Por Ricardo Manuel Rojas
Desde hace algunos días el mundo se puso de cabeza. Tras una cierta inactividad inicial, el incremento en la cantidad de infectados y muertos por el coronavirus desató una escalada de medidas en varios países del mundo.
Los gobiernos han tomado, en cuestión de horas, decisiones que en condiciones normales serían resistidas enérgicamente o ni siquiera imaginadas, tales como cuarentenas preventivas obligatorias, el cierre de fronteras, la suspensión del transporte, la prohibición de todo tipo de espectáculos o reuniones públicas, el cese de la concurrencia al trabajo. En algunos países se han declarado verdaderos estados de sitio, situaciones de excepción con toques de queda o “cuarentenas sociales”.
No es mi intención cuestionar la gravedad de esta epidemia de un virus del cual se desconocen muchas cosas aún. No tengo la capacidad para hacer eso y veo que incluso los especialistas en infecciones y virus en el mundo tampoco se ponen de acuerdo sobre su verdadera gravedad. Si uno simplemente hace el cálculo de los casos de infectados con otros virus, como la gripe común, y la cantidad de muertos que ella produce, pareciera que no hay mucho de qué preocuparse. Lo mismo si hace el cálculo de la cantidad de muertos con relación a los infectados. Pero tratándose de un virus, y de uno no muy conocido aún, esas proyecciones pueden ser engañosas, pues un virus podría expandirse en progresión geométrica y es bueno evitar que ello ocurra.
Por supuesto, los políticos que toman estas decisiones saben casi lo mismo que yo sobre el tema, y como sucede habitualmente, cuando recurren a expertos para asesorarse, suelen buscar aquellos que están de acuerdo con lo que previamente ya tienen en mente y les brinden argumentos científicos para hacer lo que ya han decidido (como hacen diariamente con los economistas). Sin embargo, ellos tienen el poder de tomar medidas y hacerlas obligatorias; y por otro lado existe una propensión en la gente a pensar que el gobierno “debe hacer algo” para producir ciertos efectos. La idea de que el orden y la solución a los problemas muchas veces se logra no haciendo nada, aun cuando es cierta, parece contraintuitiva.
Desde las acciones individuales, hay muchas cosas que pueden hacerse para evitar contagiarse y contagiar a otros. Desde evitar contactos innecesarios con personas o lugares muy transitados, lavarse seguido las manos, limpiar con alcohol en gel los productos que manipula habitualmente (teléfonos, llaves, portadocumentos), usar la mano no hábil para tener contacto con objetos externos como puertas o vasos en los bares, vacunarse contra la gripe, comer saludablemente y sobre todo, ir al médico apenas tenga algún síntoma como fiebre o congestión. Estas medidas serán tomadas por cada uno en mayor o menor medida, según el nivel de aversión al riesgo. El problema, tratándose de virus, es que le están transfiriendo a terceros las consecuencias de su nivel de cuidado.
Por ello el tema remite al problema de los bienes públicos. Allí donde no existen derechos de exclusión ni decisiones tomadas en virtud de derechos de propiedad bien definidos, alguien tiene que fijar las reglas, y hasta que se establezca un sistema más eficiente, eso hoy por hoy lo hace el gobierno.
En el caso de decisiones personales basadas en el ejercicio de derechos de propiedad, cada persona puede evaluar la entidad del perjuicio que quiere evitar, la probabilidad de que ese perjuicio se concrete, los costos de las medidas que pueda tomar y la eficacia de esas medidas para impedir el hecho dañoso o minimizar sus consecuencias. Por ejemplo, si quiero disminuir el riesgo de un incendio en mi casa, puedo adoptar varias medidas, como tener en orden el sistema eléctrico, con buenas instalaciones y disyuntores, evitar almacenar productos inflamables, etc. También puedo considerar que es prudente tener un matafuegos en la sala de mi casa. Tal vez si mi aversión al riesgo es grande, puedo pensar que un matafuegos no es suficiente, y entonces agregaré otro en el dormitorio y un tercero en la cocina. Pero si luego sigo agregando matafuegos, hasta tener cincuenta dentro de mi casa, estaré incrementando innecesariamente mis costos con relación a la mayor eficiencia de mis medidas (el matafuegos número 50 será un gasto completamente inútil).
Pero estas son elecciones personales que cada uno toma teniendo en cuenta su propia escala de valores, se hace cargo de ellas y las paga con su propio dinero (es lo que puede decirse, por ejemplo, de quienes en estos días emplean sus recursos para acaparar papel higiénico). Las decisiones del gobierno, en cambio, tienen muchos problemas adicionales: 1) son tomadas en forma monopólica y obligatoria por personas que tienen escaso conocimiento sobre el problema en general y la situación de las personas afectadas en particular; 2) son tomadas por personas cuyo esquema de incentivos es muy distinto del de los destinatarios de la norma.
En efecto, desde la escuela del public choice se ha estudiado bastante bien esta cuestión. Cuando el político toma una decisión, lo hace para evitar responsabilidades futuras propias, para tratar de alcanzar resultados satisfactorios rápidos que pueda exhibir a los votantes, y para trasladar los costos –que él nunca pagará de su bolsillo-, en lo posible hacia el gobierno siguiente. En definitiva, no le importará gastar más dinero de los contribuyentes o dejarlos en una situación de empobrecimiento en los próximos años, con tal de que no se le pueda imputar negligencia o mal gobierno en el presente.
Palabras tales como pandemia, epidemia, virus, contagio, provocan terror en la gente; y el terror obnubila inmediatamente la razón, al punto de que todos estén espantados exigiéndole a su gobierno que haga algo para terminar rápido con el problema (aun cuando nadie sepa exactamente cuál es su magnitud, ni qué se debería hacer).
Entonces, lo que en general hacen los gobiernos es usar su poder -que con esa excusa se vuelve absoluto- para tomar todo tipo de medidas restrictivas y coactivas sin medir los costos. Lo hacen sabiendo que, si mañana la epidemia escala y se vuelve grave, ellos dirán que era inevitable, que hicieron todo lo que se podía hacer y que nadie les podrá recriminar nada, y si finalmente el virus remite y el peligro de epidemia se esfuma, dirán que fue gracias a las medidas que tomaron. Los costos futuros de todo esto serán minimizados, y en todo caso, serán un problema para el próximo gobierno.
Por eso es posible ver que en provincias donde ni siquiera se ha registrado un caso conocido de infectado por coronavirus, pasan camionetas del gobierno con altavoces diciéndole a la gente que se encierre en sus casas. En esas mismas provincias, desde hace años crece el número de infectados y muertos por el dengue, pero eso no parece ser problema hoy, el asunto político es el coronavirus.
El problema de las decisiones políticas absolutistas resulta particularmente relevante tratándose de Argentina. El país estaba al borde del abismo económico justo antes de que se comenzara a hablar del coronavirus. Las medidas adoptadas por el gobierno implican dar un paso adelante –independientemente de su eficacia o ineficacia para atenuar el problema médico-.
El aislamiento, las restricciones al contacto, el cierre de fronteras, la suspensión de reuniones, unido a los ya conocidos e inútiles controles de precios y regulaciones, están llevando a la quiebra a miles de pequeños comerciantes, empresarios, trabajadores independientes, profesionales. La prohibición de concurrir a trabajar no obstante cobrar su sueldo, disminuyendo notoriamente la producción de las empresas, también afectará a los grandes grupos productivos. Para paliar estos efectos catastróficos ya se está hablando de pagarle subsidios a los grupos de menores ingresos (algo que ya se ha demostrado que sólo sirve para crear más pobres). Y todo eso no saldrá, como debería, de una fuerte disminución en los impuestos y consecuentes recortes de gastos del gobierno nacional y los gobiernos provinciales. Todo esto se pagará con más impuestos, emisión monetaria y endeudamiento.
Realmente el peligro de una pandemia es algo de cuidado. Es difícil saber cual es la verdadera probabilidad de que ello ocurra y la magnitud de sus consecuencias, cuando la información es canalizada a través de los políticos, que usan a la verdad o la mentira como herramientas de gobierno. Pero frente a ese peligro, no hay que desconocer un enorme problema económico que se está creando deliberada e indefectiblemente para el día después.
No quiero decir con esto que el gobierno no deba hacer nada. Lo que quiero decir es que cada cosa que el gobierno hace tiene consecuencias desde muchos aspectos, y no es bueno enceguecerse fijando la mirada en un microbio, sin tener en cuenta todo lo demás.