Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
Esperaba el levantamiento parcial de la cuarentena en París, donde me pilló, para comprar cosas que, en vista de la imposibilidad de cruzar el Atlántico, era indispensable procurarme aquí. En lugar de comprarlas todas de golpe, un extraño placer me ha llevado a espaciar mis compras a lo largo de varios días a pesar de que normalmente hay que arrastrarme a las tiendas con grúa. Es el deleite de ver la civilización en acción, es decir de ver a la gente comprando y vendiendo, acto enriquecedor que, con muy limitadas excepciones, nos habían arrebatado (y nos podrían volver a arrebatar si seguimos siendo irresponsables en las calles).
Me hubiera gustado oír, en boca de cualquiera de los gobernantes que congelaron nuestra economía durante meses, frases que aludieran al terrible sacrificio de la vida civilizada que es parar el comercio. Lo cierto es que el comercio ha tenido siempre mala prensa. La izquierda socialista cree que comerciar es una cuestión de «fenicios», de intermediarios que sacan provecho improductivo de lo que otros fabrican, mientras que la derecha nacionalista ve con antipatía esa práctica cuando ocurre a través de las fronteras por considerarla una amenaza externa (y porque intuye que la movilidad de las cosas acarrea la de las personas). Por eso tantos gobernantes, aún los más empáticos y los más auténticos en su convicción de que era inevitable un «lockdown», expresaron pocos remordimientos al paralizar el comercio.
Las tiendas del mundo venden un total de 22 billones (trillones en inglés) de dólares anuales, equivalentes a la suma de las economías de Estados Unidos y Brasil, las mayores del hemisferio occidental. Este año venderán por lo menos 2 billones menos, cifra superior a lo que producen España, Portugal y Grecia juntos. El comercio internacional se verá cruelmente castigado: según la OMC, su volumen caerá un tercio. AP Moller Maersk, el gigante naviero, ha anunciado que en los primeros meses del año ciento cuarenta viajes que sus barcos tenían previstos han sido o serán anulados.
Siempre he tenido nostalgia de los fenicios, ese pueblo talasocrático que no construyó su grandeza sobre la base del imperialismo sino del comercio marítimo, empeño pacífico y elevado, y que en lugar de centralizar el poder bajo un gran Estado, prefirió que sus ciudadanos vivieran razonablemente libres en grupos más pequeños a pesar de tener rivales codiciosos. Esos antiguos libaneses fueron los primeros en navegar el Mediterráneo de un confín a otro llevando y trayendo mercancías y cultura, y un alfabeto que inspiró los alfabetos occidentales. Aunque la historia se los devoró, su hazaña liberal aún refulge, recordándonos que el comercio es la singladura de la libertad.
Ojalá que Europa, que le debe su nombre a una princesa fenicia, redescubra el valor del comercio a medida que las cuarentenas vayan relajándose. Iré de tiendas esta tarde, pensando eso mismo.