Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
Esta columna se despide como se estrenó: hablando de lo que es una columna. Hay un verso de Margaret Atwood en su poema «Corpse Song» que se refiere a la distancia entre un cadáver y un ser viviente y acaso dos amantes, pero que es apropiado para la relación entre una columnista y sus lectores: «Yo existo en dos lugares: aquí y donde tú estás».
Escribo columnas en distintos países e idiomas desde hace décadas, pero tengo más dudas que certezas y, como escribió Jean-François Revel, si tuviese que volver a empezar, casi todo lo haría diferente. No necesariamente con otros seres, pero casi todo sería distinto. Me viene, me agrede, esta pregunta: ¿me arrepiento, entonces, del millar de columnas que probablemente he publicado? Ninguna sería la misma si las tuviera que volver a escribir y no ocuparían el lugar que han ocupado en mi vida. Quizá hay en esto una segunda reflexión, que se añade a la que transpira la cita de Atwood: la columna no refleja, como se cree, el tiempo que a uno le tocó vivir tanto como el ser propio, las ideas a medio hacer, los humores transitorios, las percepciones en perpetua mudanza, del autor. Las recopilaciones de columnas suelen tener introducciones solemnes que dicen que los textos recogidos atrapan el espíritu del tiempo en que vieron la luz, y la época, los acontecimientos, que le sirvieron de tema al columnista. Yo no creo eso: lo que reflejan, por encima de todo, es a uno mismo. Y eso no es menos importante ni universal que los grandes hechos que una columna de actualidad sobre el discurrir de la vida política, cultural o social comenta y trata de esclarecer para los lectores, en mi caso desde un punto de vista que podría llamar liberal y me gusta también llamar humanista. ¿Por qué no es menos importante el olvidable columnista que los grandes o pequeños hechos que su columna comenta? Por dos razones: los hechos llegan a nosotros a través de una conciencia, una percepción, una experiencia sensorial que expresan al individuo, a la persona que escribe, no a un ente impersonal y universal, la Historia haciéndose. Todo pasa por individuos que observan, creen, comprenden o no comprenden: el columnista es un intermediario que, primero, interpreta y, luego, traslada la interpretación a un lector. Los hechos de una columna, entonces, no existen por sí solos: existen cuando el columnista los asimila e interpreta y cuando el lector los recibe, comentados, en la columna que lee. Por eso existo, en tanto que columnista, aquí, en mi columna, y en ti, en tanto que destinatario, cómplice involuntario, de mi columna.
Escribir una columna es un acto -tortuoso- de amor. Esta columna se despide hoy, como corresponde a las despedidas de amor, sin drama, con una sonrisa a medias melancólica y a medias agradecida, y, por cierto, quitándose el sombrero ante el lector según la vieja costumbre medieval de quitarse el yelmo no tanto en señal de respeto sino porque era la forma que tenía el guerrero de mostrar que ya se sabía fuera de peligro.