Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
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Cuando un visitante llega a la ciudad en la que resido y trabajo, Santiago de Compostela, una de las cosas que les llama la atención es el contraste entre la ciudad vieja, que concentra casi todos los visitantes, y la nueva de factura más moderna, casi toda ella edificada desde la mitad del siglo XX hasta la actualidad. Supongo que este fenómeno es perceptible en muchas otras ciudades del mundo.
Casi todos consideran más hermosa e interesante a la ciudad vieja, realizada sin una planificación urbanística digna de tal nombre frente a la nueva que ya disfrutó de las “ventajas de la regulación”. Sin embargo, como ocurre también en muchas partes del mundo, se ha decidido congelar la parte histórica y hacerla disfrutar también de las grandes ventajas de la regulación de tal forma que según informa la prensa local no deja de padecer una pérdida continua de habitantes. Se considera que es poco adecuada a la vida moderna, y que cualquier actuación sobre la vivienda es muy difícil y costosa, dado su grado de protección. De hecho se ha convertido en una suerte de parque temático congelado en el tiempo para goce y disfrute de turistas y visitantes, pero desprovista de población nativa que le dé aspecto de ciudad habitada.
El problema que se plantea en el ámbito del urbanismo es que la estética ha pasado a formar parte con todos los honores de las justificaciones normativas de la existencia e intervención del estado en la vida social y es fuente de cada vez más demandas de intervención. No sólo eso, ha sustituido a muchas justificaciones tradiciones del estilo de los bienes públicos en el argumentario de los defensores de la imposibilidad de una sociedad de libre mercado. Los defensores de este tipo de intervención se han convertido, además, en los más fieros defensores de la planificación; mucho más que cualquier comisario del gosplan sovietico en los tiempos de gloria del comunismo. Y a diferencia de estos últimos, no son nada receptivos a los argumentos sobre el cálculo eonómico o la coordinación de actividades empresariales en sus modelos.
La estética o el gusto han sido siempre materia en la que los gustos de los individuos se consideraban soberanos, y ello imponía un límite a la intervención de los gobiernos. Pero es paradójico que con argumentos de tan poca base lógica se haya montado lo que Manuel Ayllón ha denominado, en un libro así titulado, La dictadura de los urbanistas. (como curiosidad y apartándome del tema fue en este libro donde ví escrita por primera vez la afirmación de que los carlistas habían sido los verdaderos liberales hispanos).
No sólo eso, los urbanistas han conseguido un grado de concienciación y movilización de gran parte de la población tal, que ya le gustaría a los promotores de otras políticas públicas mejor fundadas teóricamente. En efecto, ni los grandes teóricos clásicos del Estado ni los minarquistas ni los socialdemócratas intervencionista s han desarrollado nunca una justificación teórica basada en la estética. Pero aún así, no sólo funciona sino que se ha convertido en una de las políticas más potencialmente agresivas contra el derecho de propiedad que se conocen en la actualidad.
Sus argumentos acostumbran a ser muy emotivos, y por tanto muy poderosos. En ausencia de planificación y ordenación, se nos dice, los liberales seríais capaces de derribar la catedral de Burgos o la de Santiago para instaurar franquicias de moda o de comida rápida en su lugar. O destruiriamos hermosas ciudades medievales mezclándolas con edificios de hormigón, acero y cristal. También por supuesto talaríamos bosques y urbanizariamos espacios protegidos de la naturaleza. Además se insiste en que los ricos, usando de su poder económico, podrían hacerse con todos estos bienes y expropiar su uso a la inmensa mayoría de la ciudadanía que, impotente, asistiría a la degradación de su espacio. En este artículo queremos par tanto señalar cómo podrían establecerse mecanismos de conservación del patrimonio urbano y natural en ausencia de un ente regulador de corte estatal.
En primer lugar, habría que apuntar un hecho: la mayoría de los bienes y paisajes que se han conservado en condiciones que los hacen merecedores de conservación lo son porque han llevado a cargo a lo largo del tiempo buenas prácticas en ese sentido. Es más, éstas han sido practicadas en ausencia de sistemas de planificación formal, lo que prueba es que puede perfectamente conservarse un patrimonio en ausencia de regulación.
De hecho, la regulación urbanística o paisajística castiga a quien han llevado a cabo esas prácticas, privando de derechos de construcción o de explotación de cultivos o forestal a quien se ha caracterizado por respetar su medio. Hay un caso reciente en Galicia en el que se declara espacio protegido un bosque atlántico, cuidado secularmente por sus vecinos, y que ha resultado en que estos ahora no pueden explotarlo ni hacer uso de sus parcelas, como premio por hacerlo tan bien. En cambio aquellos otros que destruyeron bosques y paisajes se ven premiados, de tal forma que pueden obrar o cultivar como lo deseen.
Lo mismo acontece con los paisajes urbanos. Aquellos que se han esforzado en mimarlos y conservarlos pierden derechos, mientras que quienes lo han destruido los conservan. ¿No sería mejor, en cualquier caso, tratar de imitar y conservar las buenas prácticas que intentar regular lo que ya funciona bien? La planificación urbanística presupone que nuestros contemporáneos son más negligentes estéticamente que nuestros antepasados. Parece como si los antiguos supiesen como hacer las cosas y nosotros no. Los antiguos usaban los materiales que tenían a su disposición, y si tuviesen o hormigón o acero es muy probable que los hubiesen usado sin dudar.
De hecho, las regulaciones prohíben materiales y formas sólo de nuestra época, sin considerar que en los espacios conservados ya existen materiales y formas de distintas épocas. Catedrales y plazas de las grandes ciudades históricas combinan estilos arquitectónicos de diferentes siglos, probablemente tan discordantes en su tiempo como los nuestros a respecto del pasado.
Hoy ya no es posible en muchos sitios enriquecer una ciudad con nuevas formas de construir, y edificaciones como la Torre Eiffel (que también fue polémica en su momento) sería radicalmente prohibidas. Porque detrás de estas prohibiciones lo que está latente es un profundo deprecio cultural por nuestra propia época y nuestra civilización, que al ser supuestamente tan capitalista se entiende que no pueden apartar nada que pueda ser hermoso a la humanidad. De la misma forma que la Edad Media es vilipendiada por los ilustrados y sus seguidores por ser una era cristiana, la edad moderna es análogamente atacada por sus valores estéticos, comerciales y egoístas y por tanto desprovisto de cualquier sentido de la belleza. Parece como si el realismo socialista ofreciese soluciones más dignas de conservar.
Otra derivada de la regulación urbanística es la idea de que en una sociedad de mercado la gente no tuviese ningún criterio estético y le gustase aposta vivir en condiciones de deterioro estético. La cultura comercial no excluye para nada la conservación del patrimonio ni el buen gusto. Al contrario, precisamente porque es comercial permite primero que existan fondos para restaurar edificios y obras de arte, lo que en muchas ocasiones es más caro que edificar de nuevo y de ahí que viejos edificios brillen ahora con el fasto de otros tiempos y sean al tiempo capaces de adecuarse a las necesidades tecnológicas de sus moradores.
Pero además, dado que muchas personas aprecian el pasado es comercialmente rentable mantener en buen estado nuestro pasado y exista interés por parte de numerosos empresarios por aprovechar esta demanda potencial. Si tirásemos una catedral para hacer un parking, la ciudad vería mermado sustancialmente su turismo y los empresarios que de él viven no lo tolerarían, y serían los primeros en oponerse. Muy probablemente lo adquirirían y mantendrían tal cual. Sus propietarios actuales tampoco tendrían interés en que pierdan su valor, y lo conservarían, realizando las operaciones de mantenimiento adecuadas. Muchos edificios religiosos han sido conservados precisamente porque son propiedad de instituciones como la Iglesia Católica que han resistido presiones de venta y los han protegidos. Sólo hay que comparar, en nuestro país, lo que le ocurrió a los bienes culturales desamortizados por el estado en el siglo XIX, muchos de ellos en ruinas, o cual fue el destino de muchas de las centenarias murallas que antes defendían las ciudades, casi todas ellas destruidas por sus propietarios estatales en aras del progreso y la modernidad urbanística.
No sólo los propietarios conservarán sus bienes, sino que intentarán adaptarlos de manera empresarial a los posibles gustos del futuro. Esto es, no los congelarán en el tiempo, sino que irán realizando poco a poco innovaciones como han hecho nuestros antepasados. Estos no se centraron en una época y la conservaron (de ser así todas las viviendas serían de tipo romano, por ejemplo) sino que usaron los nuevos materiales de los que iban disponiendo y aprovecharon las innovaciones en arquitectura y estética propias de su tiempo. Sólo nosotros, por un extraño odio a nosotros mismos, consideramos poco estéticas nuestras artes, técnicas y gustos, cuando probablemente no dejen nada que desear a las antiguas.
Por último, existen técnicas de planificación privada que podrían perfectamente adecuarse a la protección del entorno urbanístico si así se desease. Simplemente en una comunidad de derecho privado podrían perfectamente ponerse cautelas a las construcción, estableciendo que puede o no hacerse. Existirían comunidades conservadoras que querrían conservar un estilo propio y otras más modernas que permitirían innovaciones de todo tipo. De hecho fue la propia “presión” social la que más contribuyó a esta preservación, de forma análoga a la planificación privada..
De la misma forma que adecuamos nuestra vestimenta a los gustos y modas de la época en que nos tocó vivir en el caso del urbanismo y de los paisajes opera un fenómeno parecido. De la misma forma en que no vemos a nuestros convecinos con toga, peplo o cota de malla a pesar de ser perfectamente libres de hacerlo si así lo decidiesen es muy presumible que no se llevasen a cabo anacronismos o aberraciones estéticas en el ámbito que estamos abordando.
La anarquía decía Pierre Proudhon es la madre del orden. En el urbanismo lo demuestran ciudades prácticamente anarcocapitalistas como Gurgaon en la India que demuestran que se puede disfrutar de unos estándares de urbanismo muy elevados en ausencia de regulación. Algún día volveremos a este tema para comparar ámbitos urbanos con y sin regulación.