Por Alberto Benegas Lynch (h)
En realidad la inspiración para las líneas que siguen se basa en el título de la obra del escritor estadounidense John Kennedy Toole: La conjura de los necios. Aunque la presente columna toma otras direcciones, es de interés detenerse unos instantes en esta obra que ha servido de puntapié inicial a esta nota periodística.
Tal como relata el entonces profesor de la Universidad de Loyola, Walker Percy, la madre del autor lo llamó en repetidas ocasiones para que pedirle que leyera el mencionado libro de su hijo muerto luego de repetidos fracasos frente a editoriales que habían rechazado su manuscrito. Walker finalmente aceptó de muy mala gana echarle un vistazo al texto con la idea de dejarlo de lado también, pero confiesa que no pudo parar la lectura hasta completarla debido a lo entretenido de la trama y lo bien escrito que encontró el texto. En este sentido, ayudó a que Luisiana University Press lo publicara con un éxito notable. Fue Premio Pulitzer y en Francia fue galardonada como “la mejor novela en lengua extranjera” en el año de su publicación (1980), aunque el libro fue escrito en 1968, y la crítica mundial frecuentemente comparó a su autor con Rabelais, Cervantes y Swift. Su título original es A Confederacy of Dunces, es decir, una coalición o confabulación de necios y necios significa poco juicioso, testarudo, empecinado en el error, una expresión que proviene del latín nesciere, esto es, ignorar.
El libro es una sátira llena de ironías y humor basada en alegatos a veces cuerdos a veces estrafalarios contra una sociedad que el narrador estima con rasgos decadentes. El personaje central de la novela transcurre su vida en una serie de interminables peripecias de diversa envergadura debido a la forma de conducirse y a su lógica siempre incomprendida que genera rechazo y desconcierto.
Pero trasladada esa ficción a nuestro mundo, y tomado este título como pretexto para las elaboraciones que siguen, resulta que estamos en gran medida frente a la rebelión de los necios en un sentido similar a la tesis de Ortega en La rebelión de las masas, es decir, los peligros que acechan cuando lo masificado, lo vulgar, lo común, lo mediocre, lo chato, lo falto de excelencia se arroga la facultad de convertirse en referente desplazando a quienes debieran ocupar esos espacios.
¿No es acaso digno de necios el repetir y repetir los mismos errores? ¿No estamos viendo que recetas fracasadas estrepitosamente se vuelven a ensayar como si no hubiera experiencia fallida anterior? Con gran sabiduría Aldous Huxley ha escrito que “la gran lección de la historia es que no se ha aprendido la lección de la historia.” ¿Es posible que a esta altura de la civilización no nos hayamos percatado que los aparatos estatales han revertido sus funciones de guardianes de los derechos de la gente convertidos en saqueadores de quienes deben proteger?
Los necios se han rebelado y en grandes proporciones han desplazado a las personas sensatas que no han sabido darse su lugar, sea por comodidad o por manifiesta impericia. Estimo que un factor clave para este retroceso consiste en la aceptación del fascismo como la idea que con mayor profundidad caló en las entrañas del llamado mundo libre. Esto es el permitir que los particulares registren a sus nombres la propiedad como una fachada para que en verdad los aparatos estatales usen y dispongan de ella. Si observamos con detenimiento comprobamos que en prácticamente todos los reglones de la vida social es lo que ocurre. En este sentido es la punta de lanza para el comunismo, primos hermanos entre sí tal como lo expresa Revel en su ya clásica La gran mascarada.
Tomemos el caso de los ministerios de educación y cultura. ¿No resulta palmariamente claro que el eje central del proceso educativo es uno que exige puertas y ventanas abiertas con proyectos competitivos en un contexto evolutivo de prueba y error? ¿No nos damos cuenta que nadie, repito, nadie debe tener la facultad de imponer estructuras curriculares ni pautas de ninguna naturaleza? Solo se justifica la intromisión del gobierno cuando hay lesión de derechos, por ejemplo, en el caso argentino, al contrario de lo dicho, cuando los ministerios de educación apoyan adefesios como la llamada Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, una escuela de terrorismo. Tomemos el caso de los taxis en la ciudad de Buenos Aires. No son dueños los que figuran en el registro del automotor pues el horario de trabajo, la tarifa y el color con que están pintados lo decide el gobernante de turno en esa jurisdicción y así sucesivamente con buena parte de los sectores.
En otra oportunidad me he referido al asunto que sigue pero estimo que es urgente volverlo a reiterar. Las referencias basadas en lugares geográficos nunca me resultaron apropiadas. La derecha tiene cierto tufillo a esquema nazi y el centro es de una ambigüedad sofocante. La izquierda ha mantenido un perfil más nítido aunque se ha desdibujado desde su origen.
Como es sabido, tanto derecha como izquierda provienen de aquella tumultuosa asamblea en Versalles de 1789, en la que se ubicaron a la derecha de la presidencia los defensores del statu quo, mientras que en el ala izquierda -además de los jacobinos que se fueron acrecentando con el tiempo en número e ímpetu- se instalaron aquellos que se oponían a los privilegios y a las consiguientes extralimitaciones del poder.
Con el correr de la historia henos aquí que buena parte de las izquierdas se transformaron en aliadas de los abusos del poder y a cada vuelta de esquina pedían y piden más entrometimiento del aparato estatal. Después de la caída del Muro de la Vergüenza en Berlín, un número considerable de ponderados intelectuales de izquierda abandonaron esas filas y se incorporaron al liberalismo y otros muchos se replantean el izquierdismo algunos con ciertos bemoles y cortapisas.
Entre estos últimos casos cabe destacar el escrito de Steven Lukes que lleva un título con doble sentido: “What is Left?”, lo cual significa simultáneamente “¿Qué es la izquierda?” y “¿Qué queda [de la izquierda]?”. Este ensayo debe complementarse con el de Giancarlo Bosetti (“La crisis en el cielo y en la tierra”). En este último caso, el autor escribe: “La izquierda no es ya o, en todo caso, no puede continuar siendo cosas como éstas: la planificación centralizada, la abolición de la propiedad privada, el colectivismo, la supresión de las libertades individuales, la intención de enderezar el ´leño torcido´ kantiano, de plasmar al hombre y la sociedad de acuerdo con el proyecto elaborado por una vanguardia intelectual”. Es pertinente aclarar que la cita kantiana completa de su obra de 1784 es “con un leño torcido como aquel del que ha sido hecho el ser humano, nada puede forjarse que sea del todo recto”, lo cual es otro modo de decir que la perfección no está al alcance de los asuntos humanos. En base a esta cita se decidió el título de una de las colecciones de Isaiah Berlin (The Crooked Timber of Humnanity). Autores como Anthony de Jasay -tal vez el pensador liberal más sofisticado de nuestro tiempo- recuerdan que “no estamos en la búsqueda de un sistema perfecto” ya que tamaña meta no resulta posible para los mortales. Y eso es lo contrario de lo que ocurre con todas las utopías socialistas que tantas masacres y sufrimientos han provocado con su pretensión de torcer la naturaleza del ser humano en la busca de ese engendro que sería el “hombre nuevo” que se exime de contrariedades en un mundo idílico.
En todo caso, las antedichas aseveraciones de Bosetti son magníficas pero no van a la raíz del problema, falta un paso clave. Se observan, tanto en su ensayo como en el de Lukes (y, para el caso, en muchos otros), cuatro puntos entrelazados en los que se insiste son claves para que esa corriente de pensamiento se termine de apartar de la lacra. En primer lugar, la intervención del aparato estatal en materia salarial al efecto de “corregir los resultados del mercado en defensa de los mas débiles”. En segundo término, el tratamiento de los talentos a la manera de John Rawls en su conocido libro sobre la justicia. Tercero, un embate al individualismo “proclamado por economistas austriacos como von Mises y Hayek” y, por último, la importancia del igualitarismo crematístico.
Es curioso, pero hay pensadores de una gran solvencia y enjundia en diversas materias pero cuando abordan el tema social-laboral se desvían por completo de sus propias premisas a favor de la libertad para internarse en un galimatías de prepotentes intromisiones estatales, como era el caso paradigmático de, por ejemplo, Erich Fromm, con quien los mencionados autores revisionistas revelan grandes coincidencias a pesar del tiempo transcurrido.
A nuestro juicio, en estos casos, el problema reside en el desconocimiento de aspectos económicos cruciales. En el orden expuesto, veamos un poco más de cerca los mencionados cuatro puntos. Primero, los salarios e ingresos en términos reales dependen exclusivamente de las tasas de inversión que, a su vez, son el resultado de marcos institucionales que aseguren derechos de propiedad y si se establecen salarios superiores por decreto, el resultado inexorable es el desempleo.
Segundo, respecto a la “injusticia” de haber recibido talentos innatos desiguales, debe subrayarse que los talentos adquiridos también son el resultado de los talentos innatos en cuanto al carácter de cada persona para proceder en consecuencia. Por otra parte, nadie dispone de la información del “stock” de los respectivos talentos puesto que éstos solo se ponen de manifiesto a medida que se presentan las circunstancias, y éstas se cercenan en la medida que se conjeture que los resultados serán expropiados. También debe tenerse en cuenta que la división del trabajo y la consecuente cooperación social se desplomarían si todos tuviéramos los mismos talentos e inclinaciones. Por último, la supuesta redistribución de talentos innatos naturalmente abriría la posibilidad de que cada uno use de manera diferente esa “compensación” con lo que se entra en el círculo vicioso de la necesidad de compensar la compensación y así sucesivamente.
Tercero, el ataque al individualismo no toma en cuenta que se trata del respeto irrestricto a las autonomías individuales y de la máxima apertura al comercio y a las relaciones con otras personas en el contexto de una visión cosmopolita e internacionalista, precisamente bloqueada por el intervensionismo estatal al imponer aranceles, manipular tipos de cambio y otras bellaquerías.
En cuarto lugar, las mediciones tales como el Gini ratio, que marca la dispersión del ingreso como fundamento para la incursión estatal en el acortamiento de distancias entre patrimonios y rentas, no toma en cuenta que lo relevante es que todos mejoren y que las diferencias son el resultado de las votaciones diarias de la propia gente en el mercado y que torcer esas asignaciones de recursos retrasa la posibilidad de mejoramiento, especialmente para los más necesitados. En otras palabras, mucho se ganaría si los intelectuales de peso que provienen de la izquierda se unieran al espíritu de libertad sin cortapisa alguna, puesto que, desde esta nueva perspectiva, sus valiosas contribuciones en otros campos fuera de la economía enriquecerían notablemente los debates contemporáneos si dejáramos de lado los lugares geográficos como puntos de referencia para el pensamiento. Pero para lograr el objetivo de contar con relaciones sociales armónicas en un contexto de progreso moral y material es indispensable batir intelectualmente a los necios: unos en todo terreno y otros en el campo crematístico que machacan con recetas fallidas una y otra vez.
A pesar del dictum de Kant en cuanto a que “el sabio puede cambiar de opinión, el necio nunca”, es también cierto que los necios pueden dejar de serlo si prestan atención a la razón con lo que esta peste intelectual puede revertirse.
Pero para lograr esto, como ha dicho Viktor Frankl, no hay que amoldarse a “una visión ferroviaria de la vida” en el sentido de dejarse encajar en ciertos estereotipos de estaciones o etapas predeterminadas en nuestro recorrido vital, puesto que cada uno debe fabricar sus propias estaciones para lo cual es menester abandonar la actitud del necio. De lo contrario no estará lejos el riesgo del deslizamiento a los extremos de los Joseph Fouché de nuestro mundo -al decir de Stefan Sweig un “tránsfuga profesional”- quienes explicita o implícitamente terminan aceptando lo que ese personaje nefasto proclamaba a los cuatro vientos: “Todo le está permitido a los que actúan en nombre de la revolución”.