Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Nunca creí que leería una guía de principio a fin. Como los diccionarios, las guías son libros de consulta, se los abre para averiguar el significado de una palabra o la historia de un castillo o de un museo y se los cierra. Pero el voluminoso Madrid de Andrés Trapiello, que acaba de publicar Destino, tiene un incentivo particular, del que suelen prescindir las guías habituales: la autobiografía del autor, entreverada en las páginas del libro con las informaciones sobre calles, monumentos, barrios, personajes, datos históricos y hasta preferencias arquitectónicas. No creo exagerar si digo que este aspecto, la originalidad del volumen, es tanto o más atractivo que las rigurosas informaciones sobre Madrid de que da cuenta.
El 4 de mayo de 1971, Trapiello, que es leonés y era entonces un adolescente, tuvo un lío con su padre, con el que nunca se llevó bien, y decidió partir a Madrid, donde, de más está decirlo, estaba la muchacha que “era el gran amor de su vida”. En verdad, esa ciudad a la que llegó con muy pocas pesetas en el bolsillo —las páginas en que cuenta cómo se ganaba la mala existencia que tenía vendiendo libros en los bares y los hoteles elegantes son inolvidables— reemplazaría en su vida a esta y otras muchachas, los grandes “amores de su vida”, con la ciudad elegida, y me temo mucho, incluso, si se diera la incompatibilidad, a la señora con la que está casado y con la que, según confiesa, es muy feliz.
La historia de Madrid y la vida personal de Andrés Trapiello son inseparables en este libro, que está escrito con humor, mucha gracia y una naturalidad seductora, sin pizca de vanidad, sin envidias ni rencores, incluso cuando cuenta algunas ferocidades, y una limpieza de espíritu y de palabra que hacen que sea un placer leerlo. Las informaciones sobre Madrid son abundantes y entretenidas, pero muy personales —los escritores ocupan siempre el lugar de honor, lo que para mí es un plus— y están atiborradas de anécdotas, de tipos pintorescos que circulan por sus calles o malviven en sus cuevas y sótanos. Provienen de la realidad o salieron de las novelas, descritos siempre con el afecto —la pasión— que despiertan en él los barrios de esta ciudad en la que eligió vivir y ser “madrileño”, igual que tantos otros que, como él, han sido siempre la gran mayoría de los habitantes y gonfaloneros de esta tierra, este Madrid en el que haber nacido “no da derecho a nada” porque en esta ciudad “todo es de todos”. Es la pura verdad: los madrileños procedemos de todos los rincones del mundo. Los auténticos “gatos” son una comunidad decreciente que acepta su condición minoritaria, porque sabe que esta ciudad, cuyos orígenes remotos nadie conoce, fue, en un principio, una vaga aldea sin historia fundada por los árabes que pululaban por toda la España de entonces, hasta que a Felipe II se le ocurrió traer aquí la corte en el año de 1561.
Desde entonces la ciudad se ha puesto a crecer y multiplicarse de una manera que Andrés Trapiello cuenta de modo insuperable, gracias a ese pueblo del que decía proceder la Fortunata de Galdós, y que Trapiello, galdosiano militante si los hay, ha puesto como emblema del libro con la célebre cita de la novela. Y, por supuesto, el Galdós que aparece casi siempre nombrado en las páginas del libro, era canario, y pese a ello probablemente fue el escritor que conoció mejor y quiso más a Madrid, como muestran sus Episodios, novelas, dramas y artículos en que contó la historia decimonónica y la realidad contemporánea de esta ciudad, que llegó a recorrer al derecho y al revés.
Sin embargo, a Trapiello lo que más le gusta son las afueras, la periferia cambiante de esta tierra, en la que ha pasado muchas horas paseando, confundido con su paisaje, que describe con delicadeza, y en la que aprendió el sutil arte de la tipografía y, principalmente, a escribir.
No sé de nadie que a lo largo de cuarenta años haya ido como Andrés Trapiello todos los domingos al Rastro, incluso cuando ese gigantesco mercado estaba cerrado por el coronavirus. Él ha escrito un lindo ensayo sobre ese rincón, el más pintoresco de Madrid, y en esta guía él ocupa, ni qué decirlo, muchas páginas, pero el lector goza con ello pues nadie conoce mejor que Trapiello a los comerciantes, vagos y asiduos que lo habitan, o a los turistas que merodean en sus puestos y tiendas, y encuentran en ellos, entre escombros y basuras, tantas maravillas secretas, como él mismo.
Trapiello dice que prefiere el Madrid romántico a todos los otros y, en su entusiasmo, afirma que Pérez Galdós encarna mejor que nadie ese periodo de la ciudad, algo que, con las convincentes razones que da, debemos aceptar, aunque a regañadientes. Pero no comparto su entusiasmo por algunos autores, como Juan Ramón Jiménez, de quien nunca he podido comprender la fama de que goza, pues me parece muy superior a su medido talento. Fue la única discrepancia que tuve con mi magnífico profesor, Carlos Bousoño, cuando cursaba los cursillos del doctorado en la Complutense; él revisaba entonces su Teoría de la expresión poética y nos daba un curso autocrítico admirable, repleto de alumnos, donde nos enseñaba los secretos profundos de la poesía, que conocía al dedillo. Pero admiraba a Juan Ramón Jiménez, al que nunca he podido leer con entusiasmo (quizás sea defecto mío, no de él). Trapiello también lo admira y cita de él algunos buenos textos sobre Madrid, en el tiempo que aquél vivió acá. Pero sus admiraciones son incontables y bastante fundadas, sobre todo entre los que escribieron y contribuyeron con sus libros a los mitos de Madrid: Baroja, Larra, Mesonero Romanos, Gómez de la Serna, Clara Campoamor, Pérez Tabernero, Umbral e incontables más. Así como pintores, Goya, Velázquez, Sorolla o Ramón Gaya, por el que tiene preferencia y del que cita frases y opiniones excelentes.
Quizás la historia más bonita que cuenta en estas páginas en que hay tantas historias y anécdotas felices, sea su descubrimiento de un museo romántico, casi siempre solitario, en el que anidó por varias temporadas. Lo descubrió en sus continuas caminatas por ese Madrid que forma ya parte de su ser. El local estaba casi siempre solitario, con unos porteros de los que se hizo amigo, y sus estancias destartaladas, a veces con telarañas, y sus estantes que nadie exploraba lo sedujeron, de modo que, luego de conversar con su directora, echó allí raíces y fue muchas tardes y mañanas, durante meses, a escribir sus poemas, ensayos y novelas. Son páginas tiernas y nostálgicas, que describen esta afinidad del joven escritor solitario con ese museo acaso más solitario todavía que él, y que me he propuesto conocer una vez que termine esta maldita pandemia que nos tiene confinados o nos va matando a pocos a los habitantes madrileños y que ya dura demasiado.
Rara vez recomiendo libros a mis presuntos lectores, pero en este caso voy a hacer una excepción. Léanlo antes de que ustedes se conviertan en ese “polvo camino a las estrellas”, como describió la muerte un político peruano, o tengan que ir a buscarlo entre los cadáveres de las librerías de segunda o tercera mano del antiguo Rastro. Es un libro entrañable, que nos retrata a todos los madrileños, tanto los genuinos como los postizos. Les aseguro que no lo olvidarán.
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