Por Karina Mariani
La Prensa, Buenos Aires
Un pasaporte con nombre falso, elegido en memoria de su carcelero en Siberia, sacó a Lev Davídovich Bronstein de su confinamiento y lo llevó a Londres desesperado por conocer a Lenin. Sería, de ahí en más, León Trotski, el asesino feroz convertido en el mito romántico de la revolución permanente.
Se cumplen en estas horas, 80 años de su asesinato, producto de la rivalidad, la traición y la interna política más famosa del siglo pasado. Y como pasa recurrentemente, Trotski encarna como pocos el cliché de quienes desencadenan revoluciones para luego ser masacrados por ellas. Despegado de la barbarie soviética por la propaganda progresista, la figura de Trotski se asocia con el idealismo que no flaquea, el marketing del socialismo contrafáctico. Por eso hoy, en nuestro país, a pesar del genocidio cometido, existen personas, partidos políticos e instituciones que se dicen trotskistas, al amparo de una estafa histórica que maquilló el fanatismo como hidalguía.