Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
La novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez Volver la vista atrás, que acaba de recibir un importante premio literario en México, tendrá muchos lectores. Es una de las grandes novelas que se han escrito en nuestra lengua y su autor nos dice que, a diferencia de otras, todo lo que en ella ocurre sucedió en la vida real, lo que le dio mucho trabajo a la hora de escribirla. Yo creo que no más ni menos que a las ficciones inventadas, porque tomar las historias “reales”, como hacen muchas novelas, no aumenta ni disminuye el esfuerzo de escribirlas. Lo difícil es la manera de contarlas para que parezcan ficticias, que es lo que piden los lectores siempre a las novelas, y él la ha encontrado, relatando sus episodios en crónicas muy próximas, que dan la impresión de confesiones y secretos confiados a los lectores, como si divulgaran la intimidad de una vivencia familiar preservada que, de pronto, gracias a esa magia que son las buenas novelas, se divulgara a todo el mundo.
El personaje de Fausto Cabrera, un español hijo de la Guerra Civil, que huyó a Colombia, donde se hizo documentalista, tuvo una vida difícil y áspera, como casi todos los exiliados, y fue cineasta, como su hijo Sergio, que es uno de los personajes principales de esta historia; la otra es su hermana Marianela. La aventura vivida por ambos sí que es excepcional. Su padre fue cineasta, además de militante político, y este es también el caso de su hijo Sergio, a quien la cinemateca de Barcelona rinde un homenaje, exhibiendo varias películas suyas, además de entrevistándolo. Allí es donde surgen las increíbles sorpresas. Porque Sergio no sólo ha sido un distinguido cineasta, autor, entre otras películas, de la muy estimada y discutida La estrategia del caracol. La vida de los dos hermanos dio un vuelco espectacular cuando su padre descubrió el maoísmo, fue un maoísta colombiano de avanzada y decidió educar a sus dos hijos, Sergio y Marianela, en China Popular, haciendo de los dos jóvenes, casi un par de niños, dos guardias rojos, como los millones de niños y niñas a los que las convicciones de Mao Zedong convirtieron en aquellos años en los soldados que transformarían al gigante chino en el instrumento de la revolución mundial, reemplazando en este quehacer a la URSS.
Las páginas que narran la aventura de estos dos niños en la China Popular revolucionaria, agitada por las ideas y sobresaltos de Mao, son conmovedoras; las enormes dificultades que deben superar para adaptarse al medio tan diferente en el que se habían criado, adoptando una lengua que estaba a gran distancia de la suya, así como las estrictas costumbres y la instrucción militar que los convierte en pequeños soldados, son desgarradoras y exaltantes, precisamente porque todo aquello está narrado sin aspavientos ni misericordia, de manera imparcial y con absoluta sobriedad. La historia de la familia lo es, porque, al igual que el padre, la madre también milita en aquella brigada, y el entendimiento y el espíritu que reina entre estos cuatro personajes es envidiable, sin rebeldías ni protestas, de total obediencia. Es imposible no admirar las páginas que narran estos días, meses y años, en los que los padres, allá lejos, en Colombia, traducen sus convicciones maoístas en acciones, y en que, en China, aquellos niños se metamorfosean y nacen de nuevo, guiados por las cartas de sus padres y por sus nuevos guías, que los reeducan y transforman, para que sean, allá en su país, los ejemplos a seguir por todos los jóvenes y niños como ellos.
Son páginas muy bellas, de una lucha que se adivina, que está oculta para que sea más vívida, una lucha íntima y secreta, incluso entre los propios hermanos, que rara vez hablan de aquello que viven, y ese secreto heroísmo es, para mí, lo mejor del libro, aunque luego, cuando aquellos niños pasen a ser jóvenes, y regresen a Colombia, y se enrolen, siguiendo las directivas de sus padres, en las guerrillas maoístas, los hechos sean más espectaculares y dramáticos. Pero estas páginas, que narran la secreta aventura de aquellos niños, su transformación profunda, su cambio de piel y de alma, están admirablemente narrados, con una frialdad deliberada, para que todo aquello destaque y se convierta en heroísmo secreto y cotidiano. Hasta que llega la remota voz del padre —todavía no sé si admirarlo u odiarlo—, en una carta que dura semanas o meses en alcanzar su destino, indicando que ha terminado el período de formación, que ahora se trata de poner en práctica lo aprendido, regresando a Colombia y militando en la guerrilla.
Allí surgen los conflictos, por primera vez. Las experiencias de los dos hermanos los han preparado para el heroísmo, no para la rutina cotidiana hecha de esperas interminables, de emboscadas y debilidades, acaso hasta traiciones, en las que hay comandantes que no sólo incumplen sus roles, contraen vicios, se acostumbran a esos patrones directivos y tratan a sus soldados con la punta del pie. Los hermanos, que están separados, sufren lo indecible con aquella experiencia de la lucha que es una larga paciencia, hecha de rutinas asfixiantes y la silenciosa sospecha de haberse equivocado. Hay balas de más y hasta los dos jóvenes, que no renuncian sin embargo al compromiso revolucionario, huyen de allí, en una forma de decepción discreta, recalcitrante, aunque para él las películas sean una redención, y para ella la acción social una forma de redimirse y seguir militando.
Las conclusiones ni están claras ni Juan Gabriel Vásquez se atreve a exhibirlas. Pero ellas están ahí, en los años gastados en aquella lucha sin término, en todos los muertos y heridos, en la inagotable guerra en que un país se va extenuando, mientras las víctimas crecen y se multiplican, siempre en vano. Cada lector debe sacar sus propias conclusiones, desde luego. Aquellos dos jóvenes están ahora lejos de ser aquellos que fueron, tal vez no arrepentidos, aunque ahora ya son distintos, más lúcidos y más independientes de todo aquello en que creyeron y se fueron volviendo. La novela está allí, con su conglomerado de experiencias, y cada cual debe sacar sus propias conclusiones: ¿Hasta cuándo seguir matando? ¿La sangre y los cadáveres resuelven los problemas? Hay quienes creen apasionadamente que sí. Sin embargo, no es tan sencillo sacar estas conclusiones, sobre todo si se ha vivido la experiencia y se han recibido balas en la espalda, como le ha ocurrido a Marianela, que todavía chilla al pasar por los sistemas de seguridad en los aeropuertos, o como le ha sucedido a Sergio, aquella vez que dudó. Estas conclusiones no serán fáciles, hay que medirlas y sacar las respuestas debidas, que serán siempre contradictorias.
La obra de un novelista no tiene por qué reemplazar a los lectores, dándoles soluciones fáciles, liberándolos de la tarea de reflexionar y decidir por su propia cuenta qué es lo que harían enfrentados a aquellos dilemas en que se debatieron Sergio y Marianela. Ambos están vivos, felizmente y por lo menos uno de ellos, en su labor como cineasta, se debe haber jugado muy a fondo. Pero el destino de Marianela a mí me deja suspenso y aterrado, por todo aquello a lo que sobrevivió, educándose para ser una guardia roja fuera de lo común. ¿Siente que cumplió? ¿Está contenta consigo misma? ¿Frustrada, más bien? Es imposible saberlo, leyendo esta novela excepcional. Pero ahí comienza el trabajo secreto que nos dejan sus páginas en la memoria. ¿Qué hubieras hecho tú en su caso? ¿Arrepentirte o perseverar? ¿Y hasta qué punto? ¿Hasta convertir el mundo entero en un bólido llameante del que nada ni nadie puede escapar? Las buenas novelas no facilitan las respuestas, toca a los lectores sensibilizados por la fantasía depositada en esas páginas saber cómo responder. Cumpliendo como lo ha hecho, el autor de aquellas páginas sobresalientes puede quedarse en paz.
© Mario Vargas Llosa, 2021.
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