Por Karina Mariani
La Prensa, Buenos Aires
Un pasaporte con nombre falso, elegido en memoria de su carcelero en Siberia, sacó a Lev Davídovich Bronstein de su confinamiento y lo llevó a Londres desesperado por conocer a Lenin. Sería, de ahí en más, León Trotski, el asesino feroz convertido en el mito romántico de la revolución permanente.
Se cumplen en estas horas, 80 años de su asesinato, producto de la rivalidad, la traición y la interna política más famosa del siglo pasado. Y como pasa recurrentemente, Trotski encarna como pocos el cliché de quienes desencadenan revoluciones para luego ser masacrados por ellas. Despegado de la barbarie soviética por la propaganda progresista, la figura de Trotski se asocia con el idealismo que no flaquea, el marketing del socialismo contrafáctico. Por eso hoy, en nuestro país, a pesar del genocidio cometido, existen personas, partidos políticos e instituciones que se dicen trotskistas, al amparo de una estafa histórica que maquilló el fanatismo como hidalguía.
León Trotski fue el diseñador de su propio personaje, el cautivante orador, un intelectual sofisticado, la antítesis del bruto y salvaje Stalin, y el actor ideal para la intelectualidad de la época que lo abrazó gustosa. Su estrella marquetinera no se apaga con los años, gracias al encandilamiento cínico que proyectan los mártires del proletariado. Su historia es la precuela del producto más rendidor que fue el Che Guevara.
Durante las décadas de su activismo tuvo múltiples encantos y desencantos, fue el constructor de internas políticas que lo fagocitaron, tal vez porque no entendía la mecánica burda de las disputas marxistas. Insultó a Lenin al propagar la teoría de Alexander Parvus, de la revolución permanente internacionalizada, que despreciaba la ardua maquinaria burocrática, el anclaje nacional y las negociaciones diplomáticas. Pero a la vez fue recaudador y negociador de la Revolución. Trotski fue menchevique, pero panquequeó, (para usar un anacronismo), al apoyar el plan de Lenin de dar un golpe de Estado al Gobierno de Kerenski.
Fue enormemente eficiente en la construcción de una red de agentes entregados a su causa que eran "un pedazo del partido". Logró que miles de idealistas se inmolaran por él y se convirtieran en asesinos perfectos que mataban sin remordimiento en nombre de la liberación definitiva pensando que estaban construyendo el paraíso en la Tierra. Pionero en el control del pensamiento y el premio a la delación, fue un exhaustivo censor.
En enero de 1917 y por encargo de Lenin fue el recaudador, en Nueva York, del oro capitalista que necesitaba la revolución. Lenin sabía que el carisma de Trotski convencería a la banca americana de las bondades de destrozar a la Rusia zarista y su éxito en dicha empresa fue total. El pragmático Lenin lo convenció de que se abocara a la Revolución Rusa mientras esperaban que estallara el levantamiento proletario mundial y Trotski obedeció prolijamente los planes del líder aunque su retórica pregonara otra cosa. En marzo de 1918 se convirtió en Comisario del Pueblo para Asuntos Militares y Navales, encargado de crear el Ejército Rojo para derrotar a las tropas blancas zaristas. En una palabra: que se valió de los “enemigos ideológicos exteriores” para masacrar a los enemigos interiores.
Sed de sangre
La revolución socialista es inconcebible sin guerra interior, o sea, sin guerra civil, y la guerra civil rusa fue prolífica en los métodos más crueles en nombre de su humanismo: castigos colectivos, fusilamientos, tortura brutal, ataques suicidas, matanzas de civiles y campos de concentración de prisioneros. Su Ejército Rojo derrotó a los blancos y a los movimientos separatistas. Detrás de sus tropas venían los sicarios de la Cheka, asesinando a sospechosos de ser contrarrevolucionarios: tártaros, campesinos, sacerdotes o intelectuales. Todo eso fue obra de Trotski.
Pero la buena estrella de Trotski se apagó en el mismo momento en que Lenin sufrió el ataque que lo convirtió en una planta. Stalin se hizo con el poder absoluto y los encumbrados camaradas Zinóniev y Kámenev se encargaron de la confección de lo que hoy conocemos como el carpetazo, una suma de herejías asignadas a Trotski, algunas inventadas y otras reales, que lo catapultaron como un exaltado peligroso y traidor, y así nació el adjetivo trotskista como sinónimo de fanático acérrimo.
El castillo de naipes que era la carrera soviética de Trotski se derrumbó y dejó de ser el Comisariado de Guerra, viéndose cercado hasta que en febrero de 1929, aceptó el exilio de la URSS. Una anécdota curiosa es la orden de Stalin de borrar a Trotski de los libros y las fotos. Si, si, mucho antes de que existiera el photoshop, los burócratas rusos se abocaron a la ardua tarea de desaparecer la imagen del traidor. Stalin había ganado la batalla política pero en ese mismo instante perdería la simbólica. Serían de allí en más “Stalin el tirano” y “Trotski el idealista”. Años después, Fidel Castro no cometería el mismo error, y en cambio convertiría el icono de su martirizado en un emblema de la dictadura cubana.
El asesinato
Para seguir con los paralelismos con el Che, Trotski en el exilio se convirtió en un jarrón chino incómodo para cualquier gobierno a lo largo y ancho del globo. En los años sucesivos fue expulsado como la mancha venenosa de Turquía, de Francia, de Noruega y recaló en el México imán de los comunistas indeseados del mundo. Las cartas estaban echadas.
En 1939 la catalana María de las Heras, la famosa "Ivona África", pasó a ser la elegida para matar a Trotski, lo había conocido en Noruega y acompañado a México, gracias a lo cual había enviado al Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (el mortal NKVD) un plano de la casa mexicana de Trotski. Pero la deserción de otro espía ruso puso en peligro la mascarada y Stalin debió cambiar de sicario.
Entonces el encargo cayó en el pintor David Alfaro Siqueiros, parte del selecto grupo de artistas e intelectuales de fidelidad perruna hacia Stalin. Pero el talentoso muralista no era buen asesino, se llevó a veinte hombres armados que hicieron tanto ruido que alertaron a Trotski y aunque en el ataque se dispararon 400 balas, éste se escondió tras una pared hasta que sus guardias repelieron el ataque.
La tercera fue la vencida, Ramón Mercader, un espía de origen español con una identidad falsa logró acercarse a Trotski fingiendo noviazgo con Silvia Ageloff, una de sus empleadas. El NKVD abrió una empresa fantasma en Nueva York para financiar la operación y el joven empresario, presentado por su novia, fue bien recibido por Trotski, con quien forjó amistad.
El 20 de agosto de 1940 a las 17.20 hs, Mercader entró al despacho del condenado y le clavó un pico de alpinista. Trotski movió la cabeza, el golpe no fue limpio y no murió enseguida, cayó en coma y falleció el 21 de agosto en un hospital de la Cruz Verde. Mercader pasó unos años en la cárcel mexicana pero al salir recibió la Estrella de Oro de Héroe de la Unión Soviética y la Orden de Lenin de manos del jefe del KGB. Trabajó hasta su vejez en Cuba como asesor personal de Fidel Castro.
Leyenda novelesca
La leyenda novelesca de Trotski contrasta con la opaca historia de Stalin, convirtiéndolos en el bueno y el malo de la sanguinaria Revolución Rusa. Generaciones de militantes comunistas han idolatrado a Trotski ignorando u ocultando que cuando se opuso a Stalin, no lo hizo en nombre de la justicia, ni de la democracia, ni de la denuncia del terror soviético, lo que Trotski quería era más, no menos. Por eso vociferaba:
Os digo que las cabezas tienen que rodar, y la sangre tiene que correr (...). La fuerza de la Revolución Francesa estaba en la máquina que rebajaba en una cabeza la altura de los enemigos del pueblo. Era una máquina estupenda. Debemos tener una en cada ciudad.
Ellos [la denominada oposición obrera] han lanzado consignas peligrosas. Han convertido en fetiche los principios democráticos. Han colocado por encima del partido el derecho de los obreros a elegir a sus representantes. Como si el partido no tuviese derecho a afirmar su dictadura, incluso si está en conflicto temporal con los humores cambiantes de la democracia obrera.
Ni el exilio ni la victoria estalinista lo hicieron revisar sus posturas ni ablandar su trayectoria indecible. Muy por el contrario, su intransigencia se basa en un ideario donde la humanidad en un todo, desde su (rudimentaria) visión de la economía, hasta lo más privado y secreto de los individuos debe ser planificado por el Estado que ha de ser una sola voluntad. Para colmo, jamás cejó en la idea de la revolución marxista universal, y continuó tratando de imponerla en otros países. Es Trotski el armador del ideario cultural marxista, es el puntapié del plan internacional que propuso antes que nadie “El arte y la cultura forman otro frente de lucha; escritores y artistas son sus soldados” y que sostenía que “No olvidemos que la edificación socialista no puede alcanzar su coronamiento más que sobre el plano internacional”
Valga la tragedia trotskista en tres actos para recordar que el despotismo, la crueldad y la traición siempre se ejercen en nombre de un bien superior, aunque ese bien superior sea manipulable según el interés del tirano. La interna soviética de hace 80 años está vigente en la lucha de los totalitarismos por sobrevivir a como de lugar, imponiendo el consenso general de que está bien dejar de lado los escrúpulos morales por defender al bando propio y atravesar el cráneo de quién sea con un pico de escalar.
“Ey! miserables que tan grandes os creéis, que juzgáis a la humanidad tan pequeña, que todo lo queréis reformar. Reformáos vosotros mismos; con esa tarea os basta”
Frederic Bastiat