Por Gabriela Calderón de Burgos
No es lo mismo protestar en un país con una democracia liberal, donde los individuos perciben su ingreso en gran medida de fuentes independientes, que en donde hay un régimen totalitario y las personas dependen generalmente del Estado. En el primero, puede ser que uno se vea inmiscuido en una turba sin una agenda clara que se torne violenta, pero no se arriesga ni el ingreso ni la vida y la libertad. En el segundo, manifestarse en contra del Gobierno significa todo lo contrario.
La gran mayoría de los que han protestado durante los últimos años en países tan diversos como Chile, Colombia, Ecuador, EE. UU., Francia, España, han vuelto a sus actividades normales y han seguido sus vidas. Esto a pesar de que en no pocos casos, los manifestantes cometieron actos de vandalismo en contra de propiedad privada y pública y agredieron físicamente a transeúntes inocentes. Si bien es cierto que en muchos lugares la policía cometió excesos o errores al controlar los disturbios, estas no dejan de ser sociedades donde los ciudadanos son libres de expresar sus opiniones y asociarse con quien deseen y cambiar sus gobiernos de manera pacífica.
En cambio, en países como Cuba y Venezuela, generalmente los manifestantes son brutalmente reprimidos, encarcelados o desaparecen. Vimos cómo el régimen reprimió duramente a los manifestantes y Díaz-Canel mismo hizo un llamado a que así se lo hiciera. Que el régimen disfrace de civiles a sus militares y demás agentes ya engaña a pocos. La dictadura procedió a bloquear el acceso de Internet, dificultando que todos podamos ver tan fácilmente lo que sucedía en la isla como vimos lo que ocurría en otras ciudades que tuvieron protestas en los últimos años.
Ciertamente que son distintos tipos de protestas. Las primeras generalmente están inspiradas en alguna utopía y sentimentalismo en boga en torno a problemas que no están respaldados por la realidad. Pretenden abordarlos destruyendo la institucionalidad democrática liberal que los ha conducido al nivel superior de prosperidad y libertad de las que gozan hoy. Las segundas tienen que ver con algo que damos por sentado en Occidente: la libertad.
En su libro de 1982 El tercermundismo, el venezolano Carlos Rangel describe al primer tipo de descontento como algo que le recuerda la fábula de Esopo en la que las ranas, descontentas con el desorden de su estanco resultante de gobernarse a sí mismas, clamaban por un rey que fuera más enérgico y activo. Sucede que Júpiter les envió una grulla que activamente se devoró las ranas una tras otra. Moraleja: cuando se clama por cambios radicales, primero debemos estar seguros de que estos podrían mejorar nuestra condición.
Agregaba Rangel: “El utopismo es generalmente considerado virtuoso y estéticamente agradable, a pesar de los monstruos políticos que ha generado en la práctica, entre los cuales se cuentan todos los experimentos totalitarios. En cambio, el libertarianismo sufre de cierta desconsideración, por intuírselo fundado en la comprensión de que los hombres son imperfectos y dispuesto a acomodarse a esa realidad, en lugar de proponer construir un ‘hombre nuevo’, un ‘superhombre’”.
Los cubanos quieren eso que damos por sentado en las sociedades ‘normales’ y para pedirlo están haciendo sacrificios heroicos.