Por Alberto Benegas Lynch (h)
En esta nota me refiero a quien fuera conocido como el marqués de Lafayette (Marie-Joseph Roch Gilbert du Motier, 1757-1834) quien peleó como general designado por Washington en la revolución estadounidense contra el imperio británico y también como general en el origen de la revolución francesa. Su cercanía en las colonias norteamericanas a Thomas Jefferson y Benjamin Franklin y su amistad en Francia con Benjamin Constant y Madam de Staël ponen de manifiesto su espíritu liberal.
Lafayette participó activamente en la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre junto a personalidades como Mercier de la Rivere y a través del océano con la cooperación de Jefferson cuando Lafayette fue electo a la Asamblea de los tres estados generales, donde se establece claramente la trascendencia del derecho de propiedad privada y el respeto a la igualdad de derechos en los dos primeros artículos. La contrarrevolución copada por los jacobinos decretó su arresto, por lo que huyó a Bélgica. Más adelante en su correspondencia dirigida a Jefferson, el 14 de agosto de 1814, sostuvo que Napoleón reflejaba “la inmoralidad de su mente” y “el amor por el despotismo” (hoy diríamos en plena coincidencia con historiadores de la talla de Paul Johnson en su obra sobre aquél sujeto y las célebres consideraciones de Leo Tolstoy y que solo por un accidente puede ponerse en el lado del activo su código civil). En dos de sus discursos Lafayette resumió el eje central de sus desvelos: en Virginia colonial sostuvo que “Hay derechos naturales e imprescriptibles que ninguna nación tiene la facultad de violar” y en París afirmó que “La libertad consiste en todo lo que no lesione a otro”.
Nuestro personaje comenzó sus días bajo el reinado de Luis xvi pero a poco andar se adentró de los desmanes del árbol genealógico inmediatamente anterior del “Rey Sol” y su lema de “el Estado soy yo” y de su sucesor que operaba bajo la poco considerada y por cierto poco modesta consigna de aquello de que “después de mi el diluvio” con el entusiasta apoyo en los desmanes por parte de las amantes oficiales, primero Pompadour y luego du Barry pues el a veces alegado “derecho de pernada” (ius primae noctis) no era suficiente. Tal como consigna en sus memorias, desde muy joven se percató de las injusticias de las castas reinantes y su corte y de la consecuente situación de miseria y despojo de derechos de los habitantes de su país. En sus viajes por Francia quedaba “horrorizado con los rostros embrutecidos, contorsionados por el odio que asomaban a los costados de las ventanillas de su cupé” nos relata Andreas Latzko en su Lafayette, a Life.
Pero sus estudios no lo hicieron caer en las recetas fáciles y contraproducentes de sustituir un autoritarismo por otro por lo que decididamente se volcó al estado de derecho y a la libertad de mercados en oposición a los Colbert que lo precedieron con una inclinación más bien a la fisiocracia, tal como explican autores disímiles en sus apreciaciones pero de quienes se puede extraer jugo de interés como Lloyd Kramen en Lafayette in Two Worlds: Public Cultures and Personal Identities in an Age of Revolution, Charles W. Noth en Liberte, Egalite, Fraternite: the Amerian Revolution & the European Republic y de Laura Aurecchio The Marquis: Lafayette Reconsidered.
Ya a los quince años de edad llamó la atención de sus maestros en el Colegio de Plessis una composición que fabricó en latín titulada “La superioridad del espíritu del hombre sobre la fuerza bruta” en la que, como también apunta el antes mencionado Latzko, “con su rebeldía innata el muchacho hizo una apología del espíritu revolucionario de la libertad” y el mismo autor subraya que “El joven Lafayette, con su seriedad, su ardiente sed de destacarse y su amor por el saber, estaba completamente fuera de todo en ese círculo [el de la casta gobernante y sus acólitos] de febriles perseguidores del placer” y “como a los funcionarios del gobierno no se les pagaba o se pagaba con gran atraso, había que permitirles meter la mano en la rica caja [de los dineros públicos]”.
Debido a que son muy escasos sus testimonios escritos y muchas sus alabanzas públicas a las amistades como las señaladas y también frecuentes sus tertulias con los personajes mencionados, es de interés recordar telegráficamente qué ideas y valores sustentaban sus inspiradores más relevantes. Sus principales fuentes de consultas han sido George Buchanan, Algernon Sidney, John Locke, Montesquieu, Diderot, D´Alambert, Voltaire y de modo especial Turgot, por razones de espacio y debido a que en otras ocasiones nos hemos referido a los otros pensadores y debido a la antedicha importancia de este personaje para sus especulaciones intelectuales, en esta oportunidad centraremos nuestra atención en este último al efecto de mostrar la comprensión de Lafayette respecto a los fundamentos del mercado libre aun con ciertas disquisiciones algo técnicas pero no hay otra manera de ilustrar la profundidad y anchura de los intereses del personaje de marras pues “se decidió por zambullirse en los temas más intrincados para conocer el sustrato del valor de la libertad en lugar de quedarse flotando en la superficie”. En carta de Jefferson a Lafayette fechada en New York el 2 de abril de 1790 le reitera su amistad y admiración por su firmeza en los principios y cierra su misiva diciéndole que “usted es un cemento entre nuestras dos naciones” (The Life and Select Writings or Thomas Jefferson, NY, The Modern Library, 1790/1944, p.495).
A diferencia de Necker que fue tres veces requerido por el rey quien, entre otras medidas, por primera vez hizo públicos los estados financieros de la corona, Turgot participó en el gabinete gubernamental como ministro de finanzas solo en un brevísimo período, aunque había ocupado otros cargos burocráticos menores con anterioridad. Pero lo destacable de Jacques Turgot -Barón de l´Aulne- no es su paso por el aparato estatal, sino sus estudios y escritos de gran peso aunque muy breves en el tiempo que pudo dedicarse a esas investigaciones luego de sus estudios en la Sorbona.
Hasta donde mis elementos de juicio alcanzan, esta es la primera vez que se alude en el mundo hispanoparlante a los cuatro trabajos de Turgot que a continuación se citan que, como queda dicho, sirvieron de sofisticada instrucción al personaje de los dos mundos que aquí consideramos. Se han publicado otros en español que estimamos de menor significación, pero no los que ahora mencionamos. Estos textos se han traducido del francés en el mundo anglosajón en libros de historia económica pero hasta el momento no han aparecido en nuestra lengua.
Turgot en 1759 escribió Elogio a Gournay que fue quien acuñó la frase “laissez faire” como un alarido a gobernantes que no intervinieran en actividades legítimas de comerciantes y de quien aprendió economía vía los trabajos de Cantillon y donde Turgot consigna que “las innumerables regulaciones dictadas por el espíritu monopolista cuyo propósito es eliminar la industria y concentrar el comercio en pocas manos”. En este trabajo también explica el absurdo de pretender vender a otras naciones y no comprar de ellas cuando el objeto del comercio es en verdad la compra pues la venta es el costo que hay que incurrir para lograr ese objetivo de adquirir lo que se necesita puesto que el comercio libre siempre produce beneficios recíprocos.
Es el caso de subrayar que Turgot fue en parte pionero respecto a los muy incipientes estudios de miembros de la Escolástica Tardía del siglo xvi y la posterior decimonónica Escuela Austríaca en desarrollar la idea del conocimiento disperso en la sociedad que se aprovecha y coordina a través del sistema de precios, así escribe en el mencionado texto sobre Gournay que el comerciante “es el único que conoce los elementos particulares de su oficio que cualquier hombre iluminado está ciego de reconocer”. También en ese texto se detiene a mostrar que el interés personal constituye el motor de toda acción humana y que siempre será en coincidencia con el interés general legítimo y concluye que “el gobierno debe siempre proteger la libertad natural del comprador a comprar y al vendedor a vender” antes de que indagara en este concepto la Escuela Escocesa.
En 1763 comenzó un Plan sobre impuestos en general que quedó inconcluso donde señala los prejuicios de la succión desmedida y creciente de los gravámenes, en esta línea argumental escribe que “parecería que las finanzas públicas como un monstruo codicioso que siempre espera adueñarse de toda la riqueza de la gente”, aunque desafortunadamente influido en esto por los fisiócratas sobrevaloraba el significado de la agricultura parcialmente en detrimento de otros sectores por lo que sugería un impuesto único a la tierra, lo cual fue más adelante expandido por Henry George bajo el argumento falaz de “la renta no producida” y las externalidades no merecidas sin ver que todos nuestros ingresos se deben a las tasas de capitalización que generan otros.
Otro de los escritos de Turgot también lamentablemente inconcluso en 1769 titulado Valor y moneda donde sorpresivamente retoma la idea iniciada por la antes mencionada Escolástica Tardía sobre la teoría subjetiva del valor, mucho antes de Carl Menger en 1871. Turgot no solo desarrolla una teoría monetaria de gran interés como la completaría tiempo después Ludwig von Mises, sino que en ese contexto explica como la economía no puede referirse a números cardinales, solo ordinales ya que “no es susceptible de mediciones” e insinúa la imposibilidad de comparaciones intersubjetivas y da los pasos iniciales para el establecimiento del concepto de costos de oportunidad.
En 1766 Turgot publica un trabajo que adquirió fama inmediata: Reflexiones sobre la formación y distribución de la riqueza donde se detiene a considerar los procesos simultáneos de producción-distribución que contradicen concepciones modernas en cuanto a la pretendida posibilidad de tratar esa cara y contracara como si fueran independientes. Este trabajo de Turgot es una refutación anticipada a la concepción de John Stuart Mill en su texto tan difundido en distintas facultades de economía tan criticado en ese aspecto por Friedrich Hayek, entre otros. Es vinculado a este aspecto que Thomas Sowell insiste en que nosotros los economistas deberíamos dejar de hablar de “distiribución” puesto que por una parte “los ingresos se ganan, no se distribuyen” y por otra es un buen antídoto para no continuar con la denominada “redistribución de ingresos” que significa volver a distribuir por la fuerza lo que libre y voluntariamente se llevó a cabo en el mercado.
Si bien Lafayette dedicó principalmente sus energías al terreno militar, es de gran interés mostrar que lo hizo en pos de sus ideales de libertad guarnecido en estudios, lecturas y amistades todas dirigidas a proteger las autonomías individuales y cuando ocupó cargos legislativos los dedicó en la misma dirección, siempre con preocupaciones basadas en la triada tan cara al espíritu liberal: la vida, la propiedad y la libertad de todos los integrantes de la comunidad civilizada. Por eso fue considerado el ciudadano de dos mundos y por eso será recordado como uno de los bastiones de la sociedad abierta.
En las últimas líneas de la antes aludida biografía de Lafayette por Andreas Latzko se enfatiza que el poder de las armas es destructivo si no está cubierto por la fuerza de las ideas liberales del respeto recíproco. Estos son los conceptos de un general estudioso de la mejor tradición del mundo libre que, como queda consignado, tuvo participación descollante en el terreno militar e intelectual en dos de los acontecimientos más sobresalientes de lo que va de la historia de la humanidad. En Francia se frustraron los ideales originales de la revolución con los embates del jacobinismo y en Estados Unidos de un tiempo a esta parte se está frustrando la revolución por el asalto del estatismo. Los franceses en gran medida pudieron revertir aquella frustración, es de esperar que los estadounidenses puedan revertir su declinación para bien de todos los espíritus libres y en homenaje a Lafayette.