Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
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Bernardo Ferrero me hizo un magnífico regalo de Navidad. Me regaló el último libro del sacerdote italiano Beniamino di Martino (Stato di diritto. Divisione dei poteri. Diritti dell'uomo, Leonardo Facco editore, Firenze, 2019) en el que se tratan desde un punto de vista católico diversas cuestiones referidas al poder estatal y al proceso de creación del derecho que concuerdan perfectamente con un programa anarcocapitalista. Dado que existe cierta polémica sobre la posible incompatibilidad entre religión (específicamente la católica) y anarcocapitalismo, y dado que también que muchos anarcocapitalistas profesamos esta religión, me gustaría comentar algunos aspectos en relación a este libro.
En primer lugar, cabe matizar que no hay nada en los dogmas de la Iglesia católica que se oponga a la idea de una sociedad sin Estado. La Iglesia católica es indiferente a la forma política y no se pronuncia desde el dogma sobre cuál es la forma correcta de organizar una sociedad. Es cierto que las encíclicas y otros documentos doctrinales muestran su preferencia por unas formas sobre otras, pero al no ser dogma de fe seguirlas pueden legítimamente ser discutidas por sus miembros. La Iglesia ha convivido a lo largo del tiempo con todo tipo de formas políticas, desde el imperio, pasando por los señoríos feudales hasta el moderno Estado-nación. También ha predicado en ocasiones la fe a pueblos sin Estado, por lo que no vemos el problema de su adecuación a una sociedad anarquista. También ha convivido con prácticamente todas las formas de organización posibles desde la antigüedad hasta hoy, y si bien ha preferido tradicionalmente formas corporativas, con sus gremios y gildas, nada impide teóricamente su presencia en sociedades comunistas o capitalistas (otra cosa es la reacción de los poderes políticos a su presencia, habitualmente más hostil en los regímenes comunistas, aunque no siempre). Por lo tanto, nada hay opuesto a que los católicos vivan en un régimen de propiedad privada y dirigido económicamente por instituciones capitalistas.
En segundo lugar, si bien existe una doctrina social de la Iglesia, esta ha variado a lo largo del tiempo y ha sido y es discutida por los teólogos. Desde la izquierda, desde san Juan Crisóstomo a la teología de la liberación, se han propuesto soluciones económicas de corte socialista mientras que desde la derecha (si podemos usar estos términos aquí) se han propuesto soluciones favorables a la propiedad y al libre mercado. Este Instituto, por ejemplo, lleva el nombre de un famoso teólogo católico al igual que el Xoan de Lugo lleva el nombre de un cardenal católico. El libro que comentamos está escrito por un sacerdote, que no es el único en esta postura, pues Robert Sirico o Martin Rhonheimer defienden posturas similares, al igual que numerosos economistas seglares. Y aunque no lo hiciesen, la doctrina social no es dogma de fe y, por tanto, constituye una orientación, de peso, claro está, pero solo una orientación. No se puede negar que la doctrina social “oficial” ha influido mucho en las orientaciones de muchos creyentes ni que ha influido sustancialmente en la formación de políticas económicas en muchas etapas de la historia, pero no se puede tampoco negar que esta ha sido debatida también en muchas ocasiones por muchos teólogos y creyentes.
Una vez hechas estas advertencias, podemos proceder a comentar el libro del padre Martino y cómo nada en sus razonamientos contradice la postura anarcocapitalista (si bien el autor nunca se reclama dentro de esta escuela de pensamiento, sí que realiza a lo largo del libro numerosos guiños a este ideario, comenzando por la cita de Rothbard con la que abre el libro). Este consiste en una serie de críticas a varios de los mitos conformadores del moderno Estado democrático-liberal, y no a la forma estatal en general o la legitimidad del poder político desde un punto de vista católico, y es una pena que no entre. Se centra más bien en analizar y cuestionar los principios de la representación política, la división de poderes y la moderna doctrina de los derechos humanos, que como se sabe constituyen los cimientos del actual Estado democrático de derecho y que lo dotan de una enorme legitimidad de ejercicio. Comencemos por el primer caso, tan de actualidad en el debate político actual en España. El concepto de representación tal como se entendía tradicionalmente se refería a la prestación de alguna acción o servicio por una persona que opera en nombre de otra o representándola, tal como un representante de comercio, un procurador judicial o alguno de los contrayentes en una boda por poderes. Este concepto estaba presente en las Cortes del Antiguo Régimen que estaban compuestas por procuradores que simplemente transmitían en tal institución el mandato de sus electores sin posibilidad de cambio. En el caso hipotético de que quebrasen el sagrado principio del mandato imperativo se exponían a duras represalias, incluso a ser colgados de un árbol, como le ocurrió a algún procurador castellano que, traicionando la disposición de sus electores, votó a favor de la subida de impuestos que Carlos V precisaba para comprar el título de emperador.
Pero, en buena parte por culpa de Burke en su célebre “Discurso a los electores de Bristol”, el concepto de representación cambió de tal forma que ahora cualquier persona por el mero hecho de ser elegida se transubstancia en representante de la nación en su conjunto y no debe rendir cuentas de sus actos tras la elección, pudiendo trastocar por completo las propuestas por las que fue elegido sin ningún tiempo. Este cambio fue acogido con entusiasmo por los liberales de todo el mundo, también por los hispanos, quienes en sus constituciones recogieron rápidamente tal principio, que tan negativas consecuencias tuvo al facilitar primero la creación del concepto moderno de Estado y luego en su lenta pero constante expansión. Las consecuencias son fácilmente visibles hoy en día en todo el mundo. Los políticos pueden prometer cualquier cosa en campaña y luego incumplir sin ningún tipo de consecuencias, más allá del propio prestigio personal del político en cuestión. Cualquier contrato de representación, por ejemplo, incluye el derecho de revocación del mandato, algo que bajo ningún concepto se considera en el actual modelo. También implica la obligación de rendir cuenta de las gestiones, algo tampoco contemplado. En los tiempos coloniales se hacía un juicio de residencia al virrey o cargo después de su gestión, ahora ni eso, aunque fuese de forma simbólica. Sin ir más lejos no hace ni dos meses que el actual presidente del Gobierno español prometió no pactar nunca con el partido Podemos ni con los independentistas catalanes y luego al verse con opciones de ser elegido presidente faltó a su promesa. Yo, a diferencia de muchos comentaristas críticos con el nuevo Gobierno, veo mucho peor el incumplimiento de la palabra que el propio pacto, que en una democracia parlamentaria de las características de la nuestra es algo perfectamente legítimo. ¡Será porque aún considero de algún valor la palabra dada y el honor de quien la expresa! Pero eso son valores antiguos y desprestigiados hoy en día, en buena medida por la extensión de este principio, que de aplicarse harían en buena medida innecesarios escritos como este.
Otro aspecto interesante de la representación clásica (véase, por ejemplo, en la línea del padre DiMartino el libro de Galvao de Sousa, La representación política) es el de la limitación no solo del mandato sino del alcance del mismo, esto es, el representante cuenta con cierta autonomía, pero no puede superar un presupuesto o realizar acciones no relacionadas con el mandato, pues podrían ser nulos jurídicamente dichos actos. En la representación moderna el representante no tiene límites claros y puede realizar una agenda de gobierno saltándose los mandatos sin que puedan declararse nulos.
Otra cuestión que puede ser discutida es quiénes son realmente los representantes en un Estado moderno. Presuntamente lo son los parlamentarios electos como representantes de la nación, así lo dice la doctrina de la representación, pero de hecho vemos que a todos los efectos lo son quienes ejercen efectivamente el poder, sea este ejercido de forma legítima o ilegítima. Quien realmente firma compromisos, establece tratados, elabora presupuestos o incluso decreta leyes es el poder ejecutivo, y dependerá de la fuerza real que tenga el legislativo o el judicial para poder oponerse. Y hoy en día, en el llamado Estado de derecho, quien tiene todas las ventajas es el Gobierno, que es quien controla las fuerzas armadas y la policía o los cuerpos parapoliciales, como puede verse en el caso de Venezuela. Sin llegar tan lejos, Gobiernos en funciones o sin base parlamentaria (simplemente porque los contrarios no se ponen de acuerdo) pueden perfectamente ejercer como representantes de hecho de la supuesta voluntad popular. Porque son las decisiones de estos (muy difícilmente reversibles) las que verdaderamente comprometen al pueblo, por ejemplo, al emitir deuda pública. Recordemos que, por ejemplo, después de la muerte de Franco, el nuevo Estado democrático tuvo que hacerse cargo de la deuda, los compromisos internacionales o los derechos de pago derivados del sistema de seguridad social, con independencia de que fuese o no legítimo el viejo régimen. El mito de la representación es un hermoso relato, pero creo, con Di Martino, que no se da en la realidad, pues se trata de una de las elaboradas ficciones que han creado los gobernantes a lo largo del tiempo para justificar su poder.
Se podría afirmar que dicho poder está limitado por las leyes o por la Constitución, pero eso es otro mito que se critica muy bien en el libro y que abordaremos en el siguiente artículo.