Por Hana Fischer
La pandemia del coronavirus ha provocado que los medios se vean inundados de noticias catastróficas sobre esta situación. Consciente o inconscientemente, están alimentando el miedo. La histeria colectiva origina una atmósfera social en la cual las personas están dispuestas a ceder sus libertades en aras de obtener “seguridad”, situación ideal para que los gobernantes arrasen con sus derechos.
Es lo que estamos presenciando prácticamente en todo el mundo. Las excepciones son sumamente escasas. Y a no confundirse, está pasando tanto en las democracias como en las dictaduras. En muchos países el coronavirus ha sido la “excusa” para dar rienda suelta a las tendencias autoritarias de los mandatarios. Los ejemplos abundan.
Son cosas que saltan a la vista y han sido mencionadas por otros periodistas. En consecuencia, no es de eso que queremos hablar en esta columna sino de lo que no se percibe tan fácilmente. O sea, sobre aquellas cosas que la verborragia interesada de políticos y pensadores han desvirtuado.
Queremos sacar a la luz aquellas cosas que vienen de mucho tiempo atrás pero que últimamente se ha acelerado. Es un proceso en el cual -al igual que en la alegoría de la rana- los gobernantes han venido subiendo lentamente “la temperatura del agua” (centralización del poder y abusos). Ergo, han anestesiado a la gente e impedido que reaccionara a tiempo.
El resultado es que los ciudadanos se han habituado a aceptar sin chistar cosas que no están bien, y de eso modo son explotados impunemente. Toman un poco de conciencia de ello cuando estalla una crisis financiera-económica. Pero incluso en esos momentos, los políticos se las arreglan para echarles la culpa a otros, generalmente a agentes del sector privado. Esa estrategia funciona porque las autoridades cuentan con una legión de académicos que –con buena o mala fe, o cegados por la ideología- dan sesudas explicaciones sobre el descalabro, atribuyéndole la culpa a la “avaricia” de agentes privados. De ese modo, se estimula a que la población–miedo mediante- pida “seguridad” a los gobernantes (los reales causantes de la tragedia). Y su “receta” siempre va en la misma dirección: aumentar sus poderes discrecionales.
Esta pandemia del coronavirus brinda una excelente oportunidad para poner varias cosas en claro. ¿Por qué? Porque ahora no se trata de confrontar simplemente ideas (que en el fondo no son más que palabras) sino de verlas en acción. Y lo que está sucediendo en estos momentos, donde las personas están experimentando rápidamente y en carne propia las nefastas consecuencias derivadas de las “órdenes” de las autoridades, provoca que no surtan efecto los sofismas con los cuales suelen engatusarlas.
Hay dos falacias, estrechamente entrelazadas, que pretendemos desmontar. Su carácter de razonamientos “psicológicamente persuasivos” pero inválidos, saltará de inmediato al compararlos con lo que está sucediendo.
Una de esas falacias asegura que en una democracia no hay que desconfiar de los mandatarios, dado que fueron elegidos por los ciudadanos. Siguiendo a Rousseau, sostiene que dado que el “pueblo gobierna”, nunca va a atentar contra sí mismo.
Desde esa perspectiva, antes del advenimiento de la democracia moderna, la gente estaba mejor pertrechada psicológicamente porque invariablemente recelaba de las autoridades. No eran ilusos. Tenían claro que ellas no eran ángeles y que al igual que cualquier “humano”, perseguían principalmente sus propios intereses (políticos y/o económicos).
La desconfianza hacia los magistrados promueve una actitud vigilante en defensa de los derechos ciudadanos.
La otra falacia es considerar que el Estado debe ostentar el monopolio de la emisión de la moneda (lo que conlleva la creación de Bancos Centrales) y que debe ser de curso forzoso. Más allá de lo que digan los manuales de economía y partes interesadas, ese es el origen auténtico de las crisis financieras, que por cierto, son cada vez más frecuentes. ¿No lo han notado?
Con cada crisis económico-financiera, los ciudadanos van perdiendo sus libertades. Parecería que la única que los gobernantes les van dejando, es la de votar. Sin embargo, es imprescindible destacar que en esas condiciones es una libertad ilusoria, aunque por cierto, peor sería no poder hacerlo.
Las personas han perdido de vista que el dinero es libertad. No puede existir genuina autonomía para dirigir nuestras vidas, si dependemos únicamente de los gobernantes para ganarnos el sustento, o si ellos pueden decidir arbitrariamente sobre el valor de aquello que nos pertenece. Es decir, quedarse con una parte de nuestros bienes para beneficio propio. Incluso, mediante el “curso forzoso”, nos impiden defendernos porque nos obligan a aceptar una moneda mala, al tiempo que desvalorizan nuestros ahorros. Se podrá decir que en esas ocasiones los individuos se refugian en “monedas fuertes”; es una solución que simplemente atenúa el mal pero no lo elimina, porque también ellas están sometidas a la misma dinámica.
Entiéndase que estamos hablando de lo que sucede en democracias, incluso, en los países más avanzados.
Ya en 1776 Adam Smith advertía en La riqueza de las naciones, que en “todos los países del mundo, la avaricia y la injusticia de los príncipes de los Estados soberanos, abusando de la confianza de sus súbditos, han disminuido gradualmente la cantidad verdadera de metal que primitivamente contenía sus monedas”.
Una vez impuesto el papel moneda, la inflación es el efecto visible de la misma práctica inmoral por parte de las autoridades: disminuir el valor de los recursos y ahorros de los ciudadanos mediante la emisión arbitraria. Es un despojo que realizan impunemente los “príncipes” contemporáneos. Los individuos no suelen ser conscientes de quienes son los “ladrones” porque lo que ellos perciben, es que “los precios suben”. No se dan cuenta que en realidad, lo que sucede es que la moneda nacional se está desvalorizando. Confusión que los “prohombres de la patria” suelen alimentar, señalando con el dedo a los “empresarios inescrupulosos”.
Las sociedades se están adentrando en ese camino que conduce al infierno, principalmente, a impulsos de la OCDE. Nos estamos refiriendo a que bajo presión (mediante sus “listas”) está promoviendo que por doquier se instaure la “bancarización obligatoria” y que se esté yendo hacia un mundo sin billetes., movimientos pensados primordialmente para beneficiar a al fisco y no a los ciudadanos.
Las personas no se han dado cuenta cabal de lo que eso significa. No ven la acechanza detrás de esa imposición: la cárcel inmaterial perfecta; la indefensión más absoluta para el hombre de a pie frente a los gobernantes.
Sin embargo, la cuarentena compulsiva tomada por la mayoría de las autoridades a raíz del coronavirus, ha levantado el velo. En ciertos lugares –notoriamente en España– el gobierno se ha apropiado de los recursos privados para afrontar la crisis sanitaria, dejando en una situación frágil a aquellas instituciones de la salud que estaban haciendo las cosas bien. Si ha actuado así, es por dos motivos: porque no estaba en condiciones de hacer frente al problema (lo que significa que el gobierno no es eficaz en las tareas que se designa) y porque puede –con la ley de su mano– hacer lo que se le antoje.
Millones de pequeños y medianos empresarios han quedado en la ruina. El desempleo se va a ir por las nubes. Gran parte de la riqueza del mundo se evaporó en pocos días y se va a agravar, gracias a las medidas inflacionistas tomadas por las autoridades.
Lo que está pasando debería servir para que los ciudadanos recapaciten. Para que se vuelva a la saludable actitud de desconfianza hacia los gobernantes y en consecuencia, ir transitando el camino opuesto al que venimos recorriendo. Irles quitando a las autoridades potestades -principalmente con respecto al dinero- porque sin autonomía personal en ese campo, las demás libertades y derechos son una ilusión.
La autora es uruguaya. Es escritora, investigadora y columnista de temas internacionales en distintos medios de prensa. Especializada en filosofía, política y economía, es autora de varios libros y ha recibido menciones honoríficas.