Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Hace de esto muchos años, cerca de 50, entrevisté a James Baldwin para la revista Primera Plana de Buenos Aires; cuando leí el artículo casi me muero de vergüenza. Me prometí a mí mismo no entrevistar nunca más a ningún escritor del que no hubiera leído algo, como había hecho irresponsablemente con Baldwin. Y, en castigo, decidí leer las obras completas —novelas y ensayos— de este escritor norteamericano. De este modo, conseguí leer a uno de los mejores escritores de Estados Unidos —un crítico feroz de su país—, al que no pongo a la altura de Faulkner, ni acaso de Hemingway, sino inmediatamente después, entre los grandes narradores y críticos que, además de aquellos, ha producido esa tierra. Fue un crítico acerbo de su propia sociedad, sobre todo en función del “problema negro”, y vivió muchos años en Francia, pero estaba obsesionado con aquel tema, pues en todos esos años de exilio siguió escribiendo sobre su país. Creo que su mejor novela es Another country, situada en Nueva York, donde se describe con mucho talento una relación amorosa entre una negra y un blanco, que el narrador de la novela favorece. Esta semana, que estuve en Miami, compré en la librería de Books & Books una nueva edición de Notes of a native son, que apareció por primera vez en 1955. Este libro me llevó a averiguar si había en Estados Unidos una asociación de matrimonios interraciales y existían por lo menos dos, que tenían a muchas parejas de miembros.
Las mejores páginas del libro están dedicadas a los diez días que el autor pasó en una cárcel de París, por el robo involuntario de una frazada que muy ingenuamente colocó en la cama del hotelito donde dormía. Hay, en las soberbias páginas de ese espléndido reportaje, una especie de toma de conciencia de que las terribles críticas contra Estados Unidos de la primera parte, sobre el negro norteamericano y el racismo blanco, eran algo exageradas porque, si no fuera así, en esos diez días de horror el autor no echaría de menos Nueva York. Las duras palabras de la primera parte sobre el “negro” norteamericano y su degradación debido al racismo blanco, eran excesivas, pues en Nueva York sus “experiencias” le hubieran permitido actuar mejor. Todo el texto es excelente: los detalles, sobre todo, y la suave ironía con que está escrito, apartándose de sí mismo para poder opinar con más independencia sobre su propia situación. Descubrir que no solo en Estados Unidos, sino en la propia Francia —la tierra de la libertad—, el racismo estaba presente, fue una dura prueba y James Baldwin lo reconoce así.
¿Están mejor las cosas para los negros en los Estados Unidos de hoy? Desde luego. Ahora nadie se atrevería en América del Norte, incluso en el Sur del país, a despachar a un negro con el argumento de que “aquí no se sirve comida ni bebidas a la gente de color”, que es lo que James Baldwin oyó muchas veces en su tierra, en bares y restaurantes. Hoy las mejores universidades dan becas y reservan lugares para este sector social —Barack Obama y su mujer no hubieran podido entrar en Harvard de otro modo— y las dos Cámaras del Congreso tienen una buena cantidad de negros en los escaños, así como hay prósperos industriales y algunos hombres de fortuna de color. Por ejemplo, entre todos los billonarios del país figuran seis negros, lo que significa que cada uno de ellos representa por lo menos mil millones de dólares.
Pero la condición de los negros en general no ha variado mucho desde la época que describe Baldwin en este libro, aparecido, repito, en 1955, es decir, hace 67 años. Basta ver por las calles de las grandes ciudades, Nueva York o Chicago por ejemplo, a los negros ejerciendo los oficios más humildes, como recoger basuras por las calles, para saber que no muchas cosas han cambiado desde entonces. La pregunta es: ¿por qué tantos millones de latinoamericanos quisieran trabajar allí, en vez de quedarse en sus propios países? Cada día vemos que no es nada fácil ingresar a territorio norteamericano; Donald Trump hablaba de construir una frontera electrificada para contenerlos, que pagaría el propio México, operación que Joe Biden ha suspendido, por supuesto, entre otras cosas porque sería prácticamente inútil: nada detiene a la inmigración, como es sabido, y conviene que no solo Estados Unidos, también Europa occidental lo entienda así.
¿Por qué, entonces, tantos millones de latinoamericanos quisieran tener trabajo allá en Estados Unidos? ¿Para hacerse millonarios? No. Creo que la inmensa mayoría de ellos, para alcanzar un tipo de respeto y soltura en el futuro propio y de sus hijos que jamás alcanzarían en sus propios países, donde la idea de ser un “cholito”, es decir, alguien que la minoría blanca considera racialmente inferior, no lo permitiría, aunque llegara a tener mucho dinero, algo que, por lo demás, es infrecuente. Este tipo de consideración, de personería en las actividades sociales, es lo que los latinos sueñan con alcanzar, aparte de una estabilidad en el trabajo que muy raramente tienen en sus propios países, debido a los vaivenes de las economías subdesarrolladas. Creíamos que Chile había superado esta etapa y todo lo que ocurre allí políticamente nos dice que se trataba de un espejismo, no de una realidad.
Por otra parte, todas las estadísticas a que nos tienen acostumbrados los sociólogos nos hacen saber que si los países más prósperos quieren mantener sus altos niveles de vida —ahora algo afectados por el coronavirus— deben recurrir a la inmigración. Por eso sería bueno que este término dejara de provocar el espanto que es frecuente y que los países europeos y norteamericanos se pusieran a plantearse la manera más funcional y realista de facilitar este tránsito humano.
James Baldwin nació en Harlem, en una familia muy religiosa, y estaba llamado por su entorno a ser un pastor. Llegó a prepararse para ello y pronunció algunos sermones, pero su destino y su propia voluntad tenían que ver mucho más con la literatura que con la religión. Y así llegó a ser uno de los mejores escritores de nuestra época. Y aunque no lo diga este libro autobiográfico, vivió muchos años en Europa, creyendo, el muy ingenuo, que aquí en el viejo continente el racismo había sido superado. Descubrió él mismo que no era así, en un pequeño pueblecito suizo donde le prestaron —al parecer varias veces— una casa para trabajar. Allí se hacían colectas para comprar a un negro africano —un salvaje, se entiende— y ponerlo en manos de los misioneros católicos para que lo cristianizaran. Los chicos y chicas de la aldea, además de algunas personas mayores, acostumbraban tocarle la cabeza a Baldwin, y él se lo permitía, y asombrarse sin duda de que aquel extraño personaje pensara y hablara con claridad.
Baldwin fue uno de los mejores escritores norteamericanos y habría siempre que mantenerlo vivo, leyendo sus ensayos y novelas, que suelen ser magníficos. Los escribió en un momento de gran agitación política en el que prácticamente todos los escritores de Estados Unidos dieron sus opiniones. Hay en todos sus libros un fondo amargo y dolorido, porque cuenta siempre cosas tristes y casi en todos los casos ligadas a la cuestión racial, aunque el exterior sea siempre amable y hasta divertido, como en este libro, que debe de ser uno de los primeros que publicó.
© Mario Vargas Llosa, 2022.
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