Por Enrique Fernández García
La vanagloria y la curiosidad son los dos flagelos de nuestra alma: esta nos lleva a meter la nariz en todo, y aquella nos impide dejar nada sin resolver ni decidir.
Michel de Montaigne
Nunca me identifiqué con quienes se limitaron a explotar un campo del conocimiento. No ignoro que, trabajando así, con exclusivo ahínco, hicieron aportes de gran importancia para la humanidad. Está claro que, si ansiamos profundizar en un problema determinado, debemos dedicarle tiempo y, cuando resulta muy complejo, esto podría demandar años, incluso décadas, hasta ver cómo nuestro esfuerzo se corona con algún avance significativo. Sin embargo, me inclino por personas que sienten una curiosidad plural. Habiendo tantos aspectos de la realidad por conocer, concentrarnos en uno solo no parecería ser lo mejor. No aludo a la posibilidad de sobresalir en todo; es evidente que, por diferentes factores, solamente algunos alcanzarán un nivel extraordinario. Lo que subrayo es el acierto de alentar esas inquietudes diversas, pues cualquiera puede servir para descubrir vocaciones tan profundas cuanto desconocidas.
Uno de los bienes más preciados que tengo, mi biblioteca, evidencia esa convicción. Hay volúmenes que se relacionan con distintas áreas, aunque predominan las obras filosóficas, políticas, jurídicas, históricas, así como también de carácter narrativo. Si hablamos del pensamiento, mis libros reflejan la disconformidad con los catecismos ideológicos. Pasa que, si bien amparo el liberalismo y la Ilustración, entre otras causas, cuento con numerosos títulos que los critican. Me arriesgaría a señalar que casi la mitad de mis títulos contienen reflexiones antitéticas, aun cuando algunos invitan al tedio. En este sentido, nada más razonable que, al escribir, dar clases o disertar en un acto cualquiera, mis ideas se refieran igualmente a lo planteado por autores del bando contrario. No tengo ningún reparo, por ejemplo, en confesar que, para Navidad, me regalé el voluminoso Capital e ideología, de Thomas Piketty. Es probable que, cuando termine de leer sus 1.247 páginas, no me convenza; con todo, su lectura me habrá enriquecido, quizá renovando las razones de mi postura.
Lo que sucede con este tipo de bibliotecas, sin duda, podría ocurrir cuando pensamos en la representación ciudadana. A mí no me complace, desde ninguna perspectiva, que diputados y senadores tengan las mismas opiniones. Si su función es parlamentar, vale decir, hablar con alguna finalidad seria, procurando resolver nuestros problemas del mejor modo posible, nada más óptimo que contar con diversos enfoques al respecto. Podemos estar seguros de haber hallado la respuesta definitiva, el camino gracias al cual las dificultades serían liquidadas; empero, una mirada crítica podría sernos útil para perfeccionar lo creído hasta entonces. Esto no significa que toda tontería de quienes conforman un partido opositor u oficialista deba ser reivindicada como una genialidad. La diversidad de opiniones merece nuestra defensa, mas no todas tienen el mismo valor.
No se descubre nada nuevo al sostener que un pluralismo de esta índole puede resultar molesto. Lo grato es reunirse con individuos que tienen idénticas o similares creencias. La felicidad, si cabe, llegaría sin contratiempos cuando nos topamos con gente que se siente a gusto al contemplar el mismo color. Para muchos sujetos, el mayor debate tiene que ver con la tonalidad, los matices, las variaciones un poco difíciles de percibir. Pese a estas bondades, vale la pena insistir en que, desde libros hasta parlamentarios, nuestra realidad esté marcada por su cualidad plural. Lo fundamental es que dejemos abierta la posibilidad del tono disidente.
El autor es escritor, filósofo y abogado.