Por Alberto Benegas Lynch (h)
Con algunos colegas comentábamos que resulta un tanto tedioso reiterar las críticas de algunas políticas. Aun en desacuerdo, medidas novedosas estimularían las neuronas pero la repetición cansa y desgasta sobre todo cuando los fracasos se han sucedido sin solución de continuidad. Ahora observamos con estupor que un candidato a la presidencia proclama “acuerdos de precios y salarios” como si fuera una panacea sin prestar atención a la historia que muestra fracasos estrepitosos que perjudican muy especialmente a los más necesitados debido a los desajustes colosales que inexorablemente se producen.
El caso que nos ocupa ha sido especialmente difundido a través del manifiesto de Verona por el fascismo italiano. Esta corriente de opinión estimaba que los precios pueden administrarse por capitostes de distintas corporaciones en lugar de atender valorizaciones cruzadas entre millones de arreglos contractuales.
Veamos el asunto por partes. El precio no es un número que pueda decidirse caprichosamente sino que es la expresión de lo que ocurre en el mercado. No solo limpia la oferta y la demanda sino que es la única señal que refleja las escaseces relativas y donde conviene invertir y donde desinvetir según los márgenes operativos.
A su vez el precio está íntimamente ligado a la propiedad privada puesto que pone de manifiesto el uso y la disposición de lo propio. Si se afecta la propiedad se deteriora la función del precio como guía de la producción y, en el extremo, si se decidiera abolir la propiedad no hay forma, por ejemplo, de saber si es mejor construir caminos con oro o con asfalto. Si alguien en esta situación opina que con oro es un derroche, es porque recordó los precios relativos antes de la abolición de marras. En otros términos donde no hay propiedad es imposible la economización y sin necesidad de esta política extrema, en la medida en que las intervenciones estatales o los denominados “acuerdos de precios y salarios” estará presente el desperdicio de los siempre escasos factores de producción con la consecuencia del empobrecimiento.
Si los precios se establecen fuera del proceso de mercado en un nivel inferior a los que hubieran sucedido libremente, habrá faltante artificial y si se establecieran a un nivel superior habrán sobrantes. En cualquier caso hay desperdicio de los referidos factores de producción, lo cual se traduce en menores salarios en términos reales puesto que éstos dependen exclusivamente de las tasas de capitalización que naturalmente se contraen debido al antes mencionado derroche.
Si se quiere contribuir a resolver los problemas que nos aquejan es indispensable eliminar funciones gubernamentales incompatibles con un sistema republicano puesto que el gasto público está a niveles elefantiásicos, lo cual hace que los impuestos resulten insoportables, la deuda estatal sea astronómica, el déficit total esté descontrolado y la inflación mensual sea equivalente a la anual en de un país civilizado. Y no decimos “podar” el gasto público puesto que, igual que con la jardinería, la poda hace que el crecimiento sea con mayor vigor. Tampoco analizamos el gasto del aparato estatal en relación al producto interno puesto que este guarismo no justifica crecimientos en el Leviatán.
En resumen, es de esperar que la próxima administración se percate que desde hace siete décadas los argentinos venimos soportando un estatismo galopante que multiplica la pobreza, a diferencia cuando estábamos a la vanguardia del mundo en salarios e ingresos en términos reales debido a la aplicación de las recetas liberales desde la Constitución alberdiana de 1853 hasta el golpe fascista del 30, notablemente agudizado a partir del golpe militar del 43 hasta la fecha.