Por Alberto Benegas Lynch (h)
Siempre me ha parecido magnífico el resumen en dos pasajes célebres de Aldous Huxley sobre el problema medular que nos envuelve. En primer lugar al escribir que “la gran lección de la historia es que no se ha aprendido la lección de la historia” y ¿cuál es esa lección?, pues según Huxley es debido a que “en mayor o menor medida, todas las comunidades civilizadas del mundo moderno están constituidas por una cantidad reducida de gobernantes, corruptos por demasiado poder y por una cantidad grande de súbditos, corruptos por demasiada obediencia pasiva e irresponsable”. ¡Que extraordinaria descripción!
Pero el asunto es intentar el desmenuzamiento de semejante conclusión a través de hurgar en las razones del caso. Me temo que debe arribarse a una explicación inaudita, cual es nada más y nada menos que la porfiada renuncia a la condición humana, a la propia dignidad en cuanto a la manía de abdicar de los derechos de cada cual para endosarlos al megalómano de turno sin detenerse a considerar, por una parte, la degradación monstruosa que implica perder la libertad, el atributo que distingue a los humanos de todas las especies conocidas y, por otra, sin percatarse que es el modo más efectivo de hundirse en la miseria no solo moral sino material.
Antes he elucubrado sobre facetas de la historia que ahora vuelvo a mirar. Hay muchas clasificaciones que han llevado a cabo los historiadores sobre su materia, pero la que me ha parecido más original es la de mi cuentista favorito Giovanni Papini quien la divide en cuatro grandes etapas según el uso de una fruta: la manzana.
Así, Papini concluye que hubo cuatro manzanas decisivas en la historia de la humanidad. La primera la de Adán que abrió cauce a la noción del mal. La segunda, la de la discordia, fue la de oro para premiar a la mujer más bella en el relato de Homero. La tercera fue la de Guillermo Tell fabricada por Schiller y ejecutada musicalmente por Rossini que desafió al poder político, y la cuarta fue la científica de Isaac Newton en cuanto a aquello del conocido episodio de la manzana que derivó en la formulación de la ley de la gravedad.
Como ha esbozado Robin Collingwood, una forma precisa y muy relevante de dividir la historia es según los grados de estatismos, lo cual ha hecho eclosión en nuestra época, como queda dicho, marcada por un Leviatán desbocado y avasallante. La contracara de esto no solo se refiere al achicamiento de los radios de acción del individuo y del estrangulamiento de sus libertades sino que la misma historia se desvía de los múltiples, variados y ricos acontecimientos de las personas para enfocar la atención en los que confiscan derechos puesto que abarcan y cubren casi todo.
Hacia fines del siglo XVIII fueron menguando en algo los poderes de las monarquías absolutas (aunque, como un ejemplo, quedaron impregnados en los estilos mobiliarios y similares los nombres de los monarcas, casi siempre sin mención a los ebanistas que fabricaron el mueble), situación que dio pie a que se pudiera hurgar en los acontecimientos de la vida propiamente humana para salir de los pasillos del poder político, pero de un tiempo a esta parte se ha vuelto a las andadas y se ha dado lugar a los desmanes de las botas que siempre acompañan a los ámbitos políticos.
Los cinco tomos de Historia de la vida privada escrita por muchos autores pero coordinada por Philippe Ariés y Georges Duby constituyen una pieza de historiografía superlativa en la que se exhibe lo que podríamos denominar la verdadera historia, la historia de las personas y no el simple registro de las fechorías de los mandamás de todos los tiempos. Duby apunta en el prólogo de la antedicha obra que esa historia “ha de resistir hacia fuera los asaltos del poder público” a pesar de que “con el fortalecimiento del Estado, sus intromisiones se han vuelto más agresivas y penetrantes” y si “no nos prevenimos frente a ellas, reducirán muy pronto al individuo a no ser más que un número suministrado en un inmenso y terrorífico banco de datos”.
Es que los aparatos estatales en teoría son para proteger los derechos de las personas que gobiernan, es decir, sirven de marco institucional para que cada uno pueda seguir los proyectos de vida que considere pertinentes sin lesionar derechos de terceros. Es así que la multitud de procederes en los campos más diversos va forjando la parte jugosa y fértil de la historia.
Sin embargo, igual que en las épocas remotas de salvajismo, ahora resulta que el centro de la escena lo ocupa el monopolio de la violencia pero ni siquiera para velar por los derechos de todos sino para conculcarlos a través de atropellos crecientes y dirigiéndose a los gobernados como si fueran súbditos, generalmente subsidiando a grupos que hacen de apoyo logístico al abuso del poder con el fruto del trabajo ajeno.
En Introducción al estudio del conocimiento histórico, Enrique de Gandia nos dice que ese su libro “ojalá muestre a los jóvenes a amar la historia, no como exaltación de energúmenos o estatuas de cartón, sino como comprensión de la vida, con lo inesperado en cada recodo, y el amor a la libertad”, una obra en la que subraya la importancia del cosmopolitismo y lo destructivo de los nacionalismos, ideas muchas veces contradichas en centros de estudios en los que no solo se enseña a memorizar los pertrechos de guerra de cada bando sino que se alaba y pondera la xenofobia.
Ya Croce había destacado a la historia como hazaña de libertad y Popper había refutado la existencia de “leyes inexorables de la historia” punto que resume bien Paul Johnson al escribir que “una de las lecciones de la historia que uno debe aprender, a pesar de que resulta desagradable, es que ninguna civilización puede darse por sentada. Su permanencia nunca puede asumirse; siempre hay una edad oscura acechando a la vuelta de cada esquina”. Aquella visión falsificada de los inexorables “ciclos vitales” de la historia ha tenido como uno de sus máximos exponentes a Spengler.
Cuando se estudia la historia privada se estudia la historia de la vida humana, en cambio cuando se relata la historia de los aparatos estatales en expansión se estudia la anti-vida, la destrucción de lo propiamente humano, se mira el monstruo que asfixia al individuo. Cuando se estudia la historia privada se constatan los portentosos resultados de la mente, en el arte, en el derecho, en la filosofía, en la economía y en todas las manifestaciones de la conducta humana. Se aprenden las costumbres, los bailes, las gastronomías, la arquitectura, la música, la pintura, la escultura, las modas, las instituciones, el sentido de las conversaciones y la comunicación en general.
En esa mirada se percibe la evolución de la civilización o la involución puesto que como enseña Collingwood la civilización “significa como condición que el hombre adquiere lo que necesita para su sustento y confort no sacando a otros lo que les pertenece sino ganando lo suyo” de lo contrario la sociedad es una “del saqueo”, lo cual implica “la revuelta contra la civilización”.
En última instancia la historia del hombre es la historia del pensamiento, es la historia del espíritu como también destaca Collingwood, al tiempo que señala que “las ciencias naturales… no incluyen la idea de propósito”. En las piedras y las rosas no hay acción sino mera reacción. El historiador en las ciencias sociales interpreta el pensamiento de otros, a diferencia de los pseudohistoriadores que, para citarlo nuevamente a Collingwood, fabrican “la historia de tijeras y engrudo… donde repite lo que le dicen sus ́autoridades´”.
Los gobiernos se han ensanchado tanto que, fuera de los crímenes, en las noticias, salvo honrosas excepciones, prácticamente no figuran los hechos y dichos de los privados porque los diarios, la televisión y la radio están copados por los movimientos del príncipe. Y el asunto tiene su explicación porque precisamente el Leviatán todo lo deglute, por lo que su figura no puede pasar desapercibida. Esto es lo que hay que cambiar drásticamente. De todos modos, ahora, con los progresos en las redes sociales y equivalentes surge con mayor frecuencia el individuo, pero, como decimos, el grueso de las noticias conservan las andanzas de los burócratas. Incluso, cuando se hace referencia a los ciudadanos se alude a los que están “en el llano” admitiendo que los funcionarios -que en verdad son empleados de la gente- están “en la cúspide” cuando la situación debiera ser la inversa. Quienes debieran estar en el llano esperando órdenes de sus mandantes son los gobernantes, pero el asunto se ha trastocado y los aparatos estatales son cada vez más adiposos.
Conviene a esta altura una digresión semántica. No se si es apropiado aludir a la historia de la vida privada para distinguirla de la referida a los ámbitos gubernamentales, en todo caso que quede claro que no se apunta a lo íntimo que es privativo de cada cual sino a lo que las personas manifiestan exteriormente, fuera de lo que reservan para sí y que excluyen de la mirada de terceros.
Otra vez debemos hacer referencia a la educación para poder vislumbrar una salida a tanta referencia a los príncipes. Es que si desde que son niños se machaca con la reverencia debida a las autoridades estatales, es poco probable que haya espacio para el pensamiento independiente y, por ende, para la historia de la vida privada en el sentido consignado ya que todo lo engulle el poder político. Y muchos padres no ayudan en esta faena pues en los cumpleaños de los hijos pequeños les regalan soldaditos y ametralladores que no sirven para consolidar la paz.
Cuando existe la oportunidad de escarbar ya no en las costumbres y hábitos de un grupo humano sino en la biografía de algún pensador de fuste, se descubren recovecos y propuestas que maravillan a cualquiera. Pero es que muchas veces, con la idea de simplificar, se prefiere tomar la historia de a grupos inmensos y parece más fácil personificarlos en los gobernantes y sus dinastías, en lugar de tomarse el trabajo y sacar provecho de todo lo que subyace.
En realidad, no hay queja justificada al aplastamiento de la vida personal cuando simultáneamente en los hechos se respaldan las ideas y principios que fortalecen y endiosan las estructuras estatales y a su correspondiente radio de acción para administrar vidas y haciendas ajenas.
Comienzo el cierre de esta nota periodística con el peligro de la degradación de la democracia para convertirla en una especie de ruleta rusa, no solo formuladas por los Giovanni Sartori de nuestra época sino por autores como Joseph Schumpeter que en Capitalismo, Socialismo y Democracia donde se pregunta y se responde al abrir la segunda parte “¿Puede sobrevivir el capitalismo? No; no creo que pueda.” Y esto a pesar del éxito extraordinario que, como dice el autor, ha producido el capitalismo para las masas. Entre varios factores que se señalan en el libro, el autor destaca que es debido a que “el capitalismo plantea su litigio ante jueces que tienen la sentencia de muerte en sus bolsillos” en base a que “la masa del pueblo no elabora nunca opiniones determinadas por su propia iniciativa. Todavía es menos capaz de articularlas y convertirlas en acciones coherentes. Lo único que puede hacer es seguir o negarse a seguir al caudillaje de un grupo que se ofrezca a conducirlo”, lo cual nos lleva al “concepto particular de la voluntad del pueblo [...] ese concepto presupone la existencia de un bien común claramente determinado y discernible por todos” pero, en Psicología de la multitudes Gustave Le Bon nos recuerda que “el comportamiento humano bajo la influencia de la aglomeración, especialmente la súbita desaparición -en un estado de excitación- de los frenos morales y de los modos civilizados de pensar y sentir; [...y] la súbita erupción de impulsos primitivos, de infantilismos y tendencias criminales” y de modo similar a Schumpeter se pronuncia Benjamin Roggie en ¿Can Capitalism Survive?
Estas últimas reflexiones nos llevan a meditar seria y urgentemente en nuevos límites al poder político al efecto de salvaguardar la democracia, tal como han hecho pensadores de peso como Hayek, Leoni y antes que ellos Montesquieu en pasajes poco explorados de su obra cumbre que habría que repasar con detenimiento a los que me he referido en otros textos y lo seguiré haciendo ad nauseam hasta lograr el objetivo dada la gravedad del asunto.
A esta altura es un lugar común citar a George Santayana en cuanto a que “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla” en el sentido de masticar y digerir adecuadamente lo sucedido a los efectos de aprender las lecciones de la historia -al contrario de la advertencia estampada por Huxley con que abrimos esta nota- para progresar y no estar condenados a machacar en los mismos errores.