Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
Los gobiernos que han decretado los confinamientos más severos son los que se vieron empujados a ello, derrotados, porque lo demás lo hicieron mal. Esos países muestran hoy también los reflejos más autoritarios.
El caso de España, que no es el único, ha estado en boca del mundo por una sucesión de amenazas oficiales explícitas o implícitas contra el derecho de los ciudadanos a disentir. Ese y otros gobiernos -algunos por manía ideológica, otros porque la inercia del poder los arrastra- aspiran a una sola cosa: que aceptemos la excepcionalidad, el encogimiento brutal de nuestro espacio vital y nuestras fronteras internacionales y domésticas, como algo normal. En cierta forma, que empecemos a interiorizar esta normalidad a tal punto que veamos las migajas de desconfinamiento que nos irán lanzando como quien arroja pan a los patos o emboca una moneda en la mano de un mendigo, como un premio o una limosna, no como un derecho civilizado.
No, no hay nada normal en este encierro. Independientemente de si uno está o no de acuerdo con las drásticas restricciones, renunciaríamos a la mejor tradición de Occidente si no sintiéramos todos los días una profunda turbación, una intensa impaciencia frente a esta distopía concentracionista en que han convertido los peores gobiernos el día a día de la gente, e indignación civil contra las autoridades que pretenden esconder, bajo la apariencia de una cruzada contra los bulos y la desinformación, una intolerancia primitiva frente al disidente, el incómodo, el crítico que se niega a aceptar que las cosas sólo pueden ser como están.
En el prólogo a la edición francesa de una novela del griego Andreas Frangias, «La epidemia», que cuenta los horrores de Macrónisos, isla donde fueron confinados en una época los prisioneros políticos, Jacques Lacarrière extrae esta lección de lo narrado: el sistema concentracionario (en aquel caso, un confinamiento literal: deportación y prisión) no resuelve el problema que pretende solucionar, es decir modificar o revertir las convicciones o la resolución de los deportados. Puede matarlos u obligarlos a simular, pero no puede extirpar de su conciencia la palabra, la idea, de democracia.
Salvando las distancias, esto mismo -pretender que los confinados destierren de su conciencia la idea de que un confinamiento es aberrante aún si es inevitable- es lo que implica que el Gobierno persiga el derecho a la iracundia con el pretexto de perseguir bulos. Sólo si salimos de este confinamiento con la capacidad iracunda intacta seremos dignos de la mejor tradición occidental.
Una tradición que empezó cuando la mitológica Antígona se rebeló contra el decreto del rey Creonte que le prohibía enterrar a su hermano Polinices. Ella creía que había una ley moral superior a la otra, que era injusta. Pagó semejante osadía con su vida, pero nos abrió las puertas de la libertad. Decir «no», disentir del poder, como Antígona en la noche de los tiempos, es el origen de esa libertad.