Por Carlos Mira
En las pocas horas que han transcurrido desde la última columna hasta ahora han ocurrido tantas cosas que uno no sabe bien por dónde empezar la de hoy.
El presidente ha llamado “miserables” a un conjunto de conciudadanos que, compelidos por el cierre de plantas, la completa paralización de las actividades, el derrumbe de la cadena de pagos y el hundimiento de todas las operaciones comerciales, han tomado medidas con los empleados.
Al mismo tiempo, ha declarado que no le parecía justo que los sueldos de los funcionarios, legisladores y otros miembros del gobierno (empezando por él) deban ajustar sus ingresos para solidarizarse con la situación que estamos viviendo todos.
Aquí surge una primera duda sobre quién es el miserable. Ya antes el presidente, tirando un nuevo balde de nafta al odio social y a la lucha de clases, había llamado “canallas” a otro conjunto de conciudadanos que solo actúan conforme a la ley de la oferta y la demanda y a los más elementales principios de la producción de bienes y servicios.
El presidente es obvio que ha adscripto a una táctica demagógica que tiene por objetivo lograr que las personas crean que el Estado las protege cuando en realidad el Estado (es decir el poder público encarnado por el presidente y el gobierno) dispone transferencias de recursos de aquí y de allá con el dinero ajeno., con el dinero nuestro.
Ninguno de los fondos que el presidente dice repartir ha sido generado por él. Al contrario: han sido generados a pesar de él y de sus políticas. Pero, claro, quienes los generaron encima se tienen que bancar que se los trate de miserables y canallas.
Me siento mucho más identificado con esos miserables y con esos canallas que con el presidente. ¿Saben por qué? Porque a ellos y a mí se nos aplica la misma ley, mientras que al presidente y a la caterva de funcionarios que lo rodean -empezando por su impresentable vicepresidente- no se le aplican ese conjunto de normas: ellos están por encima de ellas, como sincericidamente lo confesó hace unos meses el senador kirchnerista Carlos Caserio.
Ahora Fernández lo ha confirmado: frente a una pregunta de Viviana Canosa, confesó que considera injusto que él y otros políticos deban bajarse los ingresos, aunque más no sea de manera simbólica para generar una empatía con la gente que no tiene un mísero ingreso.
¿Cuál es la “Justicia Social” detrás de la idea de que un funcionario cobre el 100% de su ingreso sin trabajar y un autónomo tenga que pagar el 100% de sus impuestos sin facturar?
¿Dónde está la nacional, solidaria y popular Cristina Fernández donando su ingreso para los necesitados?, ¿dónde está la mayor empresaria hotelera del país poniendo a disposición sus habitaciones (siempre) vacías para que los enfermos puedan estar aislados?
Esta tragedia -y su amateurístico desmanejo- es también el fruto del populismo. Todos los expertos sanitarios señalan, a partir del ejemplo exitoso de Corea, que la clave técnica del triunfo contra el virus está en el testeo. Cuantos más testeos se hagan más probabilidades hay de detener el contagio.
El país es uno de los peores rankeados en el mundo en ese rubro. Brasil ha recibido kits de prueba y se prepara para llevar adelante 23 millones de pruebas. Se calcula que, con toda la furia, Argentina puede llegar a 31000.
Ayer falleció en Tucumán un hombre de 50 años que no figuraba en la lista de infectados. Al no estar testeado no estaba aislado, de modo que contagió a toda su familia y a su círculo cercano.
¿Qué escenario se puede tener, con este panorama, en el conurbano, en donde viven hacinadas más de 12 millones de personas?
Ese es el producto peronista, populista y demagógico por excelencia. Es su principal creación. Esa gente vive entre la espada y la pared; en donde la espada es el hambre que mata por inactividad económica y la espada es el virus que mata por el eventual colapso del sistema sanitario.
Y esa es la gran creación peronista: un conjunto de gente pobre, sin recursos, sin higiene, sin servicios, sin cloacas, sin agua potable. Una creación hecha a la medida de sus necesidades políticas, generando zombies que constituyeran un voto fácil de cazar.
Ahora esas personas están siendo víctimas de una encerrona de muerte, amenazadas por la enfermedad y por el desabastecimiento.
El gobierno ha impuesto regulaciones ridículas para hacerse el macho alfa en los retenes de las grandes ciudades. Lo que ha conseguido es que las camionetas cargadas de verduras, frutas, legumbres y hortalizas, por ejemplo, se vuelvan a sus casas, sin abastecer a los mercados.
El reglamentarismo creyó que era la oportunidad para andar exigiéndole a la gente mil papeletas inservibles. Encima con la amenaza de decomisar los vehículos. El resultado fue la estratosférica alza de los precios de esos bienes. Pero no porque los que los comercializan sean miserables o canallas sino porque el populismo no entiende un carajo acerca de cómo son las reacciones más espontáneas de la naturaleza humana.
Lo peor de esta pandemia en el particular caso argentino no es el virus. O, para decir mejor, el coronavirus. Lo peor es otro virus que nos afecta desde hace 70 años: el virus del fascismo socialista, peronista y demagógico que ha destruido el sentido común argentino y ha construido una banda de corrupto que hacen cierto aquel refrán que dice que el gran drama de la Argentina es que la eventual solución está en manos de quienes son el origen del problema.