Por Gina Montaner
Si algo está comprobado es lo difícil que resulta desembarazarse de un gobierno despótico. Es el caso de Venezuela, donde Hugo Chávez triunfó en las urnas hace dos décadas y poco después impuso un modelo autoritario copiado de la revolución cubana.
Precisamente otro caso es el de Cuba, donde en 1959 Fidel Castro estableció una dictadura sin celebrar elecciones. Él y sus hombres se limitaron a bajar de la Sierra Maestra en medio de un clamor popular que en aquel momento pasó por alto las alarmantes señales que emanaban de un tipo con vocación de caudillo.
Tiempo después, Chávez en Venezuela seguiría los pasos de su mentor cubano, dejando atado, y bien, antes de morir el continuismo de su revolución bolivariana de la mano de Nicolás Maduro. Para la oposición democrática venezolana todos estos años han sido una auténtica batalla cuesta arriba para recuperar el hilo constitucional en un país desbaratado por el chavismo.
Ahora, cuando se cumple un año de la juramentación de Juan Guaidó como presidente interino, su gestión para impulsar la transición oscila entre tímidos avances y otros momentos en los que parece que la historia se lo llevará por delante.
No obstante, a pesar de las adversidades que enfrenta ante un gobierno que no duda en sobornar a algunos opositores como parte de su estrategia para debilitar la resistencia, Guaidó hace lo que puede para mantener vigente la movilización.
En los últimos días el líder opositor ha viajado al extranjero como parte de una gira que busca revitalizar alianzas. Hace un año, cuando fue electo por primera vez presidente de la Asamblea Nacional, al menos 50 países le brindaron su respaldo. Hoy el panorama es otro, pues la fuerza con que irrumpió el joven dirigente de Voluntad Popular ha disminuido al no materializarse ese cambio que parecía posible cuando Washington, su más contundente aliado, aseguraba sin titubeos que al régimen de Maduro le quedaban días.
En su gira Guaidó se ha reunido con jefes de Estado de todo el mundo en la Cumbre de Davos. En Francia lo recibió el presidente Macron y, luego tuvo un encuentro en Madrid con la diáspora venezolana.
A pesar de la cantidad de venezolanos que ha emigrado o se han exiliado en España, no estuvo en los planes del presidente Pedro Sánchez recibir a Guaidó, encomendándole a la ministra de Asuntos Exteriores que lo recibiera. Es una lástima que así sea, pues habría sido un gesto significativo hacia los esfuerzos de una oposición que tiene a miembros encarcelados, asilados en embajadas (Leopoldo López permanece en la sede española) o desterrados. Cualquier gobierno democrático debería tener presente la solidaridad con víctimas de una dictadura. Y si alguien sabe mucho de ello son los españoles, que vivieron 40 años bajo la mano férrea del franquismo.
Es evidente que ya no son los tiempos de socialistas como el ex presidente Felipe González, que no dudaba en reunirse con opositores cubanos en el exilio y que en los últimos años ha sido un firme defensor de la oposición venezolana. Sánchez parece seguir la estela del también ex presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, quien ha llegado a asesorar al entorno de Maduro.
Por si fuera poco, el vicepresidente de Sánchez, Pablo Iglesias, contribuye al desaire al presidente encargado. Iglesias, líder del partido radical de izquierdas Unidas Podemos, minimiza la relevancia de Guaidó. Algo que no es de extrañar, ya que en el pasado defendió con ardor el chavismo. En medio de este ambiente enrarecido, ha trascendido que el ministro de Fomento, José Luis Ábalos, tuvo un encuentro “fortuito” en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, con la vicepresidenta venezolana Delcy Rodríguez. Desde luego, un trato deferente con una dirigente chavista sobre la que pesan sanciones de la Unión Europea.
Los líderes democráticos alcanzan estatura cuando, dejando a un lado intereses geopolíticos, les tienden la mano a quienes luchan en desventaja por la libertad. Václav Havel, que conoció y padeció la injusticia bajo el comunismo, no olvidó tan valiosa lección cuando fue presidente de la antigua Checoslovaquia. De él podrían aprender Pedro Sánchez y otros tantos políticos.
©FIRMAS PRESS