Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
Casi todas las mañanas, salgo a caminar o correr, durante el breve tiempo en que está permitido, alrededor de los Jardines del Luxemburgo. Para llegar allí recorro las calles donde vivían, quise decir viven, los cuatro mosqueteros de Alexandre Dumas. Pero no son ellos lo que llama mi atención, sino un mendigo muy mayor que, a veces tumbado y a veces sentado, observa todo desde el suelo sin inmutarse.
Lo veo todos los años, cada vez que vengo, por el barrio. Se ha pasado estos dos meses allí. Lo ha visto todo: esas primeras semanas fantasmales, cuando la gente sentía terror y no salía; luego, las prepotentes redadas policiales; más tarde, los insultos de unos contra otros, acusándose de atentar contra la humanidad por pisar la calle, no llevar mascarillas (que el monopolio estatal había hecho inasequibles) ni guantes ni atuendos de astronauta, y por pasear al perro o hacer ejercicio; las blasfemias contra el Gobierno por lo mal que gestionaba todo; el paso taciturno de los que se atrevían a salir pero no miraban a nadie por temor de que el encuentro de dos miradas fuera un vector infeccioso; los paseos de dos en dos, cuando el miedo disminuyó y los intelectuales anunciaban, caminando por la Rue de Vaugirard, que después del virus todos seremos buenos, es decir feministas, ecologistas, socialistas y gais, que a la sanidad pública se le destinará la mitad del presupuesto nacional y que los ricos pagarán impuestos; las sonrisas primaverales tras el anuncio del levantamiento parcial del encierro a partir de mañana lunes, y, a los pocos días, la desesperación porque el regreso a la libertad será muy limitado y el hundimiento de tantos negocios dará un contenido real a las cifras abstractas que pronostican una caída del PIB de 10 por ciento en la enlutada Francia de Macron.
Algunas veces me he detenido a aliviar simbólicamente, con una limosna, la condición de este mendigo que ha visto desde el pavimento de París a tantos gobiernos y tantos ciudadanos perder la cabeza sin entender que había maneras más inteligentes y focalizadas de combatir este virus que convertir la sociedad en un Estado policial, en un paisaje lunar donde miles de años de laboriosa marcha hacia la civilización fueron arrasados porque los responsables de mandar tenían mucho miedo e ignorancia, y en algunos casos poseían el irresistible apetito de controlar a los seres humanos y hacer con ellos sus experimentos ideológicos. Pero la próxima vez que me lo cruce, no le daré una limosna, sino una nota que dirá lo siguiente:
«Mi profesor de griego clásico me decía, cuando yo era adolescente, que Némesis no era sólo la diosa de la Venganza, como creemos todos, sino la diosa del Equilibrio, esa que castigaba la desmesura y daba a la palabra “vengar” un sentido de justicia y armonía. En estos meses de encierro en los que he visto a media humanidad borracha de desmesura, usted ha sido mi Némesis, recordándome que alguien vela por el regreso de la armonía y el sentido común. Gracias».