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
La configuración de pactos de gobierno e investidura, como los que se están dando estos días, constituyen una magnífica ocasión para poder observar el funcionamiento anárquico en el seno de la parte de la clase política que es seleccionada a través de elecciones. Para ello basta con observarlos desde una perspectiva distinta de la que estamos acostumbrados, usando los conceptos que nos ofrece la teoría política del anarquismo. Como ya señalamos en muchas ocasiones, los distintos grupos que componen el Estado operan en anarquía tanto dentro de cada uno de sus grupos como entre ellos, y por eso mismo consiguen estar lo suficientemente integrados como para coordinarse y ejercer poder sobre el resto de la sociedad, atomizada y desorganizada. Uno de los grupos con más relevancia en el Estado es el de los políticos electos directa o indirectamente por el pueblo. Son la parte más visible del aparato de poder y son también los más estudiados y escrutados tanto por los medios de comunicación como por los académicos. Pero rara vez son analizados a través de metodologías individualistas ni por tanto tipificada su conducta y organización en clave anarquista.
Ya que esta es una página de análisis de actualidad me gustaría ejemplificarlo con algunos comportamientos que se han podido observar recientemente en la política española.
Nuestros políticos, diputados, alcaldes y presidentes son fruto de elecciones libres basadas en principios democráticos y, en general, sin fraude. De esto no me cabe duda. Cierto es que el sistema electoral ha sido previamente manufacturado para corregir un poco el voto y que se han usado muchos de los trucos que la noble disciplina de la herestética (arte de influir y manipular las elecciones en democracia) nos ofrece. Barreras, fórmulas electorales, gerrymandering, diseño de las circunscripciones o del tamaño del parlamento son argucias usadas en todos los países del mundo, eso sí, combinándolas de forma distinta, para influir en los resultados electorales, jugando normalmente a favor de los actores políticos ya establecidos. En efecto, la clase política democrática se defiende de sus competidores dificultando el acceso a la misma de sus potenciales competidores, igual que todas las clases políticas habidas en la historia, solo que la nuestra hace uso preferente de leyes, subvenciones o reparto de tiempos electorales en los medios de comunicación en vez de usar la violencia para alcanzar tales fines.
Se puede admitir que hay cierta relación entre el número de votantes de un partido y el número de escaños o representantes de cada partido, y esto nos lleva a considerar que tales elecciones pueden ser consideradas como legítimas y a no discutir este supuesto, por lo menos según este escrito.
La anarquía comienza en la elaboración de las listas electorales. Cualquier seguidor de la política en los días previos a la presentación de las candidaturas se dará cuenta de las tensiones que existen a la hora de hacer listas. Aparte de los miembros de la dirección efectiva del partido, que usualmente se colocan a sí mismos en puestos de salida en tales listas, el resto de los puestos responde a negociaciones y luchas entre facciones, y se hace uso abundante de todo tipo de maniobras para poder cerrarlas a gusto (por ejemplo, localizar al saliente en otra lista o darle un premio de consolación en forma de puesto en otra administración). Obviamente esto se produce así porque la dirección no puede imponerse por la fuerza sobre los miembros de su partido y necesita en última instancia de su cooperación para mantener la cohesión del partido. La alternativa son escisiones, listas de chantaje (aquellas que se formulan no tanto para ganar como para hacer daño, bien estudiadas por Giovanni Sartori) o simplemente financiar o pedir el voto para listas rivales. En el lado malo, dosieres o amenazas de filtraciones pueden ejercer una función semejante, aunque es discutible que esto pueda ser catalogado estrictamente como el uso de medios de fuerza para dirigir una organización. Conviene siempre recordar que un partido político democrático es una organización voluntaria y que por tanto funciona internamente en anarquía. Solo hay que recordar el hecho reciente de cómo buena parte de la dirección del PSOE se enfrentó a su líder electo en primarias, Pedro Sánchez, y logró expulsarlo de su puesto de secretario general. ¿Cómo podría haberse llegado a esta situación si Sánchez tuviese poder efectivo sobre su partido? No solo no lo tenía, sino que no fue capaz de impedirlo. Que haya recuperado la dirección del mismo se explica por la fragilidad e incompetencia de la coalición que lo expulsó y por ciertas características personales de su líder, más que por el ejercicio del poder de este sobre su organización.
Una vez elaboradas las listas y producida la elección entramos en otra parte anárquica, la asignación de puestos de gobierno en las distintas administraciones. Los partidos negocian entre ellos puestos (en muchas ocasiones los gobernantes ni siquiera están entre los más votados) cambiando incluso como si de cromos se tratase el Gobierno de administraciones que nada tienen que ver entre sí para poder optimizar el número de cargos a desempeñar. La negociación de coaliciones se hace entre partidos soberanos, y por lo tanto se hacen en anarquía, pues ninguno de los partidos puede imponer su voto favorable a fuerzas que no son de su obediencia. Para conseguir su aquiescencia es necesario convencerlos, bien por medios ideológicos bien por medios económicos, pero el uso de la fuerza está aquí descartado. Estas coaliciones y acuerdos de investidura, al igual que se hacen, se pueden deshacer por cualquier motivo, ya sea por disensiones entre las direcciones de los partidos bien por disensiones o fracturas dentro del propio partido. Partidos nuevos como la reciente escisión de Podemos en Madrid o la fractura de En Marea en Galicia son buenos ejemplos de fracturas internas. La vieja y tradicional figura del tránsfuga es otro ejemplo de cómo un integrante de una organización política puede abandonarla a voluntad sin que la dirección pueda ejercer poder para obligarla a acatar sus directrices.
En esta etapa de formación de coaliciones también pueden jugar un papel importante los otros grupos que forman el Estado, además de los políticos democráticos. Grupos de interés asociados al Estado como la banca o los grandes sectores económicos asociados a la regulación estatal pueden hacer presión para forzar una u otra coalición. Lo mismo los sectores ideológicos que forman parte del bloque de poder (medios de comunicación regulados, iglesias, intelectuales orgánicos, etc.). El caso de las presiones de este tipo a partidos como Ciudadanos, bajo amenaza más o menos tácita de retirada de apoyos y, por tanto, descomposición del mismo, sería un ejemplo claro. Un partido que nace y crece apoyado por estos grupos también puede desaparecer a consecuencia de la actuación de esos mismos grupos. Estas presiones son de retirada de apoyos o de desestabilización, pero tampoco implican el uso directo de la fuerza.
El paso siguiente a establecer acuerdos y coaliciones inter e intrapartido es la conformación de un Gobierno. Si es monocolor el presidente buscará contentar a sus aliados e intentará tener más o menos contenta a la coalición dominante de su partido. Si es de coalición tendrá que acordar las condiciones y el número de puestos a colocar con el otro partido. La estabilidad del Gobierno vendrá dada por la capacidad de convencer de palabra y obra a sus socios de que les conviene más estar a su lado que rompiendo la coalición. Pero como bien sabemos por la experiencia del intento de aprobar presupuestos, este tipo de acuerdos son muy frágiles y pueden romperse por cualquier motivo.
La labor de Gobierno se desempeña también en un entorno de ausencia de poder y en esta participan numerosos actores, tanto aliados como confrontados, y sus resultados son fruto de estas negociaciones, pero el análisis del proceso de formulación e implementación de políticas públicas requeriría de un análisis explicativo más detallado, pues este proceso sí que incorpora a todos los grupos que conforman el Estado y es mucho menos transparente hacia el exterior que el proceso de conformación de mayorías de Gobierno, que es a su vez el más visible y observado de todos.
Con esto, ¿qué se puede deducir de este proceso? El viejo Proudhom escribió hace tiempo que la anarquía es la madre del orden. El funcionamiento de la clase política electa parece corroborar este aserto. Debemos primero recordar que Estado y sociedad no son lo mismo, aunque debido a la aparente dependencia de la segunda respecto del primero no lo parece y a que la retórica oficial parece identificar ambos conceptos (frases como la recientemente desmentida judicialmente “Hacienda somos todos” es un buen ejemplo). Son grupos de personas distintos. Pero la clase política en conjunto, y la democrática en especial, es capaz de estar lo suficientemente coordinada como para dirigir y dominar al resto de la población, y esto no solo se consigue de forma anárquica sino que solo es posible hacerlo a través de estos medios. Coordinar a grupos de personas tan disímiles a través de mandatos y del uso de la fuerza, primero es imposible, como ya apuntamos en otros escritos; y, segundo, de ser posible, se haría mucho peor que una clase política regida por incentivos monetarios o por valores e ideas. Al igual que una economía en ausencia de propiedad privada, división del trabajo, valores y precios no puede calcular correctamente y, por tanto, no puede hacer un buen uso de los recursos escasos de los que dispone, la clase política funciona mejor cuanto más anárquica es. Esta anarquía es la que conduce a reglas no escritas, pactos de mutuo beneficio (nadie cooperaría políticamente si una parte se lo lleva todo y otra nada) o reparto de prebendas políticas. No sé si son conscientes, pero para implantar sus mandatos políticos y conseguir que sean obedecidos precisan ellos mismos de estar coordinados en la forma que ellos más critican.