Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Ver la bella Taormina sin turistas es tristísimo. Las casas aparecen colgadas de los cerros como a punto de descolgarse sobre un mar nublado; los hoteles, los bares, los restaurantes y las tiendas lloran de pena con sus dueños y empleados cruzados de brazos en las puertas, esperando a los imposibles clientes que los salven de la ruina. Pero en medio de esta desolación está esa fuerza de la naturaleza, Antonella Ferrara, que ha hecho posible este milagro: que el festival literario Taobuk se celebre un año más, y con Svetlana Alexiévich, la periodista bielorrusa que ganó el Premio Nobel de Literatura, como invitada de honor. La ceremonia tendrá lugar en el bellísimo teatro griego (que es, en realidad, romano), como siempre.
Aunque adoro Taormina, y Sicilia, yo estoy aquí por Svetlana, sobre todo. Leí este año su libro sobre Chernóbil (Voces de Chernóbil) y, creo que por primera vez en la vida tuve ganas de conocer a su autora y conversar con ella. La conversación se frustró, porque ella habla sólo ruso, además del bielorruso, y andaba con una traductora que era búlgara, lo que no facilitaba las cosas. Es una mujer muy sencilla, de 72 años, que estudió y se ha dedicado al periodismo toda su vida y ahora está en problemas con el chacal que aterroriza su país hace 26 años —Alexandr Lukashenko— porque ella es uno de los siete líderes del Consejo de Coordinación que dirige la oposición contra el fraude electoral que aquél perpetró recientemente para eternizarse en el poder. Luego de Taormina, Svetlana se refugiará en Alemania, porque teme ser detenida en Minsk, donde reside.
En Voces de Chernóbil, y supongo que en sus otros reportajes publicados en revistas y periódicos, y recogidos luego en libros, ella dialoga con centenares de hombres y mujeres sobre el hecho central, y luego transforma esas conversaciones en monólogos de personas aisladas o de grupos humanos, que vierten una gran diversidad de opiniones y despliegan un riquísimo muestrario sobre lo ocurrido —en el caso de Chernóbil, el estallido de uno de los cuatro reactores de la central nuclear—, que permiten al lector hacerse una opinión al respecto o, como en este caso, flotar en un mar de dudas.
¿Qué pasó realmente en esa pequeña ciudad ucraniana, situada muy cerca de la frontera bielorrusa y rusa, el 26 de abril de 1986 a la una y veintitrés minutos de la madrugada, cuando, debido a la explosión, quedó destruido el cuarto bloque energético y el edificio que lo contenía, de aquella central nuclear? Nos enteramos del hecho de una manera fragmentaria: por la esposa recién casada de un bombero, que es llamado a apagar el incendio y que parte allí como está, con un pantalón y una camisita sin mangas. Y por los gatos aprensivos que súbitamente dejan de comerse a los millares de ratones muertos que aparecen en las calles. La esposa del bombero volverá a encontrar a su marido en un hospital de Moscú, días más tarde, agonizando, con el cuerpo cubierto de llagas putrefactas, y los gatos de Chernóbil perecerán también, contaminados por las radiaciones o abatidos por los soldaditos a quienes han comisionado para no dejar un animal vivo en la región que pueda contagiar a la gente. Así van apareciendo campesinos, maestros, dirigentes políticos, adolescentes, ancianos, médicos, historiadores, militares, pastores, y esos extraños oficios surgidos de la nada, los merodeadores, las dosimetristas, los liquidadores, y los abuelitos de aquella niña aterrorizada que se ahorcó.
Eran los tiempos de Gorbachov y de la perestroika y aquél quería salvar el comunismo y la URSS, abriendo el diálogo y con asomos de libertad por todas partes. Pero ya era muy tarde, el comunismo y la URSS estaban muertos y enterrados, y las apariciones en la televisión del nuevo líder, calmando los ánimos, asegurando que en Chernóbil se había restablecido la normalidad, no las creía nadie, y principalmente los que, en la larguísima zona afectada, seguían contagiándose, enfermando, muriendo, y las mujeres pariendo niños calvos, sin dedos, sin orejas y sin ojos. Las iglesias se llenaban de gente y los comisarios lloraban a lágrima viva con los cuerpos atacados por los rem o los roentgen, que habían aprendido a diferenciar al fin, inútilmente.
Pocas veces he leído un libro tan estremecedor, que tan claramente presentara el porvenir que nos espera si seguimos siendo tan suicidas y estúpidos de repletar el mundo de centrales nucleares que podrían desaparecernos, como a las víctimas de Chernóbil, en una escabechina mundial, de la que no se escaparía nadie, salvo, tal vez, alguna especie de bacterias medio seres vivientes, medio piedras.
La mujer que lo escribió, Svetlana Alexiévich, está frente a mí y no ha perdido la razón escribiendo esas páginas explosivas. Come despacio, con algún apetito, apartando los velos que le cubren a medias la cara, y que, según las lenguas viperinas, se deben a las radiaciones que sufrió mientras recolectaba aquellos materiales de Chernóbil. No es cierto, por supuesto. Tiene la cara limpia y diáfana. Pasando por el ruso y el inglés, que ella apenas chapurrea, le digo que su libro me dejó desvelado varias noches, y ella me pregunta por los incas. ¿Existe mucha literatura sobre su mitología? Le digo que sí, pero, como aquellos no conocían la escritura, fueron los cronistas españoles los que recogieron los primeros testimonios sobre los dioses y milagros del Incario. Svetlana no conoce América Latina y le gustaría ir allá, alguna vez.
No le pregunto, por supuesto, lo que en su libro no dice y tampoco en la espléndida serie que se hizo sobre él, y que nadie sabe y que, por supuesto, nunca nadie sabrá: ¿qué fue exactamente lo que pasó en Chernóbil aquella noche de espanto? ¿Quién tuvo la culpa? ¿Fue un error humano? ¿Fue una máquina mal concebida? ¿Por qué explotó aquello que no debía explotar en ningún caso? Eran las preguntas que se hacían todos, empezando por Gorbachov, y que tanto en el libro como en la película subyacen a esa encuesta extraordinaria y casi perfecta de la que resultaron las Voces de Chernóbil. Preguntas que no tienen respuesta por una razón obvia pero inmencionable. Nadie lo sabe, o, mejor dicho, todos lo saben, pero no se puede ni se debe decir. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: porque todos somos culpables a la vez, por acción o por falta de acción. Desde el funcionario de última categoría que falseaba sus informaciones para ponerse en valor y justificarse en su trabajo, hasta el director de la central que hacía lo mismo, y por las mismas razones que el último de sus empleadillos, para hacer saber a sus jefes que allí sí marchaban bien las cosas, porque había alguien que sabía hacer su trabajo, etcétera. Todos alteraban un poquito o mucho la verdad, porque no podían hacer otra cosa sin debilitarse y volverse vulnerables a las sanciones y a la silenciosa lucha contra todos que era la vida dentro del sistema. ¿Quién, qué falló? Todos y ninguno, nadie falló, simplemente ocurrió así, y no es posible ni conveniente perder el tiempo tratando de averiguarlo. Lo mejor —y en eso están la genialidad del libro y de la serie— es callar y tratar de hacer frente a las consecuencias de lo ocurrido, aunque sea suicidándose, como ese profesor que se vuela la tapa de los sesos, después de descalzarse, como todas las noches.
Me despido de Svetlana Alexiévich diciéndole que la admiro mucho, que pocos escritores han hecho por la literatura de este tiempo lo que ella escribiendo un libro que creía era sólo periodismo.
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