Por María Blanco
El domingo, un 78% de los chilenos apoyaron el cambio constitucional en su país. La Constitución de Chile fue redactada en el año 1980, bajo la dictadura de Pinochet y aprobada por el pueblo chileno mediante plebiscito en septiembre de ese año. Fue reformada en 52 ocasiones. Pero en la mente del pueblo chileno, a la vista de los resultados, sigue siendo la Constitución de Pinochet, y han decidido sustituirla.
A eso han contribuido algunos grupos contrarios al cambio que han aireado, de manera más o menos clara, su apoyo al dictador, normalmente, por los buenos resultados económicos que vivió Chile durante dicho Gobierno.
Sin duda, había razones contundentes para el rechazar la propuesta, que pesaron menos que el miedo a una vuelta al pasado. En parte, con razón porque, en Chile, el pasado está muy cerca. Si bien el golpe militar fue requerido por el Parlamento, tras "poner orden", los militares no regresaron a los cuarteles: prolongaron el Gobierno militar a su antojo.
También es cierto que cuando, en 1988, siguiendo las normas constitucionales, se convocó el referéndum para permitir o rechazar que el dictador continuara gobernando, y a pesar de que, gracias a la unión de 17 partidos de oposición, ganó el No, la victoria fue muy enclenque, y Pinochet obtuvo el 44% de los votos.
Un 44% es un porcentaje muy alto después de las barbaridades cometidas por la dictadura, que exceden cualquier justificación, como las que he llegado a escuchar, del tipo "Estábamos en guerra". Las formas de tortura perpetradas, por ejemplo, en Villa Grimaldi, reconocidas, clasificadas y sabidas por todos, son un escándalo que descalifica cualquier posible simpatía (que yo nunca he sentido) por quien permitió aquel horror.
El éxito económico no es el manto bajo el cual se ocultan semejantes atrocidades.
Una consecuencia de ese éxito, precisamente, es la errada asociación entre el tipo de políticas económicas aplicadas y la dictadura. Porque las medidas económicas de entonces no eran el fruto de la mente de Pinochet, ni de ninguno de sus generales, sino de los conocidos como los Chicago boys chilenos.
En los años 50, muchos años antes del ascenso de Pinochet al poder en 1973, un grupo de universitarios de la Pontificia Universidad Católica de Chile fueron aceptados por la Universidad de Chicago para realizar estudios de posgrado en economía.
Los profesores que impartían esas clases eran Milton Friedman y Arnold Harberger. Los jóvenes economistas se educaron en las enseñanzas del Nobel de Economía y, cuando regresaron, trataron de difundir sus ideas en la universidad, escribiendo lo que se conoce como El Ladrillo, un compendio de sus ideas, en el año 1969.
Durante la dictadura fueron llamados a asesorar, por su prestigio, al Gobierno de Pinochet. Y el libre mercado y la libre empresa funcionaron. En 1975, Friedman visitaría Chile para explicarle al mismísimo Pinochet cómo veía las cosas.
Una lectura del contenido de la carta enviada por Friedman al general tras esa visita, deja claro su preocupación estrictamente económica. Y, sin embargo, en el imaginario colectivo se asocian equivocadamente las enseñanzas de Friedman y su liberalismo económico con la dictadura militar.
Es tanto como pensar que Eisenhower y el Fondo Monetario Internacional eran franquistas. Porque hay que recordar que la edad dorada del crecimiento económico español durante la década de los 70 se debió al apoyo monetario estadounidense en los años previos los Pactos de Madrid, y a la dirección técnica del FMI del Plan del 59, a petición del presidente de los Estados Unidos, Dwight Eisenhower. ¿Era Franco aperturista? No. ¿Era Pinochet liberal? Tampoco.
Las políticas económicas son intervencionistas o no, de mercado abierto o autárquicas, acertadas o no, oportunas o no, y sus resultados son mejores o peores independientemente del régimen político en el que operen.
Chile prosperó económicamente incluso bajo un régimen totalitario. España a día de hoy, es un fracaso económico a pesar de ser una democracia. La causa, en ambos casos, radica en lo acertado o no de las decisiones económicas de las autoridades pertinentes.
En Chile triunfó la economía de libre mercado. En España el estado de bienestar unido a la cultura de la deuda nos estaba llevando a la ruina, y la emergencia del coronavirus ha acelerado la hecatombe.
A esta enorme y generalizada confusión colabora la actitud de activistas que proclamaban hace no mucho su liberalismo y ahora dirigen centros más conservadores, desde donde critican a sus antiguos compañeros; activistas conservadores radicales que alardean de tararear el Cara al Sol en su tiempo de ocio y a la vez proclaman su liberalismo, blanqueando la dictadura liberticida de nuestro país; partidos políticos, como Vox, que bailan entre dos aguas, mostrándose aperturistas gracias a su fundación, donde han reclutado a liberales bien intencionados, pero después defienden políticas no tan liberales con una retórica bastante retrógrada.
Como decía Juan Ramón Rallo: "Un partido nacionalista para el que las libertades económicas son un elemento secundario y subordinado a la unidad de destino de la nación". Suena a franquismo del siglo XXI.
Quienes defendemos la Constitución de 1978, que no es de Franco, sino de todos los españoles demócratas que creemos en un Estado de derecho, deberíamos aprender del ejemplo chileno, y no utilizar falsas asociaciones para meter miedo, o para captar votos. Es un frivolidad que sale muy cara.
En lugar de reformar la Constitución, el pueblo chileno ha votado por un salto al vacío que puede llevarles al abismo. Era el momento de desterrar del presente al dictador. Una ocasión perdida de la que pueden arrepentirse. Aprendamos.