Por Gina Montaner
En el trayecto de casi nueve horas de Madrid a Miami los auxiliares de vuelo se aseguraron de que los pasajeros hicieran uso de la mascarilla, salvo a la hora de la comida o la merienda.
Durante el viaje leí de un tirón la nueva novela de Rosa Montero, “La buena suerte”. En el relato a los personajes, que huyen de distintas circunstancias en sus vidas, les suceden todo tipo de infortunios, pero, de algún modo, la buena suerte pesa más que las desventuras.
Eso me hizo pensar en lo que había dejado atrás: días plenos en un Madrid todavía acariciado por los últimos destellos del verano. Después de una amarga primavera llena de muertos y enfermos por la epidemia del coronavirus, el uso de la mascarilla ya es parte del ADN de los madrileños que salen a hacer la compra, a pasear, a dirigirse a sus trabajos o dejar a los niños en los colegios. Es verdaderamente difícil tropezarse con un irresponsable o un negacionista que se empeñe en no llevar protección facial y se arriesgue a ser multado.
Por eso inquietan los datos en la Comunidad de Madrid, donde después del veraneo en distintas partes del país los casos positivos han aumentado, pues en general la ciudadanía obedece a pie juntillas las normas sanitarias.
No es menos cierto, y se trata de un fenómeno global, que en los barrios más afectados viven familias con menos recursos en viviendas más reducidas y que hacen uso del transporte público para ir a sus trabajos. Es una realidad que marca diferencias sociales y económicas a la hora de ser más o menos vulnerables frente a la amenaza del coronavirus.
Al llegar a nuestro destino, donde en el Aeropuerto Internacional de Miami nadie toma la temperatura de los viajeros a pesar de que se anunció dicha medida durante el vuelo, vuelvo a ver en las calles a muchas personas que no obedecen la ordenanza del uso de mascarillas en lugares públicos. En la caminata a lo largo del malecón de Brickell Key abundan los paseantes que deambulan y conversan sin protección alguna e ignorando los grandes carteles que resaltan multas de hasta $500 si se viola la medida.
A la misma vez, integrantes de grupos antimascarillas irrumpen en comercios, donde acosan a las personas que siguen las reglas y se jactan de ello publicando vídeos en las redes sociales. Son revoltosos del movimiento negacionista que repite y divulga peligrosas teorías de conspiración.
Todo esto discurre en paralelo con el presidente Donald Trump desacreditando a autoridades del Centro de Control de Enfermedades (CDC), que reiteran la importancia del uso de mascarillas como freno a una epidemia que continuará campeando a sus anchas hasta que haya una vacuna.
En la Florida las autoridades celebran que el número de contagios ha disminuido después de un pico que llegó a saturar los hospitales. Pero el comportamiento de tanta gente insensata y polarizada por militancias que contradicen los datos fehacientes de la ciencia es todo un desafío al sentido común.
Lo cierto es que en países de Europa donde hasta el momento se había controlado la epidemia con bastante éxito, ahora se enfrentan a una preocupante segunda ola: en Alemania y Dinamarca, ejemplos de una eficaz y rápida gestión sanitaria, se plantean confinamientos selectivos para evitar los rebrotes.
En la Comunidad de Madrid, donde nadie quiere revivir tan duro trance, el tira y afloja entre el gobierno central y las autoridades locales deja en el medio a una población desconcertada y sin norte. Pero, eso sí, con la responsabilidad individual tatuada como un escapulario que ahuyenta los malos tiempos que han dejado atrás. De ahí el uso de la mascarilla como parte de la vida diaria. Salvo algún reducto ultra, el rebaño obedece para salvarse y salvar vidas.
¿Será que la mala y la buena suerte son ejes en esta época de incertidumbres y pandemias que nos dividen al reconocernos o desconocernos en el uso o el repudio de la mascarilla? Solo así se explica que el azar sea tan injusto con unos y tan benévolo con otros.
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