Por Joaquín Fermandois
Se demanda con furia real o fingida poner las necesidades de los habitantes por sobre las de la gélida economía. Es de aquellas disyuntivas que por necias debieran figurar en un manual acerca de qué evitar. Como si la vida concreta para todos nosotros no fuera sino un constante ir dando a cada necesidad un lugar, a veces en equilibrio con otra, otras veces entregando prioridad a una, pero otorgándole un cercano segundo lugar a otra.
El escenario nos recuerda que una crisis concentra las energías en un foco, como en un terremoto, que por unos días hace que todo lo demás pase a segundo plano. Muy pronto la misma supervivencia del país nos obliga a mantener equiparadas una serie de finalidades y, de poder, distinguir en orden de importancia las primarias y las secundarias. Incluso en las guerras mundiales los países más movilizados —y civilizados— no descuidaron las tareas de largo plazo, como la ciencia y la educación; a pesar de la escasez de medios también en la infraestructura; tampoco olvidaron el debate abierto.
Pacificada (o suspendida) de manera abrupta la crisis política ante la conciencia de la población de la gravedad de la amenaza global, emergió ante la peste la tentación de mutar la primera en alud de demandas, en las que, en al menos algunos actores, se ve el empeño por arruinar (más todavía) al país, desfondando los recursos del Estado o fomentando ira contra el desempeño de las autoridades. De lo sucedido, hasta el momento al menos y comparando con el mundo, nada indica que estas hayan sido negligentes. La guerrilla comunicacional, en parte parlamentaria y de algunos ediles, trasluce nostalgia por la pérdida de protagonismo del intento (repitamos, suspendido) de autodemolición del país. Me recuerda 1960, cuando, tras el terremoto de Valdivia, se dejó caer una avalancha de críticas a la frenética actividad realizada por el Presidente Jorge Alessandri ante la crisis del Riñihue; allí se le otorgaron plenos poderes al ingeniero Raúl Sáez, quien llevó a cabo, en un esfuerzo extraordinario, con recursos siempre limitados, una labor eficaz, de ímprobo resultado.
Como cualquier nación del mundo en estos días oscuros, el Gobierno debe lidiar con asumir la paralización de las actividades de gran parte del país y la grave crisis económica que le seguirá; y además asegurar que siga adelante una parte mínima —nada de pequeña— de su funcionamiento. Si no fuera así, el mismo combate contra la pandemia se verá desmedrado. ¿Cómo lo hace? No hay recetas. Solo que se debe tener una finalidad estratégica, y que esta debe saber que no hay una meta exclusiva, sino que varias de ellas, que tienen que disponerse una detrás de otra, como objetivo mínimo de corto, mediano y largo plazo.
Ningún país sobre la faz de la tierra estará jamás preparado ante la irrupción de una peste antes desconocida. Si lo hiciese, sería siempre una fantasía que agotaría los recursos de la nación; solo una sociedad demente podría emprender este tipo de “previsiones”. Todo depende de los recursos, la complejidad que se haya aprendido social e institucionalmente (educación, estado de la salud, presteza de las instituciones), y de la calidad del liderato político, sobre todo en nuestro mundo actual, donde comienza a brillar por su ausencia la cooperación internacional que se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial liderada por Occidente. Démosle la oportunidad al gobierno actual, que, hasta donde uno lo puede auscultar, ha tomado las medidas apropiadas.
Una vez traspasado el punto cero de la pandemia, nos prepararemos para la siguiente crisis, la sequía, ignorada por tantos años. Que se anunció, se anunció.