Por Juan Ramón Rallo
¿Para qué sirven las cuarentenas? La cuarentena no es más que un periodo de aislamiento —voluntario u obligatorio— de seres vivos para reducir las probabilidades de que una determinada enfermedad infecciosa continúe extendiéndose. La cuarentena es, por tanto y en primer lugar, una forma de proteger el derecho a la vida de las personas sanas: romper las cadenas de contagios que terminan afectando de un modo incontrolable a individuos no infectados. Es una prevención derivada de la diligencia personal debida hacia los demás: si yo, como agente, no soy plenamente autónomo para evitar contagiarme y, sobre todo, para evitar contagiar a otros y si, además, no quiero o no puedo responsabilizarme del hecho de haber contagiado a otros, lo prudente es que minimice mis contactos con terceros para evitar contagiarme y, sobre todo, para evitar contagiar a otros en lo sucesivo. Así se ha hecho, por ejemplo, en la provincia de Hubei —de un modo drástico y radical— con el aparente resultado de haber frenado —por ahora— la diseminación del virus al resto del país.
Ahora bien, cuando una determinada enfermedad es enormemente contagiosa, la cuarentena podría no ser eficaz para impedir que se expanda por toda la sociedad. Pero, aun en esos casos, las cuarentenas sí sirven para ralentizar el ritmo del contagio, espaciando en el tiempo las nuevas infecciones, lo que adicionalmente tiene dos ventajas fundamentales.
La primera es evitar la saturación de los centros de salud. Nuestro país, por ejemplo, cuenta con unas 10 camas de críticos por cada 100.000 habitantes, es decir, unas 5.000 para el conjunto del país. Aun considerando que estas estuvieran plenamente disponibles para atender los casos graves del coronavirus, si al final un 15% de los contagiados termina necesitando cuidados hospitalarios intensivos (como estiman en EEUU), cualquier infección simultánea de más de 33.000 personas en España provocaría el colapso de nuestro sistema sanitario y, por tanto, tasas de letalidad mucho más altas de las esperadas. Si las cuarentenas consiguieran distribuir los contagios de tal forma que en ningún momento se superaran ese tipo de umbrales críticos, las cuarentenas, al descongestionar el sistema sanitario, seguirían siendo útiles para salvaguardar la vida de las personas.
La segunda ventaja de retrasar los contagios es ganar tiempo hasta la aparición de vacunas o tratamientos que nos permitan contener la infección o paliar sus efectos más dañinos. También acaso para aguardar a condiciones climáticas menos favorables a la diseminación de la enfermedad. En ambos casos, pues, las cuarentenas influirían indirectamente sobre la protección del derecho a la vida.
En contrapartida, empero, las cuarentenas muy extensas y duras adolecen de un problema fundamental: implican la paralización económica del país y, por tanto (en ausencia de inventarios), el potencial desabastecimiento de suministros básicos para atender las necesidades de la población o de los pacientes más graves. Este efecto resulta mucho menos grave cuando hablamos de cuarentenas en áreas geográficas reducidas que no afectan al conjunto del país (o incluso cuando, afectándolo, no coinciden con la paralización de la actividad del resto del mundo y, por tanto, podemos importar temporalmente aquello que dejamos de fabricar dentro), pero sí resultaría desastroso si se diera simultáneamente en muchos lugares a la vez y comprometiera seriamente las cadenas globales de suministros.
Por consiguiente, es lógico que cualquier Gobierno actúe con cautela en la aplicación de cuarentenas, pues sus repercusiones económicas no pueden obviarse. Pero al mismo tiempo se entiende mal la obstinación política española en no tomar ninguna medida dirigida a romper determinados tipos de cadenas de transmisión (restringir grandes aglomeraciones de personas, suspender servicios públicos no esenciales, cancelar las clases, instar al teletrabajo, elevar el nivel nacional de alerta…) que, aun cuando pudiera tener un impacto económico en determinados sectores (turístico o educativo), no afectaría de manera directa a la regularidad de los suministros. Otros países como Francia o Suiza, en este último caso con niveles de contagio inferiores a los nuestros, sí han actuado de manera algo más decidida al respecto (mostrando, por tanto, una mayor preocupación por los derechos individuales de los potenciales contagiados), por no hablar de aquellos otros donde el contagio está más extendido (Corea del Sur, Japón, Hong Kong). Y aunque es verdad que este tipo de medidas o recomendaciones públicas puede tener un impacto directo moderado a la hora de evitar la extensión de las infecciones, sí tienen una repercusión mucho más potente sobre la población: la simbólica.
Aunque es verdad que si la epidemia alcanza mayores dimensiones no resultará necesario que se nos comunique la gravedad de la situación (será evidente), en estos estadios tan preliminares, cuando los contagiados se cuentan apenas por decenas y todavía no hay (afortunadamente) ninguna muerte en nuestro país, existe el muy serio riesgo de subestimar el potencial infeccioso del Covid-19 y, por tanto, de no tomar, a título personal y voluntario, medidas preventivas muy necesarias para, nuevamente, frenar el ritmo de contagio (como lavarse las manos con frecuencia, evitar tocarse la cara, mantener la distancia entre personas, suspender reuniones innecesarias, etc.). En Hong Kong, sin ningún tipo de cuarentena obligatoria sobre los particulares pero con una adecuada comunicación, los propios ciudadanos han reducido drásticamente su afluencia a restaurantes, a eventos o al centro de la ciudad, todo lo cual está ayudando a que los contagios todavía no hayan alcanzado el centenar en una zona tan densamente poblada y cercana al epicentro de la infección.
En definitiva, evitar el contagio —o al menos retrasarlo— es crucial y, para ello, el Gobierno no ha de contribuir a minusvalorar, ni con sus palabras ni con sus actos, la potencial gravedad de la situación en la que nos hallamos. Por desgracia, la inmensa mayoría de ciudadanos todavía toma a nuestros gobernantes como una fuente imparcial de autoridad a la que seguir (y no como un grupo de personas con su propia agenda e intereses particulares), de ahí que deban ser sometidos a un continuo escrutinio, cuestionamiento y crítica cuando sus decisiones irresponsables pongan en riesgo la vida de los demás. Y, de momento, el Gobierno español parece que opta por la pasividad y por minimizar la amenaza, no porque esté tomando en consideración únicamente criterios técnicos sino porque también está ponderando (y acaso priorizando) sus intereses políticos y económicos. Ojalá no tengamos que arrepentirnos en unas pocas semanas.