Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
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El reciente manifiesto sobre la gestión política de la pandemia ha suscitado cierta polémica, tanto en lo que se refiere a la gestión de la pandemia que ha llevado a cabo el Gobierno español (y supongo que el otros muchos países también), como sobre el papel que en este proceso debería jugar la ciencia o, mejor dicho, los científicos, pues un buen individualista metodológico no puede reificarla o hispostatizarla. Nuca está de más recordar que la ciencia (al igual que el Estado) no tiene entidad ontológica, y cuando nos referimos a ella en realidad estamos refiriéndonos a un conjunto de personas, que suponemos con cierto grado de capacidad en sus respectivas especialidades, que usan determinadas metodologías (métodos científicos) a la hora de investigar y que divulgan sus resultados, también de determinada forma y en determinadas publicaciones (publicar fuera de ellas casi las excluye automáticamente de lo que se denomina “ciencia seria”), jerarquizadas y con rigurosos controles de acceso.Uno de factores más característicos de lo que denominamos ciencia, y que explica buena parte de su éxito, es el de que ha operado internamente siempre en anarquía, y esto a pesar de las numerosas interferencias externas que ha padecido, normalmente desde los Estados aunque no siempre. Es más, dichas intervenciones que pretenden coartar su funcionamiento han ocasionado más daño que bien a esta. En muchos aspectos pueden compararse estas intervenciones con las que los gobernantes realizan en los mercados y la vida económica, y con consecuencias análogas. Las razones para la intervención son también análogas (y tan inconsistentes ) a las que se usan para justificar las intervenciones en el ámbito económico, esto es, bienes públicos (dejada a su albedrío la ciencia produciría muy poco conocimiento en áreas determinadas o muy escasa ciencia básica), externalidades (en este caso positivas derivadas de los bienes que la investigación produce) y también, aunque en menor medida, fallos de mercado o asimetrías de información. Las críticas que a estos argumentos se le pueden hacer son también análogas a las de los fallos de mercado, y por eso no me detendré en este punto pues ya nos hemos referido a ella en otras ocasiones.
Pero lo cierto es que, en puridad, la ciencia es un esquema que funciona en anarquía y por eso ha funcionado históricamente de una forma más que aceptable. En efecto, no se obliga a nadie a aceptar los métodos que la mayoría de los científicos establecen. Cualquiera puede publicar por su cuenta, incluso en un blog, los resultados o argumentos que desee. Lo único que padecerá será la indiferencia del resto si estos son inconsistentes o descabellados. Pero si estos fuesen de una forma u otra rigurosos acabarán, tarde o temprano, formando parte del corpus oficial de la ciencia, al imponerse por su propio peso. Bastantes teorías hoy aceptadas comenzaron su andadura entre burlas y críticas hasta pasar a ser oficiales, con lo que pasaron a ser sometidos a burlas y críticas quienes a ellas se oponen. Desde la teoría de la deriva continental de Wagener a la hipótesis de que fue un asteroide el causante de la desaparición de los dinosaurios, formulada hace unos pocos decenios por Walter Álvarez, muchas han sido las teorías aceptadas después de ser criticadas y ridiculizadas, y otras otrora dominantes han sido con el tiempo abandonadas, como las viejas teorías del flogisto o la generación espontánea. Al mismo tiempo los propios requisitos de validación científica cambian con el tiempo, de acuerdo con las preferencias de los científicos, pues se ha pasado de un sistema basado en principios de autoridad a criterios de revisión ciegos. En un tiempo, la forma ideal de publicación fue el libro académico. Ahora prima la revista con revisión por pares y el libro ha pasado a un segundo plano, si bien sigue existiendo junto con revistas al estilo tradicional, dirigidas por consejos de redacción, y novedades como los blogs científicos, algunos de muy elevada calidad. Las universidades como creadoras de documentos científicos también podrían ser sustituidas en el futuro por centros de investigación específicos o por fórmulas mixtas. En cualquier caso, la profesión científica se autorregula y opera por principios anarquistas de exclusión, sin que se pueda impedir a cualquier persona que escriba o publique lo que quiera. Simplemente será excluido de la comunidad “respetable” de científicos y asumirá cierto ostracismo o desprestigio, salvo en el caso de que con el tiempo sus teorías se vuelvan respetables, lo que ocurrirá si sus evidencias se revelan como aceptables por algún descubrimiento o cambio de paradigma. El viejo Feyerabend, con sus teorías del anarquismo metodológico, ha probado con el tiempo su acierto.
El anarquismo científico ha probado también la impotencia de los Estados a la hora de intentar controlar la investigación científica. Sería extraño que estos no quisiesen controlar las investigaciones científicas del mismo modo que han intentado controlar el dinero, la educación o toros ámbitos de la vida social y privada. Si bien han conseguido influir en la misma, sobre todo en los temas que se investigan, no ha conseguido subordinarla a sus fines simplemente porque entonces dejaría de ser lo que es. Al igual que acontece en el ámbito de la economía, todo intento de subordinar el pensamiento científico al poder político ha derivado en resultados desastrosos, como bien prueba el caso de Lysenko en la antigua Unión Soviética, en el que se intentó establecer por decreto una ciencia biológica supeditada a los principios dialécticos propios del marxismo-leninismo. El resultado fue retrasar durante decenios el avance de la ciencia biológica soviética sin ningún resultado práctico, más bien al contrario. Al igual que el poder no puede derrotar a la ley económica (una de las frases favoritas del gran Bohm-Bawerk), tampoco puede derrotar a la ley científica.
Otra cosa es que el Estado intervenga y desvíe parte de la investigación científica hacia sus propios fines. A través de regulaciones puede conseguir que determinados temas no se investiguen en el territorio que dominan, como los ensayos de clonación humana, aunque es difícil que consigan evitarse en todas partes, pues los gobernantes difieren entre sí también en valores éticos. Por medio de subvenciones puede primar unas áreas de la ciencia sobre otras, incluso en lo que se denomina ciencia básica. Los gobernantes tienen preferencias, sean ideológicas o vinculadas a grupos de intereses “estratégicos”, que les llevan a privilegiar bien la ciencia básica bien la aplicada y, dentro de estas, aquellas disciplinas o subdisciplinas que más le pueden interesar. El Estado no es, por tanto, neutral en lo que se refiere al desarrollo científico. Históricamente se ha primado la investigación en áreas de conocimiento con aplicación militar, de las que después derivan a veces aplicaciones civiles (de ahí que se diga que muchos adelantos científicos se deban a la guerra y al militarismo) y ahora sin descuidar este aspecto se primen investigaciones civiles, pero siempre orientadas a los sectores que el Gobierno establece como especialmente relevantes (sólo hay que consultar los boletines oficiales para constatar en cada momento que áreas se consideran prioritarias).
Pero a la inversa también se da el fenómeno de la intervención y el manifiesto al que nos referíamos al principio es un buen ejemplo. Algunos científicos, o por lo menos algunos de sus representantes, también pretenden usar al Gobierno para sus fines, y como ya hemos apuntado en algún artículo anterior sobre la tecnocracia, esta forma de intervención es una de las peores que se pueden concebir, porque genera gobernantes sin ningún tipo de responsabilidad. Amparados y protegidos por algo tan ambiguo como la “ciencia”, pretenden decretar medidas que bien podrían ser mucho más lesivas para las libertades o para el buen discurrir de la vida económica que el intervencionismo tradicional, responsable en alguna medida ante la población. Se basan para ello en conceptos muy discutibles como el de la política basada en la evidencia, tan de moda en el análisis de políticas públicas. El problema no es la evidencia, sino cómo se interpreta la misma. En ciencias sociales los hechos son interpretados por los estudiosos atendiendo a sus propios valores y circunstancias personales. Las ideas o ideologías del teórico influyen a la hora de interpretar y analizar la situación. Una misma situación, por ejemplo, una situación determinada de pobreza en un país, será interpretada por un marxista como una consecuencia del capitalismo o del neoliberalismo salvaje, mientras que para un defensor del capitalismo de libre mercado será causada por el exceso de intervención estatal o por un insuficiente desarrollo del capitalismo en ese país. Para interpretar correctamente la “evidencia” se hace necesario determinar previamente (si se puede) cuál de las dos interpretaciones es más consistente teóricamente, y puede por tanto contribuir a explicar mejor el fenómeno. Los científicos naturales también pueden estar influidos por ideologías políticas como el marxismo, pero es más común que sus sesgos a la hora de interpretar las “evidencias” vengan más de su especialización científica o del tipo de metodología usada. Lo podemos ver perfectamente en los debates sobre la pandemia. Virólogos, epidemiólogos, matemáticos, biólogos, médicos e incluso veterinarios frente a los mismos hechos ofrecen explicaciones muy distintas (véase por ejemplo el debate leído en la prensa sobre la forma de transmisión del virus y los aerosoles) y, por tanto, proponen soluciones distintas. Porque, esa es otra, no pueden pretender que los gobernantes implementen soluciones guiadas por la ciencia, cuando los propios científicos no son capaces de ofrecer una sola propuesta unificada. Si lo hiciesen probablemente les hiciesen más caso. Pero cuando vemos a científicos con credenciales muy respetables (y muy semejantes entre sí por cierto), que desarrollan su trabajo en centros de investigación de prestigio, discutir sobre las “evidencias” no es de extrañar que los políticos, la mayoría de ellos legos en estas materias, aprovechen estas disensiones para adoptar las medidas que ellos perciban como más convenientes para sus programas políticos.
También reclaman una suerte de autoridad sanitaria “independiente”, inspirada en principios científicos, que decida sobre las medidas a adoptar. Pero parece que tal autoridad vive en los reinos de la alta teoría y que un buen día bajará de las alturas e ilustrará a los mortales sobre la praxis correcta. Lo digo porque no explicitan quiénes serán los elegidos para dictar los protocolos de acción ni qué especialidad o área de conocimiento liderará la toma de decisiones. Tampoco somos informados cómo serán escogidos dentro de esa área los encargados de liderar el proceso. ¿Serán escogidos a nivel mundial o cada país tendrá los suyos? Esta última solución no parece muy científica, dado que la ciencia no debería entender de barreras estatales y, por consiguiente, lo lógico sería establecer una única autoridad a nivel mundial. Tampoco se nos dice cuál debería ser el proceso de elección. Podría ser una elección democrática, pero habría que determinar quién compondría el censo de electores, algo tampoco fácil de delimitar, y muy poco científico pues la ciencia no es para nada una actividad democrática en la que todos los votos pesen igual. Podrían ser seleccionados por prestigio o por conocimientos, pero esto también traería el problema de determinar la composición del tribunal encargado de juzgar los méritos. Podrían sortearse, a la manera de la Grecia clásica, pero no sé si sería una solución muy afortunada.
La ciencia, en conclusión, debería seguir siendo una actividad esencialmente anárquica, pues de ahí deriva su éxito histórico, y evitar la intromisión en la política estatal, tanto resistiendo las interferencias como evitando la tentación de querer constituirse en un grupo gobernante. Sólo así podrá seguir manteniendo el respeto que merece y contribuyendo al bienestar humano.