Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Fue una suerte para América Latina que, en su infancia, Michi Strausfeld viera esos documentales de Hans Domnick que mostraban las suntuosas ruinas de los aztecas y los mayas en México y Guatemala, y las enigmáticas piedras del santuario militar de Machu Picchu, en el Perú. Porque de ello resultó una crítica y editora latinoamericanista que ha hecho por la difusión de la literatura de América Latina en Alemania más que todas las universidades juntas de su país.
No exagero nada. Ella estudió Filología Inglesa y Románica y se doctoró con una tesis sobre la obra de García Márquez. Viajó por todos los rincones del Nuevo Mundo, las grandes ciudades y los pequeños villorrios perdidos, se hizo amiga de escritores y editores, aprendió las lenguas que allí se hablan (además de los infinitos dialectos), el español, el portugués, el francés y el inglés, y, como editora, primero en la editorial Suhrkamp y luego en la S. Fisher, publicó traducciones de muchos autores latinoamericanos, además de organizar simposios, mesas redondas y hacer invitar a Alemania a infinidad de autores. Lo dicho: más que todas las universidades de Alemania juntas.
Y, como si todo esto fuera poco, acaba de editar en español un espléndido libro de más de medio millar de páginas que se titula Mariposas amarillas y los señores dictadores (Debate), que termino de leer. Ante todo, hay dos cosas por las que felicitar a Michi Strausfeld. La primera es que se refiere a la literatura de ese vasto continente como un todo integral, muy variado pero orgánico (¿qué diferencias esenciales hay entre las literaturas del Ecuador, Perú y Bolivia, o entre la argentina y la uruguaya?), y la segunda, que juzga y se refiere a la poesía, el cuento, el ensayo y la novela como algo esencialmente ligado a la historia; así lo estuvo en Europa en el pasado, y, sobre todo, en el siglo XIX. Eso le permite, en su frondosa investigación, referirse no sólo a los libros literarios más originales y creativos, sino, también, a fabulaciones de menor importancia por lo que aportan como testimonios e investigaciones particulares de la violencia que recorre ese continente derivada de las dictaduras, de la lucha contra ellas, de la discriminación de la mujer, y, en los últimos años, como consecuencia del tráfico de drogas. El libro está muy bien escrito y, pese a su envergadura, se lee con amenidad y simpatía, porque las sesudas nomenclaturas y rigurosos análisis están aligerados con anécdotas, chismes, confidencias y alarmantes paseos por regiones inhóspitas, dominio de las guerrillas y sede de asesinatos sin cuento.
Como a muchos intelectuales europeos, a mi amiga Michi Strausfeld le encantan las revoluciones y le gustaría que los escritores estuvieran siempre del lado de esos rebeldes que luchan por las buenas causas —no siempre es así y algunos intelectuales latinoamericanos estamos muy lejos de las pistolas y las bombas y aspiramos a que América Latina sea un continente pacífico y democrático, sin pistoleros ni explosivos, como ocurre ahora en Alemania, por ejemplo—, pero hay que decir en su favor que no discrimina a nadie según criterios políticos, y que da tanta cabida a Mario Benedetti y Eduardo Galeano como a Octavio Paz y Sergio Ramírez en las páginas de su fascinante libro. La única omisión mayor que he encontrado en estos capítulos donde hay más de un centenar de libros y autores estudiados —en análisis generalmente penetrantes y acertados— es la del chileno Jorge Edwards, novelista, cuentista y ensayista de alto nivel, que hubiera merecido figurar en este original panorama de las letras latinoamericanas.
El libro comienza con el descubrimiento, es decir, en octubre de 1492, cuando Colón escribe al papa Alejandro VI que tiene la impresión de “que estos parajes son los del paraíso terrenal”. Los principales cronistas, Bernal Díaz del Castillo para México y el Inca Garcilaso de la Vega, del Perú, están bien estudiados, con páginas que conservan intacto el maravillamiento de los españoles con los palacios, plazas y caminos, al mismo tiempo que descubren tribus primitivas, civilizaciones refinadas de exquisitas arquitecturas y ciudades lacustres. El libro da un salto sobre los años coloniales —sin dejar de citar, por supuesto, a sor Juana Inés de la Cruz, lejana discípula de Góngora—, en que las novelas estuvieron prohibidas en América, por una misteriosa razón que, hasta ahora, nadie ha sabido explicar. La prohibición no funcionó en lo que se refiere a la importación de libros, porque el contrabando era muy intenso —se dice que los primeros ejemplares del Quijote llegaron al Callao ocultos en una barraca de vinos—, pero sí a la de publicar, pues la primera novela que se imprime en América es El periquillo sarniento, en México, sólo en 1816.
El libro se intensifica en los siglos XIX, XX y el XXI, a medida que las colonias se independizan y comienza el período de las dictaduras militares, en que América Latina, con excepciones para las que sobran los dedos de una mano, se dedica a entrematarse, a robar y a destruir las flamantes repúblicas, que, traicionando el legado de Bolívar, en vez de unirse a la manera de América del Norte, se dividen y subdividen y se dedican a guerrear entre sí y con los vecinos, hasta convertir el nuevo continente en un aquelarre siniestro. Este es el momento en que surgen, con gran fuerza, la poesía y las novelas, como una floración literaria de la guerra y los múltiples problemas sociales. Michi Strausfeld insiste mucho, y de manera convincente, en que esta literatura llena los vacíos que deja la historia, y exalta y diversifica hasta el extremo lo que los grandes hechos históricos no están en condiciones de detallar: el sufrimiento inicuo de las víctimas, la crueldad en que se traducen para los pobres las enormes divisiones sociales, la manera como Estados Unidos ampara a las compañías norteamericanas sobornando o atropellando a los gobiernos que inician procesos de reforma agraria y estableciendo los primeros síntomas —en la educación pública— de la igualdad de oportunidades.
Estas son las páginas más interesantes de su libro: la manera como la literatura se infecta de la problemática social y la va reflejando, a veces aumentada, a veces disminuida, pero siempre a caballo de una realidad viva, aunque imagine un pueblo de muertos, como Juan Rulfo, o el espectáculo de un país devastado por un dictador loco, erudito y sanguinario, como el doctor Francia, en las novelas de Augusto Roa Bastos. Ella advierte, con muchísima razón, que en la literatura es donde comienza a documentarse la condición de la mujer, y las luchas, ahora extendidas por todo el continente, por su emancipación, un proceso lento y terrible ya en marcha y con logros ciertamente alcanzados.
El problema de la droga ocupa buen número de páginas y con mucha razón: los cárteles han acumulado riquezas que ciegan y generado una violencia infernal, sobre todo en Colombia y en México; en aquel país subvencionaron medio siglo de guerrillas y sus masacres espantosas, y en éste la violencia ha alcanzado unas cuotas de horror sobre el que nos ilustran las “crónicas” del periodismo, género al que Michi dedica, muy justamente, buen número de páginas.
Ella lamenta que, luego del famoso y ya difunto boom de la literatura latinoamericana, Europa se haya desinteresado ahora de ésta, sobre todo pensando en los años sesenta y setenta del siglo pasado. No debería. Ya estamos allí, también en Europa, y no somos nada exóticos, no valemos por el mundo del que venimos, sino en función de lo que hacemos, ni más ni menos que los franceses, los ingleses, los italianos, los alemanes y los otros europeos. ¿No era eso lo que queríamos?
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