Por Enrique Fernández García
El examen de los hechos y de las ideas sólo es temible a la impostura y a la mala fe; la discusión suministra nuevas luces al sabio, en tanto que enfada y molesta al obstinado, al impostor, o al que vive apegado a sus errores, y teme que llegue el momento del desengaño.
Barón de Holbach
Mientras escribía sobre su curiosa manera de concebir el socialismo, combinando individualismo con altruismo, Wilde sostuvo que el cambio era indispensable para entender nuestra naturaleza humana. De hecho, según el autor de Salomé, se trataba del atributo más importante, por lo cual no cabría desdeñarlo. Antes, procurando la identificación del principio fundamental de todo, Heráclito lo había destacado. Es más, aunque llegando al extremo, se ha sostenido que, por sí mismo, cambiar ya nos colocaría en una mejor situación. Por fortuna, no todos han compartido esa concepción romántica, digamos también ingenua, pues se sabe que las modificaciones, alteraciones o conversiones experimentadas en esta vida son, en ocasiones, para peor. Sin embargo, en un arranque de optimismo, se puede esperar que, habiendo sido canalla a carta cabal, una persona cambie, volviéndose digna del aprecio. Huelga decir que no pasa con frecuencia.
En el mundo de la política, lamentablemente, los cambios suelen tener al oportunismo como fundamento. En incontables casos, las nuevas actitudes que muestra un integrante de tal casta no son sino cálculos, poses llevadas a cabo para persuadir al prójimo. Se pretende, pues, engañarlo, generar la falsa creencia de que su comportamiento ya no debería suscitar ninguna desconfianza. Aludo a quienes han dejado una huella nada memorable cuando se ocuparon de dirigir el Estado. Se trata de sujetos con una moralidad harto cuestionable, cuyo pasado es una invitación al insulto. Si hubiera una memoria más o menos rescatable, la ciudadanía los recordaría del peor modo posible, tornando inviable cualquier retorno al poder. Empero, la inclinación a olvidar ofensas, crímenes y demás vilezas que son cometidos al gobernar está presente en demasiadas personas.
Los políticos pueden cambiar, sin duda, pero cabe también la simulación al decir que lo hacen. Las sospechas en torno a su fingimiento se presentan cuando, aunque nos esforcemos, no encontramos ningún antecedente que sustente su conversión. Así, cuando, como en el caso del Movimiento Al Socialismo, se han ocupado de hablar bien de una tiranía durante largo tiempo, su reciente cruzada por la democracia resulta inverosímil. Lo mismo pasa en materia de lucha contra la corrupción. Uno podría conjeturar que su auténtico problema, la verdadera indignación, es el hecho de no ser quienes aumentan el patrimonio gracias a esos estraperlos. Sus reclamaciones por una justicia independiente tienen la misma explicación. Son imposturas que, por desgracia, pueden servir para embaucar a ciudadanos con amnesia, hastío, desesperación o un grado relevante de incultura.
No existe militante del MAS que haya optado por el reconocimiento de su culpa. La razón es simple: desde su óptica, todo lo que su régimen hizo es un monumento a la perfección. Si perdieron el poder, esto se habría dado por conspiraciones del extranjero, envidia de la derecha, racismo regionalista, entre otras causas. No toman consciencia del daño que hicieron a lo largo de sus presidencias. Se resisten a reconocer que, si hubiera justicia, deberían figurar en la historia como una de las peores desgracias del país. No interesa que declaren hoy sus buenas intenciones, procurando atacar las tonterías del presente como si ninguna mancha fuera suya. Lo cierto es que, aun cuando las otras fuerzas sean defectuosas, nada serviría para borrarles el signo de la infamia. Es una marca distintiva, su esencia invariable. Olvidarlo sería nuestra perdición.
El autor es escritor, filósofo y abogado.