Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
Me suelen preguntar por qué Trump sería hoy reelecto. Como si vivir en Washington me diera luces. En política no hay que dar batallas que no se pueden ganar, y menos allí donde el adversario se crece. La investigación del fiscal especial Robert Mueller por la «trama rusa» y, ahora, el juicio político por la presión a Ucrania para ajustar cuentas con rivales demócratas fueron un faux pas. Como los casos eran éticos antes que penales, la refriega sólo podía ser política. ¿Pretendían los demócratas desgastar a Trump? Trump, como todo populista, desgasta al rival más de lo que se desgasta él. No porque el poder desgasta sobre todo cuando no se tiene, como decía Andreotti, sino porque la esencia populista es la lucha contra la élite en nombre del pueblo, y en Estados Unidos «élite» significa partidos políticos, Hollywood, academia y gran prensa, a diferencia de otros países, donde significa sobre todo gran empresa (por ello muchos americanos que navegan entre el centro y la izquierda depositan en el multimillonario Bloomberg la única esperanza contra Trump).
Hay más. No me refiero a la economía, que ha crecido entre 2 y 3 por ciento según el año (razonable para Estados Unidos), al pleno empleo, a la sobreexcitada Bolsa (la clase media posee acciones) o a que las formas chulescas para dirimir asuntos comerciales con México, Alemania y China, o presupuestarios con la OTAN, le han dado réditos porque no hay país que no acabe plegándose parcialmente a sus exigencias (incluida China). No, me refiero a que Trump encarna el zeitgeist populista al extremo que un Partido Republicano que le hacía ascos ahora le tiene fervor. Mantiene entre 85 y 90 por ciento de apoyo entre los republicanos, incluyendo el decisivo Medio Oeste y la importante Florida; la organización que alguna vez fue de Nelson Rockefeller, Reagan o la dinastía Bush hoy es una prótesis de Trump. En un país donde votan los más motivados, la base del partido cuenta mucho.
Trump mantiene un 40 por ciento del voto independiente porque el votante blanco de pocos recursos y escasa educación, antiguo bastión demócrata junto a los afroamericanos y los hispanos, sigue más apegado al antielitismo nacionalista del mandatario que al discurso socialista de varios precandidatos demócratas o al lenguaje moderado de gentes como Joe Biden, al que perjudica su pedigrí de político tradicional, o Pete Buttigieg, al que asocian con la consultoría internacional. Sólo Bernie Sanders, populista de izquierda, podría disputarle a Trump el voto blanco de los de abajo, pero el partido rival se alejaría del centro. Y, aunque no lo crean, en los sondeos Trump no aparece como un «extremista», sino situado a mitad de camino entre el americano «promedio» (nunca he entendido lo de «promedio») y el conservador extremista (que íntimamente no es).
Trump tiene menos de la mitad del voto popular, pero le basta un 48 por ciento, debido al sistema electoral indirecto, para ganar. Los demócratas necesitan superarlo por 3 puntos porcentuales y aún no están allí.