Por Enrique Fernández García
Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón.
Thomas Hobbes
Nos hemos acostumbrado a escuchar sentidos discursos en favor de la libertad. Las páginas escritas al respecto se cuentan por montones, aunque no siempre nos obsequien una buena calidad. Para Cervantes, por ejemplo, es uno de los dones más preciosos que recibió el hombre, debiendo ofrecer hasta la propia vida en su defensa. Según esta lógica, pasar al cautiverio sería el equivalente a morir. A lo largo de la historia, rebeldes y revolucionarios procuraron ser sus portaestandartes. Sin embargo, el comportamiento de varios sujetos, demasiados individuos, hace dudar del valor que, en realidad, le concederíamos. Porque puede haber gran distancia entre teoría y práctica, pues, en muchos casos, las palabras no concuerdan con los hechos. Peor todavía, podríamos estar ante un panorama en el cual, buscando bienestar, lo primero que se sacrifique sea dicha facultad.
Es innegable que, cuando nos encontramos en condiciones extremas, como prisioneros de guerra o detenidos políticos, el aprecio por la libertad puede resultar tan profundo cuanto auténtico. No tenemos por qué dudar de lo que una persona como Solzhenitsyn, célebre víctima del gulag, haya manifestado sobre tal cuestión. Su testimonio es el de alguien que, por mandato del régimen comunista, fue reducido prácticamente a cosa, sufriendo debido al pensar distinto. En estos casos, al cautiverio, ya de por sí negativo, se suma la injusticia. No es lo mismo ser enviado a la cárcel por una estafa, entre otros crímenes, que tener ese mismo destino como consecuencia de adoptar posturas disidentes. En cualquier caso, quien castiga lo hace bajo el convencimiento de que, cuando impone esas restricciones, condenándonos al encierro, nos coloca en una situación indeseable. Sabe que, si se pidiera nuestra opinión, estaríamos en desacuerdo. Por desventura, creo que no todos expresarían su disconformidad.
Sucede que, cuando ya no estamos con las comodidades de siempre, disfrutando del contexto en donde no es difícil cantar a la libertad, gritar cuánto nos importa, el escenario puede cambiar. Frente al peligro de perder la vida, pongamos por caso, muchos preferirían una celda. Se trata del clásico dilema, no exento de controversia, entre ser libres o estar seguros. Porque, en el primer supuesto, podríamos contar con el riesgo de resultar afectados. El afán de ser protegidos llevaría a relativizar esa inclinación al espíritu soberano. No es que tengamos un problema abstracto con el hecho de ser libres; la cuestión pasa por nuestros semejantes. Es su libre albedrío el que puede causar zozobra. En el fondo, nos movería la creencia de que los demás pueden causarnos daño. Lo del amor al prójimo se queda en la retórica.
Quizá debamos desconfiar de nosotros mismos. No basta con decir que nacemos libres por naturaleza. El reto es apreciar la libertad y obrar de acuerdo con tal convicción. No descarto que algo tan humano como el miedo nos afecte al punto de perturbar nuestras valoraciones. Si se habla de prioridades, una jaula podría ser preferible a un ataúd. Empero, el problema radica en que, partiendo de una emergencia, nos decantemos por normalizar esa situación, abandonando las conquistas del pasado. Desde la Edad Antigua hasta el presente, contemplamos aquel enfrentamiento entre autonomía, que favorece nuestra libertad, y autoridad, cuyo crecimiento conlleva su negación. Las luchas libertarias son cuantiosas; con todo, nada garantiza que nuevas generaciones opten por dejarlas de lado. Ninguna estima es inevitable.
El autor es escritor, filósofo y abogado.