Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Un muchacho griego, hace medio siglo, harto de la falta de trabajo y el caos que lo rodeaban en su país natal, consiguió escapar a Suecia. Sobrellevó allí la difícil vida del inmigrante. Ganándose la vida como podía, aprendió la lengua y tan bien que allí se descubrió una vocación de escritor y comenzó a escribir en sueco. Tuvo bastante éxito.
Tanto, que pudo ganarse la vida escribiendo novelas y ensayos. Se casó con una sueca, tuvieron hijos, nietos, se compraron un apartamento, luego una casita de verano y un pequeño piso donde él se encerraba mañana y tarde a leer y escribir.
Theodor había cumplido ya los setenta y tantos años cuando un día, de pronto, experimentó algo que no había conocido hasta entonces: un bloqueo intelectual. Miraba el rodillo de su pequeña máquina portátil y tenía la mente en blanco, sin una sola idea sobre la cual escribir. Salió a caminar junto al océano, algo que siempre lo apaciguaba.
Llegaron a Atenas en avión. Allí alquilaron un automóvil y se lanzaron a la carretera, rumbo al Peloponeso, donde se hallaba aquel pueblecito diminuto, Molaoi, donde Theodor había nacido. Allí estaba, polvoriento, eterno y efusivo. Algunos parientes centenarios seguían allí, intangibles, como los olivos, los almendros, las cabras, los gatos y las enredaderas. Lo reconocieron en la calle. La escuelita fue alertada. Los maestros le organizaron un homenaje. Tuvo lugar al anochecer, cuando una brisa ligera reemplazaba al bochorno del día, bajo una luna redonda como un queso. Cuando los niños cantaban en su honor, Theodor sintió que dos gruesos lagrimones se descolgaban por sus viejas mejillas.
A la mañana siguiente, en la antigua pensión donde se alojaba la pareja, Theodor se levantó al alba, como lo había hecho siempre en Suecia. Preparó su maquinita portátil y, sintiendo que todo su cuerpo temblaba, comenzó a escribir. Con la misma inseguridad y el terror a equivocarse en cada palabra, como lo había hecho cada mañana en ese medio siglo de vida sueca. Pero esta vez no escribía en su lengua adoptada, sino en griego. Sin dejar de temblar, cada vez más muerto de miedo, las palabras afluían, llenaban las páginas y él sentía una excitación extraordinaria, la misma que experimentó allá, al fondo de los tiempos, cuando escribió su primera historia sueca.
El libro que escribió en griego Theodor Kallifatides -el primero de su historia de escritor- se acaba de traducir al español por Selma Ancira (Galaxia Gutenberg) y se llama Otra vida por vivir. Me ha conmovido profundamente. Por la historia que cuenta y que acabo de resumir sucintamente, pero, también, por la naturalidad y la destreza con que la cuenta, como si se tratara de algo perfectamente natural, y no el cataclismo sicológico que debió de ser, para ese casi octogenario, redescubrir la lengua de su niñez, la lengua olvidada, sustituida por la del inmigrante, que, luego de aquel bloqueo traumático, redescubre el griego, y al mismo tiempo recupera una vocación que creía estar perdiendo. Es un muy bello libro, el de una verdadera muerte y resurrección espiritual, un milagro contado con la tranquila naturalidad con que se describe un hecho trivial y cotidiano.
Tal vez la tremenda impresión que he tenido leyéndolo se deba a que, a diferencia de Theodor Kallifatides, no hay en mi vida lo que en la suya, esa aldea, Molaoi, perdida en las entrañas del Peloponeso, donde todo empezó, el lugar en el que arrancan sus recuerdos. Yo no sé dónde empiezan los míos. No en Arequipa, desde luego, donde nací, porque mi madre y mis abuelos me sacaron de allí cuando tenía solo un año, antes de que comenzaran mis recuerdos. Estos fueron cochabambinos, pero en la gran casona de la calle Ladislao Cabrera, allá en Bolivia, todas las memorias de mi familia bíblica eran arequipeñas, y yo las heredé sin haberlas vivido. En Cochabamba aprendí a leer, lo mejor que me ha pasado, pero creo que sólo comencé a vivir de verdad en Piura, una ciudad que ya ha desaparecido bajo una modernidad que enterró esa pequeña ciudad rodeada de arenales, donde se llamaba “piajenos” a los burritos y “churres” a los niños, y donde aprendí que las cigüeñas no traían a los bebes de París. Fui a vivir a Lima a mis once años y tuvieron que pasar muchos años antes que dejara de detestar esa ciudad que me apartó de mis abuelos y mis tíos.
Siempre pensé que ser un ciudadano del mundo era lo mejor que podía ocurrirle a una persona y todavía lo sigo creyendo. Que las fronteras son la fuente de los peores prejuicios y que ellas enemistan a los pueblos y provocan las estúpidas guerras. Y que, por eso, hay que tratar de adelgazarlas poco a poco hasta desaparecerlas del todo. Está ocurriendo, sin duda, y esa es una de las buenas cosas de la globalización, aunque haya también algunas malas, como que ella aumenta hasta extremos vertiginosos la desigualdad económica entre las personas.
Pero es verdad que la lengua primera, aquella en que uno aprende a nombrar a la familia y las cosas de este mundo, es una verdadera patria, que, luego, con el tráfago de la vida moderna, a veces se va perdiendo, confundiendo con otras, y eso es probablemente la prueba más difícil a la que tienen que enfrentarse los inmigrantes, esa marea humana que crece cada día, a medida que se ensancha el abismo entre los países prósperos y los miserables, la de aprender a vivir en otra lengua, es decir, en otra manera de entender el mundo y expresar la experiencia, las creencias, las menudas y grandes circunstancias de la vida cotidiana.
Theodor Kallifatides cuenta todo esto como si fuera fácil, como si se alcanzara tal reconstrucción lingüística de la persona de una manera natural, y no significara algo dificilísimo de lograr, algo que está fuera del alcance de una enorme mayoría de inmigrantes, que jamás consiguen integrarse a su nuevo país como él lo logró. Pero, también cuenta cómo, aún en los casos más exitosos, como el suyo, pervive siempre, sepultado posiblemente en lo más hondo y secreto de la personalidad, aquella raíz, aquel punto de partida, hecho de paisaje, memoria, lengua, familia, que, de pronto, se vuelve exigencia perentoria, una nostalgia que reclama sus fueros. Yo recuerdo, en mi juventud miraflorina, a un viejecito polaco que era peletero y había sobrevivido a los campos de exterminio nazi. Decía detestar a Polonia, porque, según él, los polacos se habían cruzado de brazos cuando aquello ocurría, pero, siempre que conversábamos, volvía a Polonia, a su familia, al pueblecito donde pasó su infancia, a la ciudad donde su padre y su abuelo habían sido también peleteros. A veces se le aguaban los ojos recordando esa tierra que decía detestar.
Siempre que el nacionalismo no saque su horrible cabeza, no está mal que uno añore la lengua que perdió, los pueblos o barrios de los juegos infantiles, el colegio donde estudió y los ritos familiares entre los que creció. Ese es un sentimiento sano, cálido, necesario, y así lo muestra Otra vida por vivir, un libro sin pretensiones que es, sin embargo, profundamente optimista y humano, pues describe otra cara de la inmigración y presenta el amor a lo propio sin pizca de patrioterismo ni sensiblería.
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