De hecho, hace mucho tiempo que no se puede observar una guerra convencional entre dos estados modernos con ejércitos organizados. Aún con evidentes asimetrías entre los mismos, el conflicto sigue las pautas de los viejos conflictos que ya creíamos olvidados. Ambos cuentan con representación en la ONU, co cuerpo diplomático y con estructuras de Estado avanzadas. También cuentan con ejércitos regulares y en principio parece que ambos acatan más o menos las convenciones en cuanto al tratamiento de prisioneros y combaten con uniforme y bandera y salvo excepciones parece que no buscan deliberadamente (o por lo menos no lo reconocen abiertamente) el ataque a la población civil.
No estamos acostumbrados a estos conflictos porque la famosa anarquía internacional a la que se refieren los teóricos de las relaciones internacionales ha permitido durante mucho tiempo que estos conflictos no hayan tenido lugar. En efecto el incremento de las relaciones comerciales y culturales parecía haber conseguido que las guerras directas entre estados pasasen a mejor vida. Norman Angell nos había advertido de que la densidad de relaciones económicas implicaba que una guerra implicase pérdidas económicas tan grandes en un mundo interrelacionado que la mera posibilidad de la misma quedase descartada. Empresas multinacionales, flujos migratorios o el turismo habían conseguido que los diferentes pueblos de la tierra hubiesen reducido sustancialmente sus tensiones y que la guerra causase daños severos a los países en conflicto.
Algo de eso hay. Si nos fijamos aparte del daño militar, podemos observar cómo la guerra está causando daños terribles a la economía de la potencia atacante, Rusia. Es la primera vez que puedo observar como una potencia atacante, presumiblemente poderosa, comienza una guerra con un corralito bancario y con amenaza clara de impago de deuda. Esos fenómenos antes se daban, pero al finalizar la guerra y con una derrota, no antes. Aunque Angell parece equivocado en su valoración de que la interconexión comercial y la globalización económica imposibilitarían las guerras futuras si que acierta en las consecuencias de la misma en un mundo económico interconectado. Las pérdidas con mucha probabilidad van a ser superiores a cualquier beneficio que pudiese obtener la economía rusa con la anexión de territorios ucranianos, por muchas minas o recursos con los que puedan contar.
En efecto, los beneficios de cualquier posible conquista ya no son los mismos que antes (en el caos improbable de que antes los hubiese). Más allá del prestigio político que Putin y sus oligarcas pudiesen obtener, no acabo de ver claro qué es lo que pueden ganar u ofrecer a su población como recompensa por los costes y sacrificios de la invasión. En teoría pueden obtener recursos naturales como el carbón, o tierras de cultivo, pero sin una población capacitada y cooperativa de poco les van a valer. Los costes de la ocupación y la coerción superarían con creces los hipotéticos beneficios de la conquista. La propia Rusia es un ejemplo de país que cuenta con enormes depósitos de metales y materias primas y grandes extensiones de tierras de cultivo, sin que la hayan reportado más que un mediocre provecho.
Putin y su oligarquía parecen estar anclados en las viejas doctrinas geopolíticas que lo fían todo a la posesión del espacio, sin darse cuenta de que lo relevante a día de hoy es el capital, sea físico o humano, bien insertado en un mercado capitalista mundial. Algún teórico ha estudiado el caso de una hipotética invasión de Silicon Valley, una de las zonas más ricas del mundo, por una potencia extranjera. Su conclusión es que bien poco se llevarían más allá de edificios y tierras, lo que para nada compensaría los costes de la conquista, pues la riqueza de ese territorio se basa en la capacidad creativa e industrial de su gente y para casi nada en los recursos con que esta cuente. Y a esa gente no se le puede obligar a trabajar creativamente par aun invasor, dado que la creatividad y el ingenio no pueden ser impuestos. Algo semejante ocurriría con la invasión de Japón o Singapur, por poner otros ejemplos.
A esto hay que sumar que una hipotética anexión de esos territorios implicaría asumir espacios devastados físicamente por la guerra y una población poco cooperativa, a la que habría que forzar, si es que se puede, a cooperar con el invasor. Esto último también puede sorprender a los habituados a pensar con marcos antiguo de pensamiento, pues se nos dirá que muchos de ellos son ética o culturalmente rusos. En siglos pasados, imbuidos de ideas nacionalistas clásicas la composición étnica o lingüística de un territorio tenía mucho que ver con las guerras de invasión. Sólo hay que recordar los intentos de la Alemania nacional-socialista de reunificar a todos los pueblos de cultura germana en un sólo Estado, lo que dio lugar a reclamaciones y conflictos sin fin. Otros estados europeos llevaron, a menor escala, tentativas semejantes con mayor o menor éxito. Pero a día de hoy el nacionalismo, erosionado por ideologías de la posmodernidad, no es más que uno entre muchos de los factores de identificación de la población. Y probablemente no el principal. Muchos habitantes del sudoeste de los Estados Unidos, por ejemplo, son mexicanos étnica o culturalmente, pero dudo mucho de que se apuntasen a la idea del gran Aztlan y de reunificarse políticamente con sus vecinos del sur. O muchos marroquís de Melilla, también por poner ejemplos próximos.
Pues en la Ucrania rusófona parece acontecer tres cuartos de los mismos. Muchos rusos de Ucrania, en la disyuntiva de volver a la Gran Rusia, con todo lo que ello conlleva, o permanecer en una Ucrania con mejores perspectivas de alcanzar un mejor nivel de vida o de disfrutar de mayores libertades en el ámbito político o personal no parecen tener dudas. Optan por unas mejores expectativas antes que por la unificación con tan poco amorosos hermanos y presentan por lo tanto fiera resistencia a la agresión. De ahí que sorprenda a muchos que sea en estas zonas aparentemente más proclives donde se esté dando una mayor resistencia y donde los avances rusos sean menores. Quizás porque saben lo que les espera y no le apetezca mucho.
También esta guerra parece hacer buenas las previsiones de transformación de la guerra y del Estado planteadas por el genial analista militar israelí Martin van Creveld, muy admirado en círculos anarcocapitalistas, a pesar de que él no lo es. Este en una serie de libros, especialmente “Rise and fall of the state” y “Transformation of war” planteó hace unos años la posibilidad de que los ejércitos estatales convencionales no fuesen la mejor opción de defensa en nuestros tiempos. La tesis de este autor es que los Estados están concebidos para la guerra y sus mecanismos de defensa y ataque estarían, por tanto, pensados para confrontar a otros Estados. Los cambios en la forma de operar la guerra tendrían su correlato en el cambio en las formas del Estado. Grandes ejércitos requerirían grandes ejércitos para confrontarlos y por tanto grandes estados que los puedan sustentar. Pero van Creveld afirma que la nuestra ya no es una época de luchas entre grandes unidades militares, sino de grandes unidades contra pequeñas, muchas de ellas extraestatales, como guerrillas, mafias, maras, piratas o redes terroristas sin continuidad territorial, como pueda ser Al Qaeda, por ejemplo. Frente a estas nuevas realidades los viejos ejércitos están desproporcionados e incurren en unos costes enormes en relación a los desafíos. Pensemos en el coste de enviar grandes buques de guerra al Índico para combatir a los piratas de Somalia. No compensa enviar una fragata para combatir lanchas rápidas armadas con armamento ligero, y de hecho la solución que se propuso fue la de modular la defensa al ataque y se optó por embarcar mercenarios en buques comerciales, bien armados pero adaptadas a la dimensión de la amenaza. Su tesis relativa al Estado es que si la forma y el espacio de la defensa cambia también lo hará la forma y el espacio del Estado.
Cuando acabe la guerra de Ucrania, esperemos que pronto, podría servir perfectamente para contrastar esta tesis. En principio, como antes apuntamos, parece una guerra convencional entre dos Estados con sendos ejércitos, aparatos de inteligencia y servicios diplomáticos. Por lo tanto, debería ganar aquel que cuente con una mayor destreza en el arte de la guerra y una mejor capacidad operativa, algo que en principio parece favorecer al ejército ruso. Pero la guerra no se está desarrollando (por lo menos a día de hoy) como una guerra típica entre Estados, sino como lo que se acostumbra a denominar como conflicto asimétrico.
Una de las partes, la rusa, cuenta con abrumadora superioridad militar. Su ejército tiene más armamento y más sofisticado y cuenta con un número mayor de hombres entrenados para la guerra. La otra parte, la ucraniana, en cambio parece enfrentar el conflicto al estilo de lo que aconteció en la guerra española contra el francés de comienzos del siglo XIX. Esto es: combina un debilitado ejército regular con la acción de partisanos y grupos paramilitares (al estilo del tan denostado batallón de Azov), que emboscan a las unidades rusas e impiden o dificultan con éxito su avance. Armados con armas ligeras y de relativamente bajo coste como Stingers, anticarros Javelin o drones baratos de fabricación turca, parecen ser sumamente eficaces en su objetivo de encarecer los costes de la conquista rusa.
Los rusos, por su parte, operan principalmente con su ejército regular, compuesto de reclutas y soldados profesionales y con la colaboración de contingentes de mercenarios y voluntarios de las repúblicas fantasma reconocidas por Rusia (quizás también sean conscientes de la necesidad de operar con fuerzas con algún grado de autonomía. Pero por la propia dinámica de la guerra parece que estos últimos operan como un ejército estatal convencional a la hora de seguir una estrategia marcada por el mando central (que según parece está siendo purgado por incompetente). Esta forma más o menos centralizada de combate tiene la ventaja de concentrar fuerzas pero el inconveniente de que si se da una equivocación estratégica quien yerra es todo el ejército. Y esto es lo que parece que está ocurriendo. La aparente estrategia rusa de guerra relámpago ha fracasado y ahora viene una guerra de desgaste. Veremos pronto si las profecías de Van Creveld y los nuevos teóricos de la guerra se cumplen y si se van dando cambios en la forma del Estado. De momento alguna innovación si hay, pequeña, pero la hay, como la aparición de las nuevas repúblicas títere del Dombás, la posible entrada en guerra de la Transnistria y la pintoresca aparición de soldados osetios y abjasios. Pero continuaremos con este análisis en ulteriores artículos.