Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
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Como ya he apuntado en otras ocasiones, siempre es interesante estar al tanto de las ideas de los otros grupos anarquistas, pues pueden aportar ideas o soluciones nuevas a los problemas teóricos que afrontamos, y esto es lo que ofrece el libro que hoy comentamos. El autor es un anarquista de izquierdas curtido en mil batallas contra el capital y participante en muchas de las modernas revueltas anarquistas contra el Estado y el capital. De hecho, por lo que relata, escribe su libro esperando juicio por un incidente en un edificio okupado, práctica que reivindica con orgullo como paso previo de concienciación en su busca de una sociedad sin Estado ni propiedad. En principio poco o nada tiene que ver con un anarcocapitalista, pues este basa toda su arquitectura social precisamente en esta institución, a la que él coloca en el mismo rasero que uno de sus principales enemigos, el Estado. El libro no es tanto teórico sino práctico y nos ilustra sobre las soluciones que el anarquismo socialista ofrece a los principales temas de la anarquía, como el posible resurgir del Estado, la atención social o cómo lidiar con delincuentes y maltratadores en un especio en el que el Estado haya desaparecido, y de ahí que sea interesante comentarlo en un espacio como este.
Lo primero que cabría comentar es su definición amplia de lo que es el poder político, y entiendo que es ahí donde se encuentra una de las principales diferencias entre ambos tipos de anarquismo. Entiende como opresivas las relaciones laborales o económicas en las que se da jerarquía de trato y también las ve, aunque lo desarrolla mucho menos, en el ámbito religioso. Ni Dios ni patrón, que dirían los viejos anarquistas socialistas. El problema es determinar si este tipo de relaciones sociales, en las que no se usa la fuerza de forma coercitiva, son realmente asimilables a las relaciones que los individuos establecen con los Estados, y en mi modesta opinión no lo son. Muchas diferencias con otras teorías políticas se deben a una mala clarificación conceptual, dada la importancia de usar correctamente estos conceptos.
El libro, asimilable a Hacia una nueva libertad de Murray Rothbard en clave anarcocomunista, nos ofrece también interesantes soluciones a los problemas del anarquismo, complementarias en muchas ocasiones de las que nosotros defendemos. La cuestión del orden público es una de ellas. La mayoría de la literatura ancap prevé el establecimiento de empresas o agencias de seguridad encargadas de prestar ese servicio. Gelderloos, por su parte, tras criticar a las policías estatales en términos semejantes a los de Rothbard, plantea la cuestión de la prestación de servicios de seguridad y orden público por los propios vecinos organizados. De hecho, no consiste más que en recurrir a soluciones propias de sociedades previas al advenimiento del Estado moderno, que recurre a cuerpos especializados. Aún recientemente leí un estudio sobre la Edad Media gallega en el que se relataba cómo los vecinos, hartos de criminales y salteadores, se organizaron en hermandades para combatirlos con notable éxito. Su problema fue que después intentaron aplicar estos mecanismos contra salteadores de mayor nivel, nobles y realeza de la época, y estos, mejor organizados, acabaron con ellos. Pero la idea de autoorganización contra el crimen sigue vigente y es una solución perfectamente válida en muchas situaciones. Recientemente, en uno de los estados mexicanos los vecinos se rebelaron exitosamente contra los abusos del narco, y las autoridades estatales fueron raudas en perseguir, no al narco, sino a las autodefensas. Quizá porque saben que ahí está uno de los principales desafíos a su autoridad. Pero es un hecho que los tratados ancaps casi nunca recurren a soluciones de autoorganización, sino a empresas de mercado (al igual que el anarquista socialista nunca recurre a ellas), y siempre es bueno contar con soluciones de este tipo a la hora de analizar posibles respuestas a hipotéticos problemas sociales.
Son interesantes también sus reflexiones sobre la posible reaparición del Estado, aunque a mi entender les falta desarrollo más allá de sus citas a comunidades y pueblos indígenas que lograron sobrevivir hasta hoy en ausencia de tal institución. Parte de algo obvio pero poco recordado a día de hoy, como es el hecho de que la mayor parte de la historia humana se ha desarrollado en ausencia de instituciones estatales, y estos pueblos han conseguido llegar a día de hoy. Conseguir esto implica cuando menos que estas sociedades han sido capaces de permitir a sus miembros los bienes que son necesarios para la crianza, el alimento y la vida durante un número sustancial de años. Se supone que fueron capaces de garantizar cierta seguridad a sus miembros, de enseñarles un idioma y de transmitir tradiciones en el tiempo. De acuerdo que a muchos de nosotros no nos gustaría vivir en esas condiciones, pero el mero hecho de poder suministrar esos bienes mínimos transforma el debate sobre la necesidad del Estado de un debate de posibilidad-imposibilidad a un debate sobre qué estilo de vida preferimos. La pena es que el autor no nos ofrezca desde su punto de vista un diseño de instituciones o normas que puedan prevenir el resurgir del Estado. Debemos recordar que históricamente se dieron ciclos de surgimiento y desaparición de Estados, en el mismo o en diferentes lugares. Lástima también que no busque en las instituciones de mercado posibles aliados a sus propuestas, algo que nunca entendí pues nada más pacífico y anárquico que los propios mercados.
Otros temas que toca ofrecen en cambio argumentos parecidos a los nuestros. Por ejemplo, cuando habla de las respuestas que podría ofrecer una sociedad anárquica a un Estado hipotéticamente agresor. El autor ofrece ejemplos de las costumbres bélicas de tribus anárquicas y también de la lucha llevada a cabo por los anarquistas ucranianos contra los bolcheviques en el marco de la guerra civil rusa de 1918. Concluye el autor que una anarquía dispuesta a la defensa es un enemigo muy difícil de batir, pues implicaría un despliegue de medios muy superior al convencional para conseguir dominar sólo una fracción de su territorio. Al no tener una cabeza clara, estos pueblos no pueden negociar una rendición o un acuerdo, por lo que su dominio exige la ocupación total del territorio, lo cual es muy exigente en recursos. Un anarquista capitalista podría añadir que un país invasor busca obtener algún tipo de ganancia de su invasión. Si los costes en que incurre son superiores al beneficio obtenido, esta no compensará y se eliminará el incentivo. La estrategia a seguir por un pueblo anárquico debería consistir en encarecer tanto la invasión que esta no compense, y esto lo puede hacer mejor una comunidad sin Estado que una estatista. Es más, pudiese ser una mejor estrategia. Los Estados confrontados a uno mucho mayor no pueden enfrentarlo convencionalmente pues llevan las de perder, como bien aprendieron belgas, holandeses, noruegos y daneses en la Segunda Guerra Mundial. Si hubiesen planteado su defensa de otra manera y enseñado a su población este tipo de respuestas probablemente los resultados hubiesen sido otros y no necesariamente peores.
Estoy muy de acuerdo también con sus perspectivas de solución de los problemas urbanos. Primero, porque aplica correctamente el subjetivismo a esta cuestión. Como bien se afirma, una ciudad no es un ente homogéneo ni tiene entidad ontológica como tal. Es una definición convencional de un territorio que cuenta con una densidad de población más elevada que territorios vecinos y que muchas veces no se sabe con precisión dónde empieza o acaba. Gelderloos la define como una agregación de barrios, y es a esta escala donde deben afrontarse los problemas. Un habitante común de, por ejemplo, Madrid desarrolla su vida en un par de barrios de esta ciudad y hay zonas de ella que no ha pisado nunca o de hacerlo lo ha hecho como una forma de turismo. Su escala de relación y de vida se circunscribe de hecho a unas pocas calles bastante homogéneas socialmente. Es a esta escala a la que se debe aplicar la prestación de servicios urbanos. En ambientes rurales muchas soluciones, desde el agua a la prestación de bienes públicos de todo tipo, se perciben de forma distinta a las urbanas porque estas personas están acostumbradas a solucionarlos bien individualmente bien a través de acuerdos con unos pocos vecinos más. Si dentro de la propia urbe se lograse este cambio de escala, la solución de muchos problemas se revelaría obvia. Algo de esto pasa en muchas megalópolis del mundo que son capaces de organizarse con ninguna o con una mínima intervención estatal, bien porque este no tiene capacidad bien porque es considerada una influencia nociva, como ocurre en algunas urbes de Brasil. Esto también podría aplicarse a escala estatal si fuésemos capaces de ver la realidad fuera del marco oficial que pinta la prestación de servicios públicos a escala de todo el Estado y no de sus partes integrantes. Por ejemplo, el diseño de infraestructuras, al que también se hace referencia en el libro, es diseñado a escala estatal usando mapas y proyecciones, cuando como bien saben los que han estudiado los orígenes de la revolución industrial, la creación de ferrocarriles y carreteras se iba produciendo a medida que se iban haciendo necesarias y no al revés. Lo mismo acontecería con las infraestructuras urbanas. Cuestionar el nacionalismo metodológico es una de las grandes tareas pendientes de la ciencia social.
Las críticas que se le pueden hacer son las habituales al anarquismo de izquierda. La primera, cómo no, a su defensa de un sistema autogestionario de organización industrial. No es un tema en el que se haya prodigado mucho la literatura austriaca, pues, salvo algún trabajo de Henri Lepage y algún ensayo crítico sobre el socialismo yugoslavo, no existe mucha literatura al respecto. Pero este no es un tema asimilable al debate del cálculo económico, dado que nada impide en una economía de mercado que los trabajadores adquieran su empresa y la hagan funcionar. El problema sería, primero, determinar si esto es extrapolable a todas las empresas y, segundo, si la función empresarial puede ser también autogestionada. El propio autor reconoce que el desempeño de estas, al menos en el caso argentino al que se refiere, sin ser muy malo no iguala ni con mucho el desempeño con el anterior sistema. Falta elemento empresarial a la hora de tomar decisiones y esas empresas son mucho menos innovadoras que el resto.
Se da también una completa ausencia de los precios a la hora de asignar bienes y recursos o incluso facilitar las interacciones entre las comunidades autogestionadas. Los ensayos de monedas locales pueden estar muy bien pero el problema es cambiarlas entre sí para adquirir insumos básicos desde alimentos a metales básicos para la producción. Por último, me gustaría destacar el homenaje indirecto que el autor hace al capitalismo a la hora de defender las okupaciones de viviendas y de servicios como la luz y el agua. El autor parece reconocer la imposibilidad del anarquismo convencional de obtener estos insumos por sus propios medios teniendo que recurrir a lo ya producido por las empresas capitalistas. Todo lo basan en usar lo ya producido y no se plantea la forma en que esas comunidades podrían producir los mismos bienes que ahora produce el capitalismo y que ellos quieren “autogestionar” en interés social. El anarquismo colectivista antiguo por lo menos hacía propuestas en este sentido, mientras que el moderno parece ya descansar en lo producido en este sistema. No desarrolla ninguna propuesta de producción de electricidad o telefonía en este sistema, aunque sea para subir a la red este interesante manifiesto, ni siquiera indaga sobre los capitales necesarios para disfrutar de todos los bienes y servicios de los que disfrutan las modernas comunas anarquistas. Digno homenaje sin saberlo.