Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Hace algún tiempo escuché una conferencia de una escritora afgana que vivía en Europa. Era monárquica y hablaba de su país cuando era un reino con nostalgia. Recordaba un Kabul donde las mujeres estudiaban en la Universidad y donde ella y sus amigos escritores y artistas se reunían en peñas a las que asistían mujeres que bebían y fumaban al igual que los hombres. No sé si su testimonio, impregnado de melancolía, desfiguraba la realidad. Y recuerdo ahora a Kipling, que, contando los problemas que tuvo el imperio británico para lidiar con los afganos, recordaba que éstos, luego de parecer derrotados, salían de las montañas, como las lagartijas, para golpear a mansalva a los soldados británicos. Y concluía: “Por eso, se puede decir que los afganos nunca han perdido una guerra”.
Como hemos visto, por el caos que ha sido el aeropuerto de Kabul en estos días de espanto, con muertos y heridos entre la muchedumbre, sobre todo femenina, que aterrada pretendía asaltar los aviones que llegaban hasta allí y escapar, los norteamericanos debían haber leído este texto de Kipling antes de planear una guerra de 20 años en la que, hablemos claro, han sido derrotados una vez más. La defensa del mundo libre —sin comillas— anda bastante mal desde que Estados Unidos fue derrotado por Vietnam. Y, por supuesto, la influencia de la China poderosa de estos días se apresura a ocupar, directamente o a través de su influencia económica, los lugares que los Estados Unidos dejan libres.
Esto plantea un serio problema a Occidente, del que nadie, o muy poca gente, quiere hablar. El comunismo, al mismo tiempo que los países libres sufrían derrota tras derrota, desaparecía para todos los efectos prácticos y, empezando por Rusia, seguido por China y los países satélites optaban por un sistema capitalista de “amiguetes”, en el que a los empresarios sólo se les pedía respetar las políticas del Estado —a lo que aquellos se prestaban sin mayores problemas— de manera que, en vez de un mundo socialista radical, parecíamos estar yendo a un sistema muy extendido de regímenes populistas y corrompidos que prevalecerían sobre las genuinas democracias y del que sería un ejemplo flagrante lo ocurrido en los últimos años en América Latina, con Bolsonaro en Brasil, la Kirchner en Argentina, y el reconstruido grupo de países izquierdistas de Puebla, esta vez bajo los auspicios del populista número uno del mundo actual, el mexicano Manuel López Obrador.
La OTAN parece cada día más una broma, o por lo menos una seria equivocación desde que el presidente Trump recordó a los países miembros que si querían que Estados Unidos se encargara de su defensa “tenían que pagar por ella”. Y pretendió cobrársela. Ninguno que yo sepa estuvo dispuesto a aceptar totalmente esta admonición, que hubiera puesto en aprietos económicos, o hundido en la catástrofe, a algunos países miembros de aquella organización encargada de velar por la defensa de los países democráticos. El resultado ha sido, luego de vivir la experiencia horrible de Afganistán, que la defensa del Occidente está en ruinas, aunque por el momento —por el momento no quiere decir para siempre— no haya amenazas directas a los países que, recordemos, inauguraron la libertad, crearon e impulsaron los primeros sindicatos, la escuela y la salud para toda la población, fundaron las primeras sociedades libres y también las más prósperas de la tierra. ¿No merece el gran legado de Occidente al mundo ser defendido mejor que lo está siendo ahora, luego de ver cómo los norteamericanos abandonan Kabul destruyendo en el mismo aeropuerto las armas que quieren poner a salvo de los talibanes, espectáculo bochornoso que el presidente Biden ha llamado “la más extraordinaria hazaña de nuestro tiempo”? La verdad es que no ha habido hazaña alguna en esta caótica salida del Ejército estadounidense de un país en el que nunca debió entrar, a no ser con la estricta convicción de ganar esa guerra, como no debió entrar a Vietnam a menos que hubiera estado dispuesto a derrotar a los norvietnamitas con todo el peso de su fuerza militar, algo que, sin duda, hubiera puesto en peligro la paz del resto del mundo, que es mucho decir.
En una diatriba contra la política de su propio país, acompañada de muchas verdades, el profesor Jeffrey Sachs ha dicho que en ambas intervenciones militares, Estados Unidos nunca se preocupó de abrir una escuela, una fábrica, o un sistema digno de salud y que por el hecho de ser exclusivamente intervenciones militares, Estados Unidos se había ganado la hostilidad de esos países donde iba sólo a guerrear y las críticas del resto del mundo. Aunque no estoy siempre de acuerdo con el profesor Sachs, creo que hay mucha verdad en su furiosa presentación del problema que describe. No es verdad que los países del tercer mundo deban recibir la modernidad y la civilización como un regalo del mundo desarrollado. Hay ejemplos hoy día —están entre ellos Singapur, Corea del Sur y Taiwán— de países que sin mayores ayudas han progresado fantásticamente y creado las condiciones que ya fortalecían a los países occidentales. Tampoco es, en el mundo actual de fronteras abiertas o por abrirse, obligación de la alianza introducir la modernidad y el desarrollo en países que pueden hacerlo por sí mismos, aprovechando el régimen de libertad que existe para las transacciones internacionales. Pero sí está dentro de las obligaciones de Occidente el defender la libertad que hemos alcanzado y que es nuestro gran legado al mundo de hoy y de mañana. La libertad no es una palabra sin respaldo, un simple ruido que emite la garganta en ocasiones de excepción. Es una manera de salir de la barbarie y el horror que hemos visto en estos días en el aeropuerto de Kabul, donde miles de mujeres trataban de huir para no tener que pasar el resto de sus días ensimismadas en un burka, sin poder estudiar, ni trabajar, ni salir a la calle solas, animalizadas por un sistema de camelleros que no ha variado un ápice desde que, hace cientos de años, surgió aquella religión en los desiertos de Arabia, sin que hasta hoy haya sido capaz de modernizarse y enfrentar, como lo han hecho las otras, la realidad de nuestro tiempo. En casos como el de Afganistán y de tantos países africanos sí es una obligación moral y material de lo mejor del Occidente de actuar de manera decidida en defensa de la mujer o, mejor dicho, simplemente de esa civilización que permitió decir a Karl Popper y a muchísimas personas en el mundo de hoy que, a pesar de todos los desastres a nuestro alrededor, “nunca hemos estado mejor”.
La Alianza Atlántica no es un artificio, sino una realidad. El mundo está dividido todavía, como escribió Sarmiento en el siglo XIX, entre la civilización y la barbarie. Permitir, por una cuestión de dinero, como quería Trump, que esta alianza que preserva las mejores cosas que han pasado al Occidente se desmorone, es demencial. El mundo libre debe defenderse y para eso necesita el liderazgo —real, no ficticio— de Estados Unidos, que no sólo es el país más próspero sino el mejor armado de la Alianza, y el que debe asumir ese liderazgo sin las mezquinas exigencias de Donald Trump ni los esfuerzos retóricos del presidente Biden de mostrar como un triunfo lo que ha sido una ignominiosa derrota por un país que anda todavía sin acabar de salir de la Edad Media. Rusia y China han visto con serenidad la catastrófica partida de los norteamericanos del aeropuerto de Kabul. No la olvidarán y, lo peor, es que en el futuro la tengan presente.
© Mario Vargas Llosa, 2021.
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