Por José Carlos Rodríguez
Soy un admirador de la política estadounidense. Dentro de que todo sistema político se basa en el brutal ejercicio de poder de unos pocos sobre los muchos, el sistema estadounidense tiene multitud de elementos que hacen que sea menos injusto que muchos otros; la gran mayoría si no todos. Se creó desde la honesta y patriótica desconfianza hacia el poder. No se basa, como se suele decir, en la separación de poderes, sino en los frenos y contrapesos propios de una constitución mixta. Esa idea, heredada de la tradición republicana inglesa, señala que hay tres principios, tres fuentes de poder que desembocan en tres sistemas políticos que, en su forma más pura, llevan al país a la opresión. Pero que combinados, mezclados, hacen que unos se compensen con los otros y esos frenos y contrapesos sostengan a la bestia. Estos principios son el democrático, alojado en la Cámara de los Comunes (Casa de Representantes en los Estados Unidos), el aristocrático alojado en la Cámara de los Lores (Senado en los Estados Unidos), y el monárquico, encarnado por el Rey (presidente en los Estados Unidos).
El presidente es una figura que encarna la administración, hoy mastodóntica y al comienzo exigua, y el Ejército. El poder del dinero y de las leyes está alojado en el Congreso. Pero su relevancia política es mayor a la institucional, como encarnación del sentir mayoritario de los pueblos de los Estados de los Estados Unidos (no le vota el conjunto de electores, sino separadamente los de cada Estado). Entre casi medio centenar de presidentes, los ha habido de toda laya, pero todos ellos estaban tocados, durante el ejercicio del poder y después, con el manto de los valores republicanos: hay una unidad fundamental del pueblo estadounidense, una unidad que no hace referencia al modo de vivir de cada uno, pues esto forma parte de la libertad de cada uno, sino a que existen instituciones comunes a todos, que facilitan la participación política y el predominio de la ley. Todo ello tiene mucho de ficción, pero también de realidad.
Una realidad que permite que ocurran cosas que en España son inconcebibles. En los días posteriores al 11 de septiembre de 2001, la popularidad de George W. Bush llegó a ser del 90 por ciento, la más alta jamás registrada a un presidente. Porque lo primero que hizo Bush fue mostrar su disposición a restañar la gran herida que había sufrido el país y, sobre todo, porque todo él entendía que tenía que mostrar su adhesión a quien encarna las instituciones comunes a todos, y en momentos como este al propio país.
Uno de los espectáculos que más envidia me produce observar de la política estadounidense es el que ofrecen las ocasiones en las que se ven dos o más expresidentes de los Estados Unidos. Podemos ver a George H. W. Bush diciendo que su sucesor, Bill Clinton, fue mejor presidente que él. O a su hijo referirse también a Clinton como hermano de distinta madre. Hacen bromas unos sobre otros en un tono distendido y de amistad, y ejemplifican con su actitud que el entramado de relaciones de la sociedad se basa en la cooperación sobre unas bases morales y legales comunes. La respuesta del pueblo español al 11 de marzo de 2004 fue exactamente la contraria. No se unió el país en torno al presidente del Gobierno, José María Aznar, o a su gobierno. No se unieron los grupos parlamentarios para condenar en común los atentados desde la sede del Parlamento. Lo que se produjo fue exactamente lo contrario, se afilaron los cuchillos por parte de quienes no entienden ni buscan que prevalezcan las instituciones comunes, los grandes acuerdos, el terreno de juego con sus normas, sobre sus propias ambiciones políticas.
Quien encarna ese espíritu de concordia y de defensa de lo común sobre las divisiones políticas nacionales es, en España, el Rey. Por eso pudo decir recientemente Cayetana Álvarez de Toledo que “quien mejor encarna los valores clásicos republicanos es el Rey”. Una riada de dizque republicanos, que se retorcerían por dentro si aprendiesen qué significa de verdad el republicanismo, le saltó a la yugular.
La posición de presidente del Gobierno es, por tanto, muy distinta a la del presidente de los Estados Unidos. No lo elige el pueblo español, sino el Congreso de los Diputados, y asumen más el papel de jefes de una facción política; pero siempre hablaron, entre la conveniencia política y la apelación a la representación de toda la comunidad políticas. Estos días hemos visto a Felipe González y José María Aznar en el llamado I Congreso Nacional de la Sociedad Civil. Dos expresidentes, rivales en su momento y de dos partidos opuestos, utilizan un lenguaje codificado, de sobreentendidos, para mostrar su disconformidad con el proyecto revolucionario presidido por Pedro Sánchez. Y apadrinan medio centenar de ponencias que no tienen hueco en los medios de comunicación, y que se reunirán en un libro blanco de incólumes hojas. En España está roto el sistema de debate nacional.
En los Estados Unidos la figura del presidente, incluso en casos como los de Richard Nixon o Donald Trump, tiene una autoridad que refuerza el sentimiento de la comunidad política. Los presidentes del gobierno en España no tienen esa autoridad, la eficacia de los expresidentes González y Aznar es mínima, y además hay una gran parte de la sociedad española que ha asumido que no existe tal comunidad.
Por todos esos motivos varios presidentes estadounidenses siguen siendo referentes para aquella sociedad. George Washington, Abraham Lincoln, Ronald Reagan. Sus nombres son referentes décadas, siglos después de muertos. Nuestros presidentes no podían encarnar esos valores cuando estaban en el poder, y nada más dejarlo se han convertido en jarrones chinos. La prensa sólo les hace caso para hacerlos añicos.