Sorprende, pues, que a pesar de operar en un entorno anárquico y dinámico, y siendo los Estados su principal y más temible competidor (la mayor parte de los ateos no se convierten en anarquistas sino que delegan en el estado las cuestiones morales y de liturgia como la educación en valores o las uniones matrimoniales), la cuestión de la relación entre el cristianismo y el Estado no haya despertado entre los teólogos el interés que sí lo han hecho otras cuestiones doctrinales. La mayoría de las confesiones siguen dando un lugar de preeminencia a sus respectivos Estados, y salvo algunas congregaciones de tipo anabapatista, no han buscado desligarse de él. De ahí que, salvo excepciones que comentaremos, no se haya elaborado una teología sistemática en relación a esta cuestión.
De ahí que sorprenda que en los últimos decenios algunos teólogos de muchas iglesias cristianas, incluida la católica, hayan comenzado a discutir al Estado y se pueda hablar ya de anarquismo cristiano. Quizás los primeros en elaborarla en su forma moderna hayan sido Jacques Ellul y Vernard Eller, con dos libros con el mismo título Anarquía cristiana. Ambos citan a numerosos precursores en el pasado, ya desde los mismos comienzos del cristianismo. Éstos habían reflexionado sobre el tema, pero sin una elaboración sistemática. Estos teóricos vieron continuada su obra con la de teólogos como John Milbank o William Cavanaugh (traducidos ambos en la editorial del arzobispado de Granada, Nuevo Inicio). Los autores señalados, entre otros muchos, han sido estudiados en la mejor obra que existe sobre el tema , el Christian Anarchy de Alexandre Christoyannopoulos.
Destacar sólo que exceptuando algún autor como James Redford, quien reclama el anarcocapitalismo de Cristo, la mayor parte de los autores no entran en la cuestión del capitalismo ni lo defienden, centrándose sólo en la crítica al poder estatal y a su incompatibilidad con un programa de vida cristiano. También es relevante el hecho de que estos autores, especialmente Ellul y Eller, centran sus análisis en la Biblia, especialmente en el Nuevo testamento. Y sus análisis y referencias raramente salen del ámbito teológico, por lo que no incorporan aportaciones del ámbito económico, político o sociológico que podrían reforzar sus posturas. Quizá las excepciones sean dos de los ya citados: Cavanaugh, que sí incorpora reflexiones de la sociología histórica o de la historia (es especialmente interesante su artículo del 2004 Killing for the Telephone Company en la revista Modern Theology), y Milbank, Teología y teoría social.
Una de las principales críticas que estos teólogos hacen en relación a la moralidad de los actores estatales es que estos incumplen de raíz uno de los principios básicos de la ética cristiana: La famosa regla de oro; esto es, no hagas a los otros lo que no quieras que te hagan a ti. En efecto, como bien señaló Rothbard en su famosa Anatomía del estado, los Estados son absolutamente asimétricos en sus relaciones con la ciudadanía. Esto es: Lo que hace el Estado es una suerte de bien moral, pero si es a la recíproca es un crimen de lesa majestad.
Veamos, los Estados pueden extraer rentas a los ciudadanos con una suerte de amenaza difusa de empleo de la violencia en caso de resistencia, porque entiende que ese dinero lo necesita más que el contribuyente, o porque establece que hará mejor uso de él que este. Pero este comportamiento realizado a la inversa, un ciudadano que necesita imperiosamente el dinero no puede recurrir a extraerlo por la fuerza de la caja pública, ni siquiera intentando recuperar una parte de lo que él ya ha contribuido. Sería multado o encarcelado.
Pero sobre todo se refieren al crimen violento, esto es, si los jefes de un Estado mandan matar a personas inocentes en otros países, en una “guerra preventiva” por ejemplo. Esto parece ser justificado en aras de la seguridad del propio Estado, pero si es a la inversa, esto es un ciudadano de un país “liberado” atenta contra quien dio esas ordenes, no sólo no será tolerado sino que será duramente reprimido.
No sólo en ese ámbito se puede observar la asimetría. Podemos verlo en el ámbito fiscal, donde la agencia tributaria cuenta con posición de predominio, o como vimos en algún artículo anterior, en el del urbanismo. No parece que sea un comportamiento muy de acuerdo con la ley que Cristo nos enseñó.
Autores como Cavanaugh también relativizan el mito de la violencia religiosa, especialmente en un libro con ese título. La violencia ha sido ejercida históricamente por lo poderes temporales, estatales o pre-estatales, incluido el papado como poder terrenal, usando la justificación de la religión. Pero esto no implica necesariamente que hayan sido organizaciones religiosas las que la hayan llevado a cabo. De la misma forma en que se culpa al capitalismo de muchas violencias ejercidas por el estado en su nombre, la religión ha servido de excusa para iniciar conflictos regidos por motivaciones menos nobles.
Cavanaugh demuestra cómo en muchos conflictos como la guerra de los treinta años, paradigma de guerra de religión, las motivaciones eran puramente políticas y respondían a los intereses de los gobernantes de aquel tiempo como, lo muestra el hecho de que había católicos y protestantes en ambas alianzas contendientes, y que una de ellas incluso haya llamado a potencias musulmanas a combatir a su lado. Si bien es cierto que hay personajes vinculados a la religión como papas, cardenales u obispos que han alentado el conflicto, lo han hecho más en su papel de gobernantes temporales que el de líderes religiosos.
Al igual que sectores capitalistas se encuentran imbricados a día de hoy en el aparato de los Estados y son difíciles de separar, en otros tiempos eran actores religiosos los que se implicaban en el gobierno siendo difícil distinguir entre sus funciones religiosas y temporales. Si el capitalismo, como tal, no es el responsable de las guerras que se hacen en su nombre, tampoco la religión como tal será culpable de tan gran pecado y sí los que se encargan de iniciarlas.
Los análisis de los anarquistas cristianos, especialmente los protestantes como Eller o Ellul, se centran mucho, demasiado a mi entender, en el análisis de las sagradas escrituras, cuando podrían centrarse también en las propias dinámicas organizativas de las religiones o en las formas en que estas organizan la vida social en ausencia de un monopolista del poder político.
Por ejemplo, podrían haber estudiado cómo las iglesias cristianas han organizado eficaces sistemas de protección a los pobres, instituciones educativas que incluyen universidades, hospitales, e incluso sistemas de justicia. También sería interesante que hubiesen indagado sobre las distintas formas que las comunidades cristianas han usado a lo largo del tiempo para resistir o confrontar con éxito el poder estatal, desde las catacumbas a los regímenes totalitarios de hoy. Pero aún así sus análisis no dejan de ser interesantes pues nos muestran la gran riqueza de ideas anarquistas que están presentes en la Biblia y otros textos sagrados.
Mi favorita es las tentaciones a Jesús, que se encuentran resaltadas al menos en tres de los evangelios, especialmente en Mateo (Mateo IV 1-11). En la tercera tentación el demonio tienta a Jesús subiéndolo a la cima de una montaña y le muestra todos los reinos de la tierra con su gloria y le dice a continuación que “Todos estos reinos están en mi poder y serán tuyos si te postras delante de mi y me adoras”. Esto es, los reinos de la tierra son propiedad del demonio y a él obedecen, lo que a simple vista no parece una forma de legitimación muy buena del poder político, pues está implícitamente reconociendo su carácter demoníaco.
Otro ejemplo podría ser una de las famosas trampas saduceas en las que los críticos de Jesús entre los judíos intentan que Cristo entre en contradicción para poder acusarlo bien de impiedad bien de obediencia al poder imperial romano. Le muestran una moneda y le hacen escoger entre Dios y el César (hoy día sería imposible hacerlo dado que el dinero son apuntes bancarios) y Cristo escapa muy bien del dilema afirmando a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Pero también podemos observar como Cristo en ningún momento determina que es lo que le corresponde al César. Cristo no elabora ninguna lista con las funciones que debe aquel llevar a cabo de natural o en exclusividad. Hay muchas otras citas en el Antiguo y Nuevo Testamento. Por ejemplo, en el libro de Samuel (Samuel 8, 4-22) los israelitas le piden a Dios un rey y éste les advierte de lo que les va a pasar y de cómo este los saqueará y dominará. Aún así lo piden pero pronto se arrepienten, por su voracidad, y piden a Dios que los salve de tal figura. Si se quieren consultar James Redford las cita casi todas.
Pero entonces los posibles críticos de este texto saldrán rápidamente a citar la Epístola de San Pablo a los romanos (Romanos XIII, 1-7) en la que el fundador de la Iglesia cristiana establece la obligación de obedecer las leyes del lugar ya sus gobernantes pues estos han sido colocados ahí por Dios. Incluso recomienda pagar los tributos debidos y no sólo obedecer sino respetar a las autoridades. Sobre este texto se ha construido toda la teología del Estado cristiana, y ha sido la orientación dominante de la postura de las mayoría de sus iglesias, con excepción de algunas pequeñas sectas.
Dejando aparte la cuestión de que no forma parte de los evangelios sinópticos que relatan la vida y enseñanzas de Jesucristo, siendo una epístola de San Pablo (si bien esto no impide que a todos los efectos forme parte del canon bíblico), lo cierto es que entra sin duda en contradicción con lo anteriormente expuesto. No sería novedad, pues en la Biblia no son infrecuentes las divergencias entre los distintos libros que la componen. Pero si sorprende que el santo fundador de la Iglesia enmiende el relato de su maestro, salvo que este esté escrito en clave simbólica y no exprese lo que a primera vista parece indicar.
El joven Karl Barth (de joven anarquista pero luego derivó en socialdemócrata) así lo parece entender y en un sesudo análisis (recogido en los libros de Ellul y Eller) desmonta con gran aparato de erudición la interpretación estatista del texto de San Pablo, exponiendo que cuando se refiere al poder está haciendo referencia a otras realidades espirituales y no terrenales. Pero en cualquier caso los anarquistas cristianos abren la posibilidad moral de una sociedad sin monopolio estatal de la violencia y con buenos argumentos, que debería formar parte de cualquier análisis serio tanto de la cuestión religiosa como de la anarquista.