Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Lo notable en nuestra época no es que haya países ricos, sino pobres. ¿Cómo se explica? Se explica porque el populismo, la búsqueda del paraíso, los sueños socialistas siguen vivos todavía, pese a los desmentidos que les ha impreso la realidad en todos los intentos habidos de organizar la sociedad de acuerdo a esos ideales. El error, sobre todo en el campo político, sigue haciendo de las suyas, sobre todo en los países subdesarrollados. Y en lo inmediato no da la impresión de que aquello pudiera variar.
¿Qué debe hacer un país para salir de la miseria, alcanzar el desarrollo, crear una economía al alcance del grueso de la población, permitiendo a hombres y mujeres lograr unos niveles de vida decorosos, y a algunos, los más esforzados o visionarios, la riqueza con que las sociedades más avanzadas premian a quienes les aportan mayores beneficios? Excluyo de este artículo todas las actividades ilícitas.
Un país que quiere salir del subdesarrollo debe abrir su economía que, en gran parte se halla en esta condición debido a su estructura cerrada y a la asfixia que le imprime el Estado, quien, generalmente, monopoliza el grueso de las actividades económicas. Mientras ellas se hallen controladas por el Estado, el resultado es invariablemente la corrupción, el privilegio de una minoría de burócratas, el atraso científico y técnico, y la dependencia del exterior, su subordinación a los países más desarrollados y prósperos. “Abrir la economía” debe entenderse, fundamentalmente, como su privatización, la transferencia de una economía estatizada a una economía libre, procurando que sea el conjunto de la sociedad civil la que haga uso de ella y no esa pequeña minoría que la tiene en manos del Estado, con el cuento de mejor servir a la mayoría. ¿Cuántas veces hemos oído esa mentira?
La transferencia de una economía estatizada a una economía libre es relativamente fácil, siempre que el Gobierno esté orientado en esta dirección. Y, para lo mismo, es indispensable cambiar la idea que se hacen del “empresario” las masas y las élites dañadas por el prejuicio colectivista. Según estas versiones, el empresario es un ser egoísta y ávido, que sólo piensa en acumular dinero, para lo cual se vale de cualquier artilugio y de la conducta ilegal, en perjuicio de las mayorías hambrientas. Esta idea es incorrecta; que haya algunos empresarios de semejante mentalidad es posible, y, en general, se trata de personas maleadas por un sistema que empuja a los empresarios a actuar de esta manera. Pero en una sociedad libre, el empresario es el que se adelanta hacia el futuro con más rapidez que sus colegas, advirtiendo las necesidades próximas y, pagando sus impuestos y creando trabajo, facilita el progreso de la sociedad. Ese cambio de mentalidad respecto al empresario es una de las cosas más difíciles en los países devastados por el populismo. Pero ello ocurrirá de manera irremediable en las sociedades que se “abren” del confinamiento económico a la libertad.
“Abrirse al mundo” no es sólo desarrollar las empresas privadas dentro de los límites nacionales: es abrirse a todos los mercados del planeta procurando establecer, desde el principio, lugares donde es posible vender con ventaja los productos nacionales y adquirir de la manera más conveniente los que hacen falta en el propio lugar, es decir, desarrollando la economía, aprovechando las características mundiales que suelen tener hoy en día los mercados, a diferencia del pasado, donde se hallaban limitados por los prejuicios de la época. Con estas medidas básicas, un país debería ya atraer inversiones extranjeras.
Existe una enorme masa de dólares que andan escrutando el mundo con intenciones de invertir. Pero no lo hacen en cualquier parte, por supuesto. La frase: “No hay nada más cobarde que un millón de dólares” expresa una verdad. Aquellos dólares buscan seguridad, el apoyo de instituciones internacionales, antes de arriesgarse. Por eso, los países subdesarrollados o en vías de desarrollo deben proponer inversiones atractivas y, sobre todo, absolutamente seguras, si quieren atraer de veras capitales.
Esta apertura al mundo corre el riesgo de establecer en el país pobre unos ingresos desproporcionados, con lo que algunos sectores avanzan muy lentamente y otros velozmente. De ahí las enormes diferencias que, en Chile por ejemplo, provocaron aquellos estallidos de la clase proletaria y exproletaria, que iba en busca de la clase media y que no podía soportar aquella diferenciación en el ingreso.
Para evitar aquellas diferencias el liberalismo, el motor de la democracia, inventó la “igualdad de oportunidades”, una de las esencias del progreso que ha impreso a la democracia sus ingredientes de mayor justicia social en el mismo proceso de ir saliendo de la pobreza. En el campo de la educación, por ejemplo. No es justo que según los sectores sociales a que pertenecen lleguen las personas al reparto de los beneficios. Quienes han sido educados, como ocurre en los sectores menos privilegiados, en escuelitas miserables, con escasos maestros, sin aparatos técnicos ni bibliotecas, están condenados a tener los peores trabajos y en cambio los jóvenes de clases privilegiadas, que pueden pagarse un buen colegio, tienen acceso a oficios y profesiones que los impulsan a tener los mejores salarios y constituir la élite de la sociedad. Un país que busca la justicia en la libertad debe gastar sumas importantes en crear una educación pública de muy alto nivel, pagando y preparando a los mejores maestros y constituyendo colegios y escuelas que puedan competir con las privadas y superarlas. Muchas personas pensarán que se trata de un ideal imposible. No es verdad. Francia tuvo una educación pública de altísimo nivel que llevó a líderes obreros a puestos principales. Y para mencionar a un país “subdesarrollado”, que entonces no lo parecía, la Argentina de principios de siglo pasado tuvo un sistema de educación pública que el mundo entero miraba con envidia y admiración.
La igualdad de oportunidades puede funcionar perfectamente en aquel período de apertura, si no queremos que las distorsiones y desigualdades estropeen el proceso de liberación que emprende un país que quiere salir de la pobreza. Puede aplicarse en distintas áreas sociales y no sólo en la educación, pero es en este campo en el que es preciso apuntalar los cambios, pues es en esta esfera donde se hace sentir más el privilegio que dan los altos ingresos y las diferencias intelectuales entre los distintos sectores sociales. Un país que se “abre” al mundo y hacia sí mismo debe gastar grandes sumas sobre todo en el campo de la educación, en el que todos los gastos deberían estar permitidos, dentro de lo posible, para corregir la lacra de la desigualdad.
De más está decir que la apertura de un país, tanto en el campo interior como en lo exterior, es más difícil y el país está expuesto a tener crisis, conflictos y dramas sociales. Este tránsito se puede acortar o alargar, de acuerdo a las condiciones del país y a la lentitud y rapidez con que se apliquen los cambios. Estos no deberían ser tan rápidos que el país no pueda aguantarlos ni tan lentos que den la impresión de que nada cambia. Pero no es posible dictar una fórmula válida respecto a la velocidad de los cambios. Todo depende de los dirigentes y el grado de entusiasmo con que el grueso de la población acepta estas reformas.
Lo importante es tener en cuenta a dónde se quiere llegar. Un país que se “abre” tanto en el interior como en el exterior y quiere alcanzar el bienestar y la verdadera justicia social puede soportar las dificultades que ofrece ese tránsito. Y saber que los únicos países que han prosperado la han obtenido de este modo.
© Mario Vargas Llosa, 2021.
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