Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
A Biden resulta mucho más fácil colocarle adjetivos que sustantivos. Puede decirse que es sosegado, que su presidencia es amable, su estilo urbano. No acuden, en cambio, a la lengua palabras como ‘liderazgo’, ‘visión’, ‘transformación’ o ‘símbolo’.
Que su popularidad se esté deshaciendo como un terrón de azúcar cuando no cumple diez meses en el cargo es lo de menos. Lo de más es que no haya una razón que lo justifique. La economía va mal, sí, pero ya estaba lastrada por un déficit ciclópeo y una deuda salida de un cuento para asustar a los niños antes que de la contabilidad del Estado. Y, aunque haber revertido una de las pocas cosas que Trump había hecho bien (como desregular ciertas actividades atrapadas en un laberinto de Creta regulatorio) ha contribuido a frenar la recuperación, no es a Biden a quien hay que achacarle lo esencial del estado de cosas sino a una inercia que lleva años. El que sólo se hayan creado 194.000 puestos de trabajo el mes pasado en vez de los 500.000 que se esperaban, tiene más que ver con una herencia estructural a la que han contribuido demócratas y republicanos que a la presidencia de Biden.
Pero a lo que sí está contribuyendo Biden considerablemente es a lo que se está gestando: un desmadre financiero. Porque a pesar de un déficit fiscal que asciende a 13,5 por ciento del PIB, el presidente pretende que se apruebe un paquete de gasto en infraestructura de un billón de dólares y otro de asistencialismo social y climático de 3,5 billones, que equivale, en términos económicos, a ¡tres Españas! Un país financieramente desquiciado no puede soportar una barbaridad como ésta.
Biden pretende así insertar una mentalidad de años 30 (Roosevelt) y años 60 y 70 (Lyndon Johnson) en un contexto de siglo XXI en el que la inflación ya es la más alta en una década y los tipos de interés reprimidos han destruido el ahorro de millones de personas bajo un torrente de creación de dinero artificial que ha multiplicado el balance de la Reserva Federal a ritmo de vértigo y empezado a disparar la inflación. Lo que todo esto aconseja no es una presidencia manirrota sino volver a principios básicos de prudencia y sentido de los límites.
Biden no hubiera ganado las elecciones si no fuera porque los demócratas, temerosos de ser derrotados por Trump, acudieron a él a último momento como tabla de salvación a pesar de que lo habían ninguneado durante la primera parte de las elecciones primarias, y porque luego los independientes le dieron por razones parecidas el apoyo que no le habrían dado en otras circunstancias. Su victoria sosegó al país y contuvo temporalmente a la fiera populista de izquierda en su partido, lo que aplacó a su vez a la fiera populista de enfrente un tiempo. Pero Estados Unidos atraviesa una etapa en que hace falta mucho más que sosegar los ánimos. Los presidentes excesivamente sosegados sirven para tiempos normales. Por eso no les fue muy bien a Harding (años 20), Ford (años 70) y Bush padre (años 90), otros tres hombres tranquilos.
El país necesita poner en orden su casa fiscal y monetaria, y despejar el polvoriento clima de negocios que hoy frena la inversión y creación de empleo. También, devolverle al país liderazgo internacional (no hablo de ‘hard power’ sino de ‘soft power’, en la feliz y socorrida expresión de Joseph Nye): las democracias liberales andan desnortadas, acomplejadas ante la pugnacidad de Xinping, Putin, Erdogan y Mohamed Bin Salman (al estrafalario norcoreano da un poco de vergüenza nombrarlo siquiera) y en espera de ver si el sucesor de Merkel ejerce una conducción de Europa que Macron no puede ejercer porque su país no tiene el peso de los germanos. A esas democracias liberales les hace falta unos Estados Unidos que sepan guiar.
Mientras los chinos, que saben bien adónde van, piden ingresar a la alianza de países del Pacífico conocida como Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico de la que Trump retiró a Estados Unidos y que originalmente tenía como objetivo, precisamente, contrarrestar a Pekín, Washington reduce su respuesta a un sigiloso acuerdo con Australia y el Reino Unido que proveerá a los australianos de submarinos nucleares pero que ha dejado a los aliados europeos con la sensación de que importan muy poco (y a los franceses les ha agujereado el bolsillo). No digo que no convenga hacer ciertas cosas con sigilo y entre pocos (Europa suele actuar con una lentitud paquidérmica y un sentido poco claro de su rol en el mundo libre), pero sí que a Joe Biden debemos reclamarle que relance la idea, es decir los valores, de Estados Unidos en un mundo donde los populismos autoritarios han ganado demasiado espacio y los países que representan la libertad andan como intimidados. Refugiarse en el mundo anglosajón y abandonar Afganistán son cosas que podrían entenderse y justificarse algo mejor si la política exterior de Biden complementara ese tipo de iniciativas selectivas con un esfuerzo audaz y abarcador en defensa de los valores liberales que están en cuestión por el auge de los populismos autoritarios y la peste identitaria.
La ironía de todo esto es que la presidencia de Biden en el fondo no se aparta mucho del legado aislacionista de Trump o, incluso, de Obama. Él respondería a esta aseveración diciendo que ha hecho una apuesta por el multilateralismo, pero hay dos formas de ejercer el multilateralismo: como adjetivo o sustantivo. Biden ha optado por lo primero, es decir matizando y coloreando lo que otros hacen, en lugar de señalando el camino, fijando objetivos, siendo alguien. Decir algunos lugares comunes sobre el cambio climático no puede ser un sucedáneo del liderazgo del mundo libre que uno espera de Estados Unidos mientras no haya otro país en condiciones de ejercerlo.
La ironía de esta presidencia deslavazada es que el Partido Demócrata que se había unido momentáneamente en torno a Biden se ha cuarteado otra vez en medio de las pugnas por las gigantescas iniciativas de gasto fiscal propuestas por el Gobierno y estancadas en el Congreso; el ambiente se ha empezado a caldear como antes. Para no hablar de una ironía aún mayor: que los republicanos ya están empatados con los demócratas de cara a las elecciones legislativas de mitad de mandato y que Trump –sí, el inefable Trump– empieza a resurgir de sus cenizas, ante el pasmo de propios y extraños. Mientras tanto, Biden flota con un aire despistado en las corrientes turbulentas que empiezan a zarandear su presidencia.