Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
El presidente del Banco Central Europeo saliente, don Mario Draghi, quiere despedirse del cargo «a la japonesa», es decir, intentando abolir los tipos de interés, que mantendrá en cero, e imprimiendo dinero maniáticamente (a través de la compra de deuda gubernamental y privada).
Japón lleva treinta años con crecimiento mínimo o nulo y no ha logrado, con su política de gasto público y emisión monetaria masiva, lo que se proponía: aumentar la inflación y excitar los «espíritu animales» de la economía de los que hablaba Keynes, es decir, elevar la actividad económica para crecer. Dicho lo cual, no es que Japón se haya empobrecido en este tiempo, pero las razones de ello no tienen que ver con esas políticas. En cambio, ellas han impedido que Japón prospere muchísimo más.
Mario Draghi apostó por un fuerte intervencionismo monetario desde 2012. Han pasado siete años, suficientes para medir si lo que se proponía ha sucedido. Quería inflación, pero ella apenas superará el 1 por ciento este año. Quería estimular el crédito para aumentar la actividad productiva y que las economías crecieran, pero el ritmo de aumento del PIB es anémico, alrededor de 1 por ciento, en 2019.
La idea era que, estimulados por el intervencionismo del BCE, los bancos prestaran más a las empresas privadas y los hogares, pero en todos estos años eso no sucedió. Lo que sí ocurrió es un aumento explosivo del crédito a los gobiernos, que ya estaban endeudados hasta el cuello. La deuda mundial se ha duplicado en la última década, creciendo cinco veces más que la economía mundial. La contribución de Europa, y en particular de la deuda gubernamental europea, a ese dato desmesurado ha sido importantísima.
Los efectos de estas políticas resultan tan absurdos como que billones de euros de bonos estatales y bonos de empresas pagan hoy intereses negativos, poniendo de cabeza la noción de lo que es prestar dinero. En Europa, un tercio de los bonos de calidad (los que tienen grado de inversión) ofrecen rendimientos negativos. Hay en el mundo diecisiete billones (millones de millones) de deuda que ofrece intereses negativos (es decir, de deuda por la que uno, en lugar de recibir intereses, los paga). La mayor parte de ella está en Europa y Japón.
Todo esto supone varias cosas poco edificantes. Primero, que los gobiernos no han tenido que enflaquecer porque, gracias al Banco Central Europeo, seguir engordando era mucho más cómodo para ellos. Segundo, que se ha producido una masiva redistribución de riqueza desde quienes ahorran o reciben unas rentas (por ejemplo, los pensionistas) hacia los Estados y los especuladores financieros, que ganan dinero apostando a la continuidad de esa creación artificial de dinero. Tercero, que cuando venga la recesión que ya se insinúa, y que en Alemania parece cercana, el Banco Central carecerá de flechas en su carcaj, pues ya las habrá empleado todas. Y cuarto, que la compra de bonos ha inflado una burbuja cuyo estallido podría ser devastador. Cuando los bonos suben de precio sólo porque uno piensa que gracias al Banco Central inflacionista mañana valdrán más que hoy, quiere decir que detrás de su comportamiento en los mercados hay una especulación alocada.
Lo que había que hacer, tras la crisis de hace una década, era poner la casa en orden: la estatal y la privada. Algunos lo hicieron a medias, pero en general la Europa tomó la decisión de ahorrarse ese doloroso esfuerzo incurriendo en el intervencionismo fiscal y monetario, tantas veces fracasado en la historia. El canto de cisne de Draghi es la perseverancia de ese error.