Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
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Las situaciones de crisis suelen abrir el debate sobre la idoneidad de los gobiernos conformados por expertos o técnicos. En escenarios de este tipo se dice que es conveniente un Gobierno “fuerte” y con unidad de mando que dirija y coordine de forma centralizada los esfuerzos de la sociedad para superar el o los problemas. La legitimación epistémica del Estado, esto es, por qué está formado por personas que cuentan con un conocimiento más profundo de los problemas sociales y, en consecuencia, deberían ser capaces de abordarlos de una forma más detallada y, por tanto, conseguir unos resultados más eficaces que si estos fuesen abordados por diletantes. Incluso autores que se definen como libertarios, como Jason Brennan en su libro Contra la democracia, parecen justificar tesis análogas, en el sentido de que propugnan bien que aquellos con mejores credenciales académicas sean los únicos que cuenten con capacidad de voto, bien que la ponderación del voto de estos sea superior, en la forma que sus votos valgan más que los supuestamente ignaros.
En ambos casos, tanto la dirección política del país como su legitimación debería ser confiada solo a aquellos con probada capacidad técnica. La idea es que de esta forma se despolitizaría el Estado y quedaría reducido a la mera administración y gestión de servicios mínimos vitales. Los tecnócratas americanos de los años 20 del siglo pasado, como King Gillette, un célebre fabricante de utensilios de afeitado y uno de los líderes del movimiento, soñaban con una suerte de Gobierno empresarial, en el que empresas dirigidas por managers inspirados en los principios de la tayloriana administración científica fuesen los encargadas de dirigir la sociedad. Eso sí, esas empresas también monopolizarían la violencia, la justicia, las obras públicas y las consideradas como funciones esenciales de un Estado moderno. Simplemente dejarían de discutirse cuestiones “políticas” y el Gobierno se centraría en la gestión de las cosas. Sería un Gobierno de gerentes y expertos. El problema sería determinar cuáles serían los fines a los que los expertos consagrarían su actividad, esto es, cuáles son los objetivos últimos de tan despolitizada actividad. Aquí ya nos encontramos algunos problemas. Los fines acostumbran a ser el desarrollo económico, cualquier cosa que esto signifique, o la modernización social o política, otro significante vacío, como dirían los compañeros de Podemos. Son objetivos ambiguos que consistieron históricamente, al menos en nuestro país, en industrializar el país, hacer crecer el PIB e imitar en el ámbito político el comportamiento de las llamadas democracias avanzadas. A día de hoy consiste más o menos en llevar a cabo las directrices y modelos de ajuste diseñados por las grandes instituciones económicas internacionales. El problema reside en que los propios objetivos del experto acostumbran a ser políticos también. El desarrollo o el progreso a cualquier precio son valores ideológicos como bien demostró el viejo conservador-libertario Robert Nisbet en su genial Cambio social e historia, en el que estudia los orígenes ideológicos de la querencia occidental por el progreso. Tan legítimo como el progreso es conservar lo que hay o incluso buscar modelos en pasado, como reclaman los reaccionarios. Y al igual que el progreso y el desarrollo pueden ser buenos y deseables para unos, pueden no serlo tanto para otros y, por tanto, no ser legítimo obligarles a supeditarse a esos principios ni mucho menos forzarlos a su financiamiento. En el caso de las pandemias, los expertos parecen centrarse en objetivos análogos, tal como aplanar los picos de las curvas de infección (de forma muy semejante en esencia al aplanamiento de curvas de tipo de los expertos estatales en economía), sin considerar las consecuencias que para muchas personas concretas tienen tales decisiones y sin discriminar situaciones. La política se deshumaniza y las decisiones tienen en cuenta solo datos abstractos que pueden ser manipulados para conseguir el fin. Los seres humanos así despersonalizados pasan a ser únicamente datos que, agregados en alguna estadística, nos indicarán si se han conseguido o no los fines buscados.
Otro problema de los expertos es el de determinar quién es o no experto, y con respecto a qué criterio. Quien vive en ámbitos universitarios o científicos sabe lo difícil que es eso. Alguien puede saber mucho de una cosa equivocada. Para un ateo, un experto erudito en teología no tendría valor como tal, dado que lo que conoce carece de valor para él. Para un austriaco, un marxista, aun reconociéndole su erudición en el tema, difícilmente puede ser guía para salir de una crisis, y supongo que viceversa, pues se parte de un vicio de partida sobre la naturaleza del conocimiento del otro. Conozco mucho más superficialmente el mundo de las ciencias naturales, pero cuando escucho a mis colegas de facultades de ciencias observo que entre ellos existen disensos por razones que a mí se me escapan (como a ellos les parecen extrañas nuestras discusiones y banderías sobre el encaje bancario) y muchos no reconocen categoría suficiente a los conocimientos del otro. No hay, por consiguiente, una forma objetiva de establecerlo, más bien es una mezcla de un mínimo de reputación, al menos dentro de su propio grupo, y de designación estatal entre los que cumplen el anterior requisito. Pero ya el mero hecho de ser escogido por el Gobierno acostumbra a reforzar la reputación como experto del designado. Quien quiera que conozca la universidad o el mundo de los científicos sabe que la influencia externa es uno de los factores determinantes de la influencia dentro de la propia institución. Y más si el designado como experto cuenta con recursos económicos o simbólicos para distribuir, pues el experto designado es también quien puede tener capacidad para determinar qué áreas de investigación deben ser las primadas y cuales son los requisitos de calidad necesarios para acceder a estos recursos. El experto pasa a formar parte del aparato político y gana mucha ascendencia entre los suyos, además de presencia en los medios y capacidad de organizar congresos o cualquier tipo de reuniones de investigadores. Vemos entonces que la propia decisión política, influida probablemente por intereses políticos, es parte clave en la determinación de quién es o no es experto. La elección del panel de expertos no tiene por qué ser necesariamente por razones de corte ideológico o partidista, sino porque las teorías que defiende el especialista coinciden con las ideas sobre políticas públicas que defiende el Gobierno. Si un Gobierno, por ejemplo, está interesado en el combate del cambio climático es normal que escoja de entre los científicos a aquellos que defienden posturas partidarias de tal combate para enviarlos a instituciones internacionales o hacerlos dirigir institutos de investigación. Y si no lo está, hará lo mismo escogiendo a contrarios. Esto no implica necesariamente corrupción por parte del experto. Este ya antes de ser escogido casi siempre defendía estas posturas, solo que ahora lo hace con más medios y con marchamo de oficialidad.
Otro problema que puede plantar un Gobierno de expertos es el de seleccionar las áreas en que es necesario su concurso. Cualquier situación problemática o cualquier decisión política puede requerir del concurso de especialistas, pero aparte de seleccionar el quién también es muy importante el determinar en qué. Muchas áreas pueden ser relevantes en la gestión de una pandemia, por ejemplo, pero cuáles deben ser las áreas prioritarias no está tan claro. En la pandemia necesitamos virólogos, microbiólogos, expertos en salud pública, médicos especialistas y expertos en economía, en logística y en gestión de crises políticas, entre otros especialistas. Cada uno de ellos verá el problema desde su punto de vista y priorizará las medidas de política que mejor conoce y que privilegien su perspectiva del tema. Así podemos observar cómo unos quieren derrotar médica o clínicamente al virus a toda costa mientras que otros estarán más preocupados por el daño económico. ¿Cómo ponderar ambos puntos de vista? No es posible. En una sociedad sin Estado no sería necesaria tal elección, pues muy probablemente cada comunidad ya haya tomado esa decisión en el pasado y quien se establezca en cada una de ellas ya conocerá las condiciones en que se va a proteger uno u otro valor y se escogerán, por consiguiente, a aquellos expertos adecuados a sus preferencias. En una sociedad estatal serán aquellos que detenten el poder los que decidan, de acuerdo con sus preferencias, las prioridades a atender y luego, de entre los expertos del área seleccionada, a aquellos que guiarán o asesorarán las políticas. Pero bajo ningún concepto se puede afirmar que existe un criterio “científico” o “técnico” de selección más allá del criterio del poder político. Aun en sistemas burocratizados como el nuestro, en el que determinados puestos de especialista son escogidos a través de algún concurso o examen, queda la cuestión de quién perfila el puesto (esto es, quién determina qué áreas son o no relevantes) y quién determina los tribunales de selección y con qué baremos. O sea, que un Gobierno de supuestos técnicos no sería en última instancia más que una máscara que encubre el poder de otros grupos o bien el reflejo de las relaciones del poder dentro del grupo de los técnicos, en el cao de que estos se hayan convertido en un grupo dominante dentro del aparato del Estado, como acontece en muchos Estados modernos (esto requeriría un desarrollo más detallado que haremos en algún artículo posterior).
Bien, la pregunta que se puede plantear es la de que si no son los tecnócratas los que toman en última instancia las decisiones, ¿cuál sería la lógica de darles un papel tan relevante en el proceso de elaboración de políticas públicas? La respuesta aparenta ser clara, por eludir responsabilidades y por dotar de legitimidad a las decisiones que los políticos ya han adoptado previamente. Un maquiavélico libro, que tuvo poca fortuna entre nosotros, El juego de la culpa de Christopher Hood, nos explica que el diseño de las administraciones públicas está en buena medida pensado para eludir culpas y responsabilidades. El papel de los expertos en la contienda política parece atender bien a estos principios. En caso de fiasco o fracaso, el político que se escude bien en el papel de los expertos propios, bien en el de los expertos en general (conocidos como “la ciencia”) tiene poco que perder, al igual que el experto que en el peor de los casos volverá a su sitio de origen sin mayores consecuencias al no tener tampoco que someterse a ningún tipo de responsabilidad. En segundo lugar, el asesoramiento del experto dota de peso argumentativo a la hora de justificar una determinada decisión. No olvidemos que las decisiones políticas hay que justificarlas de alguna forma, y que en el mundo de la política pública en la mayoría de las ocasiones primero se decide y después se justifica con argumentos técnicos la decisión. En esta competencia por la justificación la calidad del experto es una baza más en el juego político (G. Majone, Evidencia, argumentación y persuasión en la formulación de políticas ) y no de las menores.
No es extraño, pues, que el papel de los expertos, si bien entiendo que no dominante, se haya reforzado mucho en tiempos de crisis. Y no sería de extrañar que en el futuro lo hiciese aún en mayor medida.