Por Gina Montaner
La última vez que había visitado Nueva York fue un par de semanas antes de que estallara la pandemia en Estados Unidos.
Era principios de marzo de 2020 y ya en la ciudad se respiraba cierta inquietud por las aciagas noticias que llegaban de Europa y lo que se comenzaba a saber de un virus, el COVID-19, que en China hacía estragos. En ese momento casi nadie podía imaginar que poco después la metrópoli más vibrante de la nación se convertiría en epicentro de muertes en medio del desconcierto general.
He regresado a la Gran Manzana un año y medio después de que esta epidemia global sacudiera nuestras vidas. La llegada del verano ha coincidido con el levantamiento de severas restricciones que durante largos meses los neoyorquinos siguieron casi al pie de la letra. Un relajamiento que ha sido posible por el alto índice de vacunación alcanzado en un área del país donde la mayoría comulga más con las recomendaciones de los expertos que con las teorías que les dan la espalda a los datos científicos.
De los tiempos del confinamiento, el ulular constante de las sirenas y las calles desiertas, resurge un Manhattan que despierta con nervio del letargo forzoso. Lejos de los malos augurios que lo sentenciaron, gradualmente vuelve a poblarse con la energía que siempre ha caracterizado a esta franja vertical y urbana.
Basta con pasear y recorrer el alargado distrito para comprobar que los museos, restaurantes, tiendas y hasta garitos de música en vivo ya cuentan con una concurrida clientela. Un miércoles por la noche había cola en clubes como el Blue Note en el West Village para escuchar buen jazz.
Los vacunados (más del 70% de la población en NY ya ha recibido al menos una dosis) pueden acudir a la mayoría de los locales sin hacer uso de la mascarilla. No obstante son muchos los que aún se sienten más seguros con ella puesta. Todavía resulta extraño descartarla cuando durante meses la vida podía depender de tan socorrida protección.
Nadie en Nueva York, donde la consecuencia letal del virus afectó a tantos directa o indirectamente, olvida lo que significó encerrarse de la noche a la mañana en una urbe hecha para vivirla a la intemperie del asfalto y a la sombra de los rascacielos.
En víspera de las celebraciones del Orgullo Gay, la zona sur de Manhattan se alista para recibir a los visitantes que hasta ahora no se atrevían a viajar. Las terrazas son un enjambre de júbilo anticipado y en las mesas sobre la estrecha acera del mítico Stonewall Inn se festejan los avances que han costado sangre, sudor y lágrimas en la comunidad LGBTQ.
Más abajo, en Canal Street, Chinatown recupera el tira y afloja de las negociaciones callejeras para comprar todos la mercancía imaginable. Sobre Delancey, punto de encuentro de las diversas oleadas migratorias desde mediados del siglo XIX, el puente de Williamsburg es testigo mudo del trasiego diario entre la isla de Manhattan y Brooklyn.
Sin perder de vista la estela de muertes de una pandemia que todavía está por erradicar, la muchedumbre toma las calles con arrojo renovado. Nueva York, ciudad abierta.
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