Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Albert O. Hirschman era un judío alemán que, como sus compatriotas Hannah Arendt o Walter Benjamin, parecía haber leído todos los libros y hablar todos los idiomas. Nacido en Berlín, en 1915, huyó de la Alemania nazi en 1933, donde había comenzado a estudiar Economía y a militar en el Partido Socialista. Continuó sus estudios en Francia, Londres, Trieste, y se convirtió en un especialista en la economía de Italia, a la vez que viajaba a París, donde contribuyó a embarcar a Estados Unidos a muchos intelectuales, profesores y políticos perseguidos por el fascismo. Durante la Guerra Civil española fue, como George Orwell, miembro de las Brigadas Internacionales, por simpatías hacia el POUM, pequeño partido de inspiración trotskista. Fue herido en la guerra pero siempre se negó a hablar de su experiencia en España. Terminó en Estados Unidos, donde, además de recibir otros doctorados, continuó su lucha intelectual en favor del socialismo democrático.
Yo lo conocí en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, una institución admirable, que acogió a Albert Einstein cuando se refugió en los Estados Unidos. Allí, los miembros no tienen que enseñar, sólo investigar. Disponen de la biblioteca de la Universidad y tienen recursos para organizar simposios y conferencias relacionados con los temas en que trabajan. A Hirschman no le gustaba enseñar, prefería la investigación. Había trabajado para la Fundación Ford y el Banco Mundial y enseñado en las mejores universidades. Vivió varios años en Colombia y conocía los problemas de América Latina (y del mundo entero) como nadie. Clave Intelectual acaba de publicar una nueva edición de su último libro, La retórica reaccionaria, en una nueva traducción que lleva un excelente y extenso prólogo de Joaquín Estefanía, así como un colofón, no menos interesante, de Santiago Gerchunoff.
La obra de Hirschman no es muy conocida en España, aunque sí en América Latina, en Estados Unidos y en el resto del mundo occidental, y muchos, como Estefanía, lamentan que nunca ganara el Premio Nobel de Economía, del que se había hecho merecedor por la originalidad, riqueza y amplitud de su obra. Decepcionado de los grandes esquemas revolucionarios a los que se adhirió en su juventud, defendió la idea de los pequeños avances económicos y sociales, entre ellos de la libertad, para asegurar el progreso y abrir al Tercer Mundo la posibilidad del desarrollo y de la democracia política. Al mismo tiempo que en sus ensayos ponderaba esta acción práctica y “el derecho a contradecirse”, combatía contra los economistas liberales, tipo Friedrich Hayek —pese a que Camino de servidumbre le había causado un gran impacto— o Milton Friedman, y no se diga los Chicago Boys chilenos que se habían aliado con un dictador para impulsar las reformas económicas que proponían.
¿Había llegado a la conclusión de que el comunismo estaba muerto y que la sola solución con justicia para los problemas de la sociedad humana —la desigualdad, la explotación, las dictaduras y enormes desajustes sociales— era un capitalismo a la manera escandinava, moderado por el voto popular, la Seguridad Social y demás medidas adoptadas por el Estado para reducir las distancias y promover los niveles económicos de obreros y campesinos? Nunca lo dijo tan explícitamente, pero yo tengo la impresión de que fue así, aunque el hombre sabio y erudito que conocí era también muy prudente y no le gustaba exponerse demasiado, pensando en el medio en que vivía y escribía.
Este libro, La retórica reaccionaria, comenzó a ser escrito en épocas de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que aterrorizaron a los populistas y social progresistas del mundo entero, pues, aunque conservadores, ambos jefes de Estado promovieron reformas liberales muy ambiciosas que, entre otras cosas, enterraron al comunismo y parecieron iniciar el renacer de la democracia y del capitalismo. No fue así, y lo que vino después fue más bien un nuevo populismo de derecha, tan nefasto como los populismos de izquierda, y que, como ha ocurrido con Donald Trump en los Estados Unidos y Boris Johnson en el Reino Unido, ha desquiciado con su demagogia las ideas que decían encarnar.
La tesis de La retórica reaccionaria es muy simple, y, según Hirschman, nace con las objeciones de Edmund Burke a la Revolución Francesa del siglo XVIII, que en Reflections on the Revolution in France sostuvo que, contrariamente a lo que alegaban los revolucionarios, las reformas promovidas por la guillotina y las asonadas populares, en vez de revolucionar la sociedad en la buena dirección, destruirían todos los avances sociales y políticos logrados hasta entonces. Esta tesis, con los sutiles añadidos de la perversidad, la futilidad y el riesgo, la repetirán una larga lista de pensadores entre los que Hirschman cita al enloquecido Joseph de Maistre, que creía que Dios había enviado la Revolución Francesa para castigar a los seres humanos por su impiedad, junto a rigurosos economistas como Hayek o el muy moderado Isaiah Berlin, que defendió siempre una posición muy semejante a la suya y propiciaba el diálogo entre la izquierda y la derecha.
La voz de Albert O. Hirschman nos va a hacer falta en este mundo sacudido, cuando menos lo esperaba, por un coronavirus que ha causado estragos cuando creíamos que el ser humano y la ciencia habían conquistado el mundo natural. No ha sido así y los sobrevivientes de este cataclismo medieval van a despertarse, cuando pase la pandemia, en un mundo empobrecido, en el que el Estado habrá crecido en todas partes asfixiando la libertad más de lo que ya está, y en la que los nuevos populismos, impregnados de racismo y de un nacionalismo irracional, se disponen a rematar las últimas instituciones y a conquistar el poder. No les será fácil, desde luego, pero la batalla será durísima y en ella hubiera jugado un gran papel alguien como Hirschman, que creía en las ideas, en el diálogo entre adversarios, desconfiaba de los esquemas totalizadores y proponía los modestos avances, sin violencia y sin víctimas, resultado de un diálogo en el que los antiguos enemigos llegarían a consensos y acuerdos concretos.
Esa es la buena postura y en sus libros Albert O. Hirschman la defendió de manera persuasiva. Era un hombre decente y limpio, de enorme cultura, y, cuando llevaba este último libro muy avanzado —lo cuenta él en sus páginas—, advirtió que la retórica “reaccionaria” que describía podía aplicarse también, milimétricamente, a una izquierda que, sobre todo en América Latina, era sectaria e intolerante y tendía a ver las cosas de un solo lado. Trató entonces de cambiar el título del ensayo y en vez de “reaccionaria” poner la palabra “intransigente”, pero el editor no se lo permitió. Sin embargo, en el capítulo sexto de su ensayo, esta nueva fórmula está muy explicada, y las alabanzas de Gerchunoff, que comparto plenamente, premian el realismo y sentido práctico de Hirschman. Son actitudes como las suyas las que nos harán falta en esta nueva etapa insegura y nebulosa que se abre ante nosotros: desconfiar de las grandes configuraciones que prometen traer el paraíso a la tierra, y promover aquello, por insignificante que parezca, que haga avanzar la justicia y la libertad, y retroceda la animadversión y la política convertida en religión, donde hay los buenos y los malos y uno solo de ellos sobrevivirá. El paraíso está demasiado lejos para traerlo a la tierra. Entre los ideales posibles hay algo más modesto y efectivo, por lo que Hirschman apostó: aprender a coexistir, poner fin a la brutalidad, dar a la democracia y a la libertad el dinamismo que han perdido, salvar lo que todavía sea posible en el siniestro panorama futuro que se dibuja ante nosotros.
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