Por Enrique Fernández García
La sabiduría no consiste en sólo conocer verdades fundamentales, si éstas no están conectadas con guiar la vida o con una perspectiva de su significación.
Robert Nozick
Según lo expuesto por el filósofo Luis Carranza Siles, la educación debe conducir al hombre a situaciones de superioridad. En otras palabras, gracias a la formación que reciba, los conocimientos adquiridos, las destrezas afinadas con el paso del tiempo, se lograría un progreso individual. Se trata, pues, de vencer obstáculos cada vez mayores, los cuales dejan notar lo complejo del mundo que nos rodea. Es un propósito que puede ser llevado a cabo, o, al menos, intentado, cuando existe buena voluntad, entusiasmo y, desde luego, disciplina, tres virtudes estudiantiles. Pero también, como es sabido, podríamos permanecer en la más radical ignorancia, desdeñando cualquier relación con el universo del saber. En este último caso, el precio a pagar es nuestro estancamiento. Siendo dinámica la vida, una paralización de esta índole se constituye en un hecho tan antinatural cuanto repudiable.
Todo profesor debe tener como punto de orientación ese fin educativo. Sus enseñanzas, provocaciones e impulsos al prójimo tendrían que servir para respaldar tal avance de orden individual. No me refiero, sin embargo, en esta oportunidad, a los problemas de cada sector del conocimiento que conciernan al educador correspondiente. Pienso en desafíos que van más allá de los manuales académicos. Está claro que preocuparse para entender estos recursos didácticos resulta importante; plantear su inutilidad es absurdo. Mi punto es que, además de facilitar el contacto con doctrinas, deberíamos igualmente prepararnos para enfrentar los retos ligados a nuestra propia existencia. No sólo esto, puesto que cabe asimismo advertir sus efectos en cuanto a los temas de convivencia. Así, cuando un docente procura sentirse complacido por el trabajo que ha efectuado, debe preguntarse si sus estudiantes están listos para lidiar con esos retos.
Toda crisis puede ser entendida como la ocasión adecuada para poner en práctica el principio de autocrítica. Si pensamos en los educadores, este cuestionamiento interno pasa por reflexionar sobre ciertas capacidades del alumnado en el arte de vivir y convivir. Conforme a esta línea, si, por ejemplo, el universitario ha pasado su tiempo de ocio, los descansos forzados debido a las circunstancias del presente, sin pensar para nada en sí mismo, sus proyectos e inquietudes, no podría concluirse que resultó favorecido con el sistema educativo. Yo sé que no toda la carga debe ser asumida por los profesores; al final, el apego a esos ejercicios reflexivos puede llegar junto con el trato familiar o, en varios casos, una inclinación independiente. Con todo, no es exagerado exigir que, dentro del conjunto de móviles pedagógicos, haya sitio para ese cometido.
Si hay franqueza, lo más seguro es que se reconozcan considerables falencias cuando nos interrogamos en torno a la educación impartida actualmente. Subrayo que, al margen de los campos específicos de asignaturas, módulos, carreras, hago mención a esa formación que permite algo tan básico, pero fundamental, como vivir mejor, es decir, usando la razón, apostando por el cuestionamiento, las dudas. Cuando un régimen educativo no ha sido capaz de contribuir a despertar el interés por pensar y conocer, su fracaso es evidente. No será útil al estudiante en momentos ordinarios, cotidianos, ni, peor aún, cuando enfrente crisis de gran envergadura. No es casual que noticias falsas, sofismas, falacias e incontables absurdos inunden redes sociales con generosa impunidad. Es hora de que cada uno cargue con su culpa.
El autor es escritor, filósofo y abogado.