Una persona, aún en una sociedad sin estado, tendrá rasgos nacionales y muy probablemente se identifique, aún de forma tácita con alguna de ellas. Hablará algún idioma, tendrá alguna religión o si carece de ella lo hará de alguna forma particular (el ateísmo no se entiende de la misma forma en distintas culturas). Tendrá determinadas costumbres culinarias o gastronómicas y seguramente está imbricado en alguna historia nacional a través de la memoria de sus antepasados (que por fuerza debieron formar parte de alguna). Esto es aún careciendo de una forma de dominación política es muy probable que nuestro futuro ancap siga identificado con alguna comunidad de corte nacional.
Sin embargo desde el estallido de las dos grandes guerras mundiales el nacionalismo ha perdido buena parte de su halo modernizador, sobre todo en ambientes liberales. Popper (que ni si quera era un liberal sino un socialdemócrata) por ejemplo, ha sido uno de los principales debeladores de los mitos nacionalistas en medios liberales, seguido de una pléyade de autores que buscar eliminar toda suerte de lealtad nacional. El nacionalismo sería una suerte de vuelta al tribu y a valores más propios de la caverna que de sociedades civilizadas. Despertaría las mas bajas e innobles pasiones humanas y los practicantes de tal fé perderian en el proceso todo lo que les quedase de seres racionales.
Puede que ilustren una potencial patología social, pero no nos dan una alternativa a nuestra necesidad de autoidentificación. Su propuesta suele ser un vago individualismo en el que una suerte de seres humanos atomizados, sin familias, naciones o religiones fuertes buscarán su mejor interés de forma “racional”. Esto desde luego parece más una receta para garantizar el dominio de los estados sobre seres humanos desprovistos de lazos de cohesión que una propuesta para un orden social libre. Robert Nisbet en un clásico absoluto del liberalismo conservador, Community and Power, insiste mucho en este aspecto al explicar como la comunidad, entendida de forma amplia, puede sustituir muchas de las funciones que presta el estado, pero siendo necesario para ello la existencia de un mínimo de cohesión y confianza social. La comunidad nacional puede entonces constituirse en una suerte de cemento social que contribuya a reducir costes de información y permita la sustitución de funciones ahora prestadas por el estado por entidades de sociedad civil que no tengan necesariamente que usar mecanismos coactivos para su provisión.
En los últimos años hemos asistido a la aparición de numerosos estudios que refuerzan el papel de la nación como potencial generadora de resistencia frente a la actuación de los estados. Yoram Hazony, por ejemplo, en su libro, escritos desde postulados conservadores, sobre las virtudes del nacionalismo recuerda que este es uno de los principales frenos a la idea del gobierno mundial, que da aplicarse podría llegar a ser uno de los principales enemigos de muchas de las libertades de las que hoy disfrutamos y supondría el fin de la fértil anarquía interestatal a la que, con sus peros tanta libertad debemos. Es este un libro que ha desatado gran polémica en medios liberales pero que nos abre fértiles terreno de debate sobre la cuestión nacional, hasta hoy dominada por perspectivas críticas y cosmopolitas.
Otros autores como Bernard Yack o Yael Tamir también han hecho interesantes aportaciones al debate sobre el nacionalismo intentando conciliarlo con el liberalismo. Lo primero que manifiestan es que el nacionalismo, cualquier otra idea, no tiene porque responder del uso que de ella hacen los que dicen actuar en su nombre. Es cierto que en nombre de la nación se han cometido crímenes y se han justificado todo tipo de aberraciones y limitaciones a la libertad, pero por desgracia eso es algo muy común en muchas ideologías o religiones.
En nombre del cristianismo, el liberalismo (que se lo digan a los carlistas) o el socialismo se han cometido también todo tipo de abusos y a mi entender eso no tiene porque descalificar a la ideas en sí, que deberían ser discutidas como ideas, sino a los que pretenden hablar en nombre de ellas o construir una nueva sociedad bajo sus principios. En ese aspecto el nacionalismo no es más letal o nocivo que cualquiera de ellas. Es cierto que se han combatido grandes guerras en su nombre o se han realizado limpiezas étnicas, pero parece como si esa fuese la única forma en que puede ser entendido, y se olvidan otras expresiones del mismo. Si hacemos caso a Michael Billig, en su Nacionalismo banal, el nacionalismo se expresa mucho más frecuentemente en forma de competiciones deportivas (mundiales de fútbol, olimpiadas) o competiciones musicales del tipo de Eurovisión que en forma de cruentas guerras y matanzas. Este puede ser incluso jocoso y desmitificador y puede ser visto incluso como un elemento que conduce a una sana emulación. El nacionalismo violento no dejaría de ser una patología de la idea no la propia idea, pero por desgracia en el lenguaje común en nuestros ambientes parece ser esta la tónica habitual.
También en el ámbito económico cuando uno se refiere al llamado nacionalismo económico parece ser este el lenguaje habitual. Es cierto que el nacionalismo o la defensa de un supuesto interés nacional ha sido usado para justificar la implementación de medidas económicas proteccionistas del estilo de aranceles o cuotas de importación. También ha sido usado para proteger o subvencionar a determinadas empresas o sectores considerados “estratégicos” para la nación o para promover “campeones nacionales” en tales sectores. Pero la nación o el nacionalismo no son más que una justificación de tales medidas, que bien podrían haberse llevado a cabo en nombre de la clase obrera, el progreso, el bien del reino o la salvación de las almas. La nación o el nacionalismo operan en este entorno como una excusa para justificar el uso de la coerción estatal en la defensa de unos intereses determinados. Con la misma lógica y con mucha mayor razón podríamos defender políticas de librecambio o desregulatorias o incluso la abolición del propio estado por el bien de la nación, pues esta en efecto se beneficiaría de tales medidas. El error procede de la identificación entre estado y nación ( diferencia que reconozco a veces no es fácil de establecer dada la confusión de ambos conceptos.) de tal forma que los intereses de uno y otra se confunden.
Esta identificación ha sido desde siempre muy buscada por los detentadores del poder estatal de tal forma que los intereses de esta clase dominantes sean asumidos como propios por parte de los nacionales. Así cuando se subvenciona a una empresa amiga o se pone un arancel que protege a alguien próximo al poder pueda ser vendido que tal medida responde al interés nacional, cuando en realidad perjudica a la mayoría y sólo beneficia a unos cuantos. Pero el sentimiento nacional nada tiene que ver con estas triquiñuelas, más bien es víctima de la confusión resultante y de un uso espurio del mismo.
Pero pocos han defendido el nacionalismo como fuerza impulsora de la modernidad y del capitalismo como la profesora Liah Greenfeld. Esta en sus libros, Nacionalismo: cinco vias a la modernidad o su The spirit of capitalism: Nationalism and economic growth defiende el papel que este ha jugado históricamente no sólo a la hora de hacer esfuerzos para construir el nuevo sistema económico sino también para conformar los diferentes estilos que este ha adoptado según las diferentes culturas. La nación crea el capitalismo y este con el desarrollo de infraestructuras y el desarrollo de relaciones comerciales ayuda a cohesionar la nación.
Recordemos que el capitalismo deriva en muy buena parte de valores culturales previos, que se hallaban más en algunas naciones concretas, como Inglaterra o Flandes, y que si no hubiese sido por su conservación como un rasgo cultural o nacional propio muy probablemente nunca se hubiese desarrollado el sistema capitalista en la forma en que lo ha hecho. Pero también el capitalismo ha contribuido a generar una conciencia nacional. El desarrollo de la prensa de masas, la creación primero del ferrocarril y luego de puertos y carreteras (cuidado, muchas veces creadas por los propios capitalistas sin participación del estado) contribuyen a mantener y enriquecer la conciencia nacional. Las nuevas tecnologías de la información, el abaratamiento de las técnicas de grabación de imágenes y sonidos o la capacidad tecnológica de fabricar y conservar instrumentos musicales o todo tipo de utensilios del pasado han permitido conservar la memoria de las naciones incluso en aquellas que carecen de estado.
Especial mención merecen estas últimas. Los procesos de homogeneización de los estados modernos han encontrado resistencia en realidades nacionales distintas a la de la nación hegemónica en el estado. Estas realidades frenan la expansión estatal pues permiten escapar parcialmente a los mecanismos de “lectura” (usando el concepto acuñado por James Scott) que los estados tienen sobre sus poblaciones. Si estas no comparten el idioma, tienen formas distintas de agruamiento o cuentan incluso con pesos o medidas distintos, los estados verán dificultada su labor, y de ahí que busquen por todos los medios eliminar esas diferencias. Pero al tiempo esas diferencias nacionales restan capacidad al estado e impiden que este despliegue toda su capacidad. En cualquier caso distraen sus energías y limitan su poder . Algo que cualquiera contrario a la extensión del poder estatal debería celebrar, sea anarquista, minarquista o liberal.