Por Robert Higgs
En su merecidamente famoso libro de 1942 Capitalismo, Socialismo y Democracia, Joseph A. Schumpeter describió la dinámica de la economía de mercado como un proceso de “destrucción creativa”. A su juicio, la innovación—“los nuevos bienes de consumo, los nuevos métodos de producción o transporte, los nuevos mercados, las nuevas formas de organización industrial que crea la empresa capitalista”—impulsa este proceso. Su resultado más importante es que por primera vez en la historia, la masa de la población en los países desarrollados disfruta de un nivel de vida que hasta los aristócratas de épocas pretéritas apenas podían haber imaginado, y mucho menos haber tenido.
Sin embargo, como Schumpeter trató de expresar con su lacónico término, el proceso no es meramente creativo, sino también destructivo. A medida que una economía de mercado se desarrolla, necesariamente produce una inmensa variedad de cambios en la demanda y la oferta en particular, y por lo tanto da lugar tanto a pérdidas como a ganancias. Para aquellos que dependen de la venta de bienes o servicios cuya demanda está en declive o desapareciendo, para aquellos cuyas ubicaciones no encajan bien en los emergentes patrones espaciales de producción, para aquellos cuyas técnicas de producción ya no representan un medio para maximizar los ingresos netos, para aquellos cuyas habilidades y experiencia ya no atraen a ansiosos demandantes en los mercados laborales—para ellos y muchos otros, el proceso de desarrollo económico trae ansiedad, decepción, pérdida, y en algunos casos la ruina.
Los perdedores poco se consuelan con el pensamiento de que su desplazamiento o degradación económica por parte de trabajadores y productores más competitivos constituye el corazón y el alma de un proceso por el cual toda la sociedad, en promedio, se enriquece. Y su mala situación siempre ha atraído a legiones de críticos que culpan correctamente al sistema de mercado por los daños. Es simplemente imposible para el proceso de desarrollo económico operar sin perdedores. Una economía de mercado es un sistema de ganancias y pérdidas. Las ganancias señalan la conveniencia (para los consumidores) de trasladar recursos hacia nuevos usos; las pérdidas señalan la conveniencia (para los consumidores) de detraer recursos de los usos actuales. Por un lado, las personas se sienten atraídas por la perspectiva de un placer económico intensificado y, por otro lado, son repelidos por la aparición de un persistente sufrimiento económico. De esta manera el sistema en su conjunto continuamente se remodela a sí mismo a efectos de comportarse más eficazmente con los patrones predominantes de la demanda y la oferta.
Para los perdedores, el remedio percibido para su mala situación a menudo ha sido no el de hacer los ajustes personales necesarios tanto como fuese posible, sino el empleo de la fuerza, especialmente la fuerza del Estado, para agobiar o prohibir a los competidores más exitosos en el mercado. Así, los críticos del mercado exigen rescates financieros, subsidios, exenciones impositivas y bienestar corporativo y personal de diversos tipos para suavizar los azotes del “perenne vendaval de la destrucción creativa” schumpeteriana.
Nótese, sin embargo, que todos esos intentos de suavizar los golpes también sirven para silenciar o falsificar los mensajes que el sistema de mercado está enviando acerca de dónde los recursos pueden ser empleados de manera más productiva conforme las circunstancias prevalecientes. Un mejoría en el sufrimiento suaviza los golpes, sin duda, pero también ralentiza el proceso por el cual la riqueza está siendo generada e introduce medidas inútiles que pueden, sobre todo si son impuestas por el Estado, quedar arraigadas en el sistema político-económico y por lo tanto servir como canales para el despilfarro de los recursos y como grilletes permanentes del verdadero progreso.
Muchos críticos, por supuesto, han bregado no por medidas paliativas, sino por el total abandono del sistema de mercado y su reemplazo por el socialismo, el fascismo, o alguna otra forma de dirección estatal del orden económico. Durante los últimos dos siglos, los debates entre los defensores del mercado y los anti-mercado han constituído continuamente una lucha encarnecida sin señal alguna de una resolución final a la vista.
Hoy en día, no obstante, los críticos del mercado piden con menos frecuencia un completo abandono del mercado y más a menudo bregan por una mayor o menor intrusión del Estado en sus instituciones fundamentales—garantizar los derechos de propiedad privada y el genuino Estado de Derecho. Sin embargo, si se acumula una cuantía suficiente de tales intrusiones parciales, como ha ocurrido durante el último siglo o más, el sistema se torna menos un sistema de mercado alterado aquí y allá por el Estado, y más un sistema dominado por el Estado alterado aquí y allá por los empresarios que operan, legal o ilegalmente, en los intersticios orientados al mercado que quedan del sistema.
En este entorno fascista de facto, los despilfarros y la deficiente asignación de los recursos se convierten en verdad en una carga creciente sobre la capacidad del sistema para generar una tasa de crecimiento económico elevada, en última instancia sobre su capacidad de producir cualquier adición a la riqueza real. Tales órdenes económicos sobrecargados finalmente perecen de una muerte lenta a medida que sus vitales arterias de la innovación y la inversión privada quedan obstruidas por los subsidios, los impuestos, las regulaciones, la intromisión directa del Estado, y otros desarrollos anti-productivos. El sistema debe soportar entonces, ya no simplemente las frustraciones y el empobrecimiento relativo de una sucesión de (a menudo sólo temporal) perdedores en el proceso de destrucción creativa, sino la frustración y el empobrecimiento absoluto de todos, excepto tal vez de unos pocos afortunados que se benefician con la canalización del botín del Estado hacia ellos.
¿Qué podemos concluir, entonces, sobre el proceso de destrucción creativa? La principal conclusión debe ser que por muy doloroso que sea para los que tienen que efectuar los atormentados cambios requeridos por el progreso tecnológico y la estructura cambiante de la economía, ese sufrimiento juega un papel esencial en la motivación de la reasignación de recursos y otros ajustes—por ejemplo, cambios en los tipos de educación, capacitación y experiencia que la gente adquiere—lo que posibilita un proceso continuo de desarrollo económico en el cual, con el transcurso del tiempo, casi todos los miembros de la sociedad estarán mejor. El hecho de inclinarse por el Estado, ya sea para un sinfín de intrusiones ad hoc o para el reemplazo total del orden económico dirigido por el mercado, puede eliminar algo del dolor asociado con el proceso de destrucción creativa, sin duda, pero sólo reemplazando ese proceso con uno de destrucción no compensada, sofocando la innovación y otras formas de creatividad económica y llevando al verdadero progreso económico a un punto muerto.
Es una triste realidad la circunstancia de que en el último siglo o más, la gente en Occidente en su mayor parte se ha apartado cada vez más del sistema económico cuya creatividad la redime y abrazado en cambio sistemas cuyos sellos distintivos son la irracionalidad económica, el despilfarro de recursos, la tiranía burocrática y en última instancia, el empobrecimiento masivo.
Tal vez los grandes avances económicos en Asia, donde el mercado ha alcanzado un ámbito mayor en las últimas décadas, sirvan de lección para los occidentales, haciéndolos retroceder antes de que permitan a sus gobiernos que los sumerja en la pobreza masiva de la que sus ancestros lograron salir a través del sistema de mercado siglos atrás.
Traducido por Gabriel Gasave
Robert Higgs es Asociado Senior Fellow en Politica Economica en el Instituto Independiente, autor o editor de más de catorce libros del Independent, y Editor General del journal trimestral del Independent, The Independent Review.