Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El Congreso de los Diputados ha aprobado en España, luego de furibundas discusiones dentro y fuera del parlamento, la eutanasia. Esperemos que el Senado respalde esta decisión y España acompañe a los seis países que en el mundo han aprobado ya leyes semejantes, pese a los argumentos en “favor de la vida”, como dicen sus opositores, reclutados fundamentalmente en los círculos religiosos, sobre todo católicos.
En uno de sus primeros ensayos, Albert Camus escribió que el suicidio es clave para responder a la pregunta fundamental de la filosofía; quienes eligen la muerte dan una respuesta negativa a la pregunta de si la vida tal cual merece ser vivida. La ley aprobada, sin embargo, no favorece ni estimula el suicidio, como lo ha explicado muy bien Edmundo Bal en su artículo Ley de eutanasia: una garantía de libertad (El Mundo, 24 de diciembre 2020); se limita a considerar el caso —terrible— de aquella minoría para la cual la vida es el infierno, según las peores descripciones que hicieron de él los textos medievales, que insistieron en este tema de manera obsesiva, y no pueden ponerle fin por sí mismos, pues una horrenda ley los obliga a vivir, es decir a morir mil veces cada día, hasta que ese suplicio termine sólo cuando mueran de “muerte natural”. Es verdad que las víctimas de esa crueldad no son muy numerosas —pero sí algunas decenas de miles o acaso hasta centenares de miles en el mundo entero—, pero que ese “derecho a morir”, inseparable del “derecho a vivir” que defendemos los liberales, sea al fin reconocido en España es una señal de progreso y civilización.
Me refiero, por supuesto, a los enfermos terminales que saben que lo son y saben también que están condenados a vivir —parece la negación misma de esa expresión— hasta que la muerte “natural” ponga fin a sus atroces padecimientos.
La ley aprobada toma todas las precauciones del caso. Quienes deciden pedir ayuda para poner fin a sus días deben hacerlo hasta en cuatro ocasiones –—los menores de edad están excluidos—, ser examinados por facultativos que confirmen su estado de salud y su decisión. Sólo luego de estos trámites se da el visto bueno a la eutanasia. Es difícil, acaso imposible, que en estas condiciones la determinación de una persona de poner fin a sus días sea utilizada por personas ajenas para perpetrar un crimen o empujar a una víctima a acabar con su vida.
La defensa de la vida, en este caso, equivale a una macabra broma pues celebrar en un enfermo terminal los fastos de la vida de los que no podrá nunca disfrutar, no cabe siquiera discutirla, sólo facilitarle la salida tomando, claro está, todas las precauciones posibles para, en primer lugar, confirmar que la víctima ha tomado esta decisión de manera firme e inevitable y sin otra razón que la de la enfermedad terminal. La ley aprobada en el Congreso de los Diputados lo establece así.
Ahora bien, el problema es más vasto que el de una reducida minoría. ¿Puede la sociedad oponerse a quienes, sin estar doblegados por una enfermedad, quieren ejercer el “derecho a morir”? Una persona, en plenas facultades, puede decidir que la vida tal como es no justifica la existencia. No es mi caso, desde luego, ni el de la inmensa mayoría. Pero hay, ha habido y habrá siempre gente que ve en la muerte una solución a sus problemas. En la inmensa mayoría de los casos, estas víctimas no necesitan pedir ayuda para tragar un veneno, estrellar un auto contra un árbol, o, como hizo un primo mío, lanzarse al abismo desde los farallones de Barranco. Para ayudar a estos suicidas se han creado sociedades secretas o públicas —como la que auspiciaba Arthur Koestler, quien se mató junto con su esposa cuando supo que tenía un cáncer— que les echan una mano cuando deciden poner fin a sus días ¿Cuál debería ser la actitud de la sociedad civilizada en esos casos excepcionales? Respetar el “derecho a morir”, la contrapartida inseparable del “derecho a vivir” que elige la enorme mayoría de los seres humanos.
Recuerdo, a este respecto, un concurso de documentales para la televisión, del que fui jurado hace años, en Montecarlo. Entre los miembros del jurado figuraba una actriz francesa, Marina Vlady, que había misteriosamente desaparecido de las pantallas cuando estaba en lo mejor de su carrera. Allí supimos que lo hizo por amor: se enamoró de un ruso, se casó con él y se fue a vivir a la URSS, donde, según nos dijo, era muy feliz. Nos pidió que excluyéramos de la competencia un film holandés que hacía propaganda de la eutanasia, adoptada en Holanda hacía algún tiempo. Le dimos gusto. Retiramos el film del concurso, pero le dimos un premio extra, pues era el mejor, según todo el resto del jurado.
El personaje central de aquel film, dueño de un bar, había sido antes un marino, que, al saber que tenía un cáncer, eligió, de acuerdo con su esposa y su médico, recurrir a la eutanasia. Él y el médico hacían la gestión ante el gobierno, que nombraba de inmediato a dos facultativos para que confirmaran su decisión y verificaran su enfermedad. Luego, informaban al sujeto de las formas que adoptaría aquella ceremonia. Él tendría el control hasta el último momento. Creo que le ponían una inyección, la que podía cancelar de viva voz, o, si estaba desprovisto de ella, mediante un parpadeo o un movimiento del dedo índice. Los dos médicos debían indicarle, a la vez, cuándo aquella inyección mortal se volvía “irreversible”. Todo el acto transcurría de este modo, con gran serenidad por parte del moribundo, sostenido de la mano por su esposa, que, ella sí, temblaba y tenía los ojos arrasados por las lágrimas.
Creo que ninguno de los jurados de aquel festival, cuando vimos el documental, sacamos de él la menor nostalgia de la muerte. Por el contrario, la reacción de todos fue respirar más tranquilos —sobre todo la ceremonia final nos había tenido con los nervios de punta— y con un inmenso, indescriptible, entusiasmo por la vida, por el privilegio extraordinario que es estar vivos y saber que lo estaremos por algunos pocos o largos años más. Qué felicidad saber que la vida estaba allí, a nuestro alrededor, y que lo estaría todavía por algunos o por muchos años, con sus comidas, bebidas, amistades, amores y lecturas, todo aquello que nos hace pasar los días en paz o con exaltaciones que nos separan y alejan de la muerte, y nos vuelven insensibles a las solicitaciones y seducciones que puede tener la extinción para algunos contados semejantes. Que ellos existan no significa necesariamente que anden mal las cosas en este mundo, aunque para muchos esto sea una verdad. Pero es sabido que a los países más adelantados de la tierra, como Suecia y Suiza, se les atribuye un número de suicidios que supera al del resto de los países; nunca he sabido si estas estadísticas eran ciertas o más bien resultado de la envidia, que opera también en todos los órdenes de la vida social, incluso (iba a escribir sobre todo) en este campo, tan fracturado por las polémicas. El derecho a vivir no se ve amenazado por el derecho a morir, más bien reforzado, porque no hay nada como la referencia de la muerte para apreciar las infinitas riquezas de la vida.
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